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jueves, 20 de enero de 2011

III Domingo del T.O. (Mt 4, 12-23) - Ciclo A: Siempre hay alguien que vuelve a empezar...



El momento «equivocado» para sembrar

Todo empieza cuando parecía que el asunto estaba ya definitivamente cerrado. «Juan había sido arrestado».
Los jefes pensaban haber arreglado las cosas neutralizando aquella mente calenturienta.
La voz fastidiosa, la palabra insolente, habían tenido que callar.
Todo volvía a la normalidad.
Pero... hay uno que comienza de nuevo. «Entonces comenzó Jesús a predicar...».
Uno se ve obligado a callar. Y enseguida hay otro que habla todavía más fuerte.
Los discípulos de Juan tenían motivos para pensar que con su maestro en la cárcel la aventura había terminado.
Pero hay otro que sale por los caminos para recoger el hilo del discurso interrumpido (mejor dicho, para comenzar un nuevo discurso, ya que el de Juan era sólo preparatorio).
Precisamente cuando parecen apagarse las razones para esperar, es el momento de esperar. Cuando parece que ya no hay nada que hacer, que las aguas han vuelto a su cauce, que convendría detenerse, que sería oportuno resignarse, hay uno que se pone en pie.
El poder, al cerrar la boca a Juan, lanza un aviso concreto: es peligroso exponerse.
Por fortuna, a imitación de Cