El Evangelio de hoy nos presenta el comienzo de la vida pública de Jesús. No pudo tener un principio más humilde ni sencillo. Nada que ver con las grandes ceremonias que nos gusta hacer en nuestros días para marcar el comienzo de los grandes eventos. Pensemos en las ceremonias inaugurales, por ejemplo, de los juegos olímpicos, donde parece que el país anfitrión se juega el prestigio. O recordemos la ceremonia de inauguración de la presidencia en Estados Unidos, con miles de invitados aguantando el frío de enero al aire libre. También en la Iglesia nos gustan las grandes ceremonias y liturgias con miles y miles de asistentes. A veces esas ceremonias tan grandilocuentes –las civiles y las eclesiales– resulta que son más apariencia que realidad. Se parecen a esos decorados de cine en los que las casas no tienen más que la fachada.
Lo de Jesús comenzó de otra manera diferente. Muy diferente. Nada de grandes ceremonias inaugurales. Fuera toda grandilocuencia. Nada de discursos programáticos. Mucho menos lo de tener miles de invitados, servicio de seguridad, fuegos artificiales y tantas otras cosas que nos encanta poner en esos eventos. Jesús se retira a Galilea y allí comienza a ir de pueblo en pueblo, predicando el mensaje más sencillo que nos podamos imaginar: “Convertíos, porque está cerca el Reino de los cielos.”
El evangelista, quizá preocupado por la excesiva sencillez del mensaje, se vio en la necesidad de adornar ese comienzo de la vida pública de Jesús con una cita del profeta Isaías que dice que “el pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande.” Pero la realidad es que la presencia de Jesús no fue una luz grande en el sentido que nosotros podemos imaginar. Fue una luz pequeña, humilde, sencilla. La presencia de Jesús se parecía más a la del pábilo vacilante que a la del gran foco que deslumbra. Su luz no cegaba sino que abría los ojos a las personas para que comprendiesen mejor el mundo y, sobre todo, para que acogiesen en su corazón la gran misericordia de Dios. Todo en una relación de tú a tú, hecha de cercanía, de fraternidad, de amabilidad.
Como en el misterio de la Navidad, que hemos celebrado hace poco, la presencia de Dios en Jesús no es una presencia arrolladora, no invade nuestra libertad, no nos anula como personas. Por el contrario, Dios se revela de una forma tan sencilla que puede llegar incluso a pasar desapercibido. Lo mismo que en la Navidad lo contemplábamos en aquel niño frágil, indefenso, impotente y totalmente dependiente de nuestros cuidados –como todos los niños–, ahora es un hombre más que va por los caminos, que se acerca a aquellos con los que se encuentra, que les invita a cambiar de vida porque el reino de Dios está cerca, que les hace sentir en su trato y en su cariño la fuerza del amor de Dios. No tiene escolta, ni grandes altavoces. No congrega a multitudes ni tiene ningún poder. Es un hombre más.
Pero los que se encuentran con él y, ante él, abren los ojos y el corazón, sienten que hay algo diferente en ese hombre. No son muchos. Tienen nombre y apellidos. Son gente sencilla –pescadores sin estudios–. Pero su presencia tiene ese algo que hace que las personas tomen decisiones radicales y aparentemente irracionales. A la propuesta de Jesús de que le siguieran para ser “pescadores de hombres,” ellos “inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron.” ¡Algo tenía que tener aquel hombre capaz de seducir con unas pocas palabras! ¡Algo se tenía que ver en él! Porque es casi seguro que aquellos pescadores no entendieron mucho ni lo que les decía ni lo que significaba su decisión de seguirle.
Así, de una forma humilde y sencilla, comienza el ministerio de Jesús. Así, de esa manera tan cercana, lejos del poder y la grandilocuencia a la que nos tienen acostumbrados los poderosos de este mundo, Dios se hace presente entre nosotros, camina con nosotros “curando las enfermedades y dolencias del pueblo” y nos invita a vivir en su reino.
Hoy somos nosotros sus testigos en este mundo, allá donde cada uno vive. La mejor pastoral será la que imite el estilo de Jesús, su sencillez y su cercanía. No hacen falta grandes programaciones ni alharacas. Tampoco es necesario andar contando y recontando los resultados. A Jesús eso no le importó. Le bastó con anunciar el reino y llegar al corazón de las personas con las que se encontró. Y dejar en ellas la huella del amor y la misericordia de Dios.
Lo de Jesús comenzó de otra manera diferente. Muy diferente. Nada de grandes ceremonias inaugurales. Fuera toda grandilocuencia. Nada de discursos programáticos. Mucho menos lo de tener miles de invitados, servicio de seguridad, fuegos artificiales y tantas otras cosas que nos encanta poner en esos eventos. Jesús se retira a Galilea y allí comienza a ir de pueblo en pueblo, predicando el mensaje más sencillo que nos podamos imaginar: “Convertíos, porque está cerca el Reino de los cielos.”
Una luz pequeña y humilde
El evangelista, quizá preocupado por la excesiva sencillez del mensaje, se vio en la necesidad de adornar ese comienzo de la vida pública de Jesús con una cita del profeta Isaías que dice que “el pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande.” Pero la realidad es que la presencia de Jesús no fue una luz grande en el sentido que nosotros podemos imaginar. Fue una luz pequeña, humilde, sencilla. La presencia de Jesús se parecía más a la del pábilo vacilante que a la del gran foco que deslumbra. Su luz no cegaba sino que abría los ojos a las personas para que comprendiesen mejor el mundo y, sobre todo, para que acogiesen en su corazón la gran misericordia de Dios. Todo en una relación de tú a tú, hecha de cercanía, de fraternidad, de amabilidad.
Como en el misterio de la Navidad, que hemos celebrado hace poco, la presencia de Dios en Jesús no es una presencia arrolladora, no invade nuestra libertad, no nos anula como personas. Por el contrario, Dios se revela de una forma tan sencilla que puede llegar incluso a pasar desapercibido. Lo mismo que en la Navidad lo contemplábamos en aquel niño frágil, indefenso, impotente y totalmente dependiente de nuestros cuidados –como todos los niños–, ahora es un hombre más que va por los caminos, que se acerca a aquellos con los que se encuentra, que les invita a cambiar de vida porque el reino de Dios está cerca, que les hace sentir en su trato y en su cariño la fuerza del amor de Dios. No tiene escolta, ni grandes altavoces. No congrega a multitudes ni tiene ningún poder. Es un hombre más.
La seducción de la cercanía
Pero los que se encuentran con él y, ante él, abren los ojos y el corazón, sienten que hay algo diferente en ese hombre. No son muchos. Tienen nombre y apellidos. Son gente sencilla –pescadores sin estudios–. Pero su presencia tiene ese algo que hace que las personas tomen decisiones radicales y aparentemente irracionales. A la propuesta de Jesús de que le siguieran para ser “pescadores de hombres,” ellos “inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron.” ¡Algo tenía que tener aquel hombre capaz de seducir con unas pocas palabras! ¡Algo se tenía que ver en él! Porque es casi seguro que aquellos pescadores no entendieron mucho ni lo que les decía ni lo que significaba su decisión de seguirle.
Así, de una forma humilde y sencilla, comienza el ministerio de Jesús. Así, de esa manera tan cercana, lejos del poder y la grandilocuencia a la que nos tienen acostumbrados los poderosos de este mundo, Dios se hace presente entre nosotros, camina con nosotros “curando las enfermedades y dolencias del pueblo” y nos invita a vivir en su reino.
Hoy somos nosotros sus testigos en este mundo, allá donde cada uno vive. La mejor pastoral será la que imite el estilo de Jesús, su sencillez y su cercanía. No hacen falta grandes programaciones ni alharacas. Tampoco es necesario andar contando y recontando los resultados. A Jesús eso no le importó. Le bastó con anunciar el reino y llegar al corazón de las personas con las que se encontró. Y dejar en ellas la huella del amor y la misericordia de Dios.
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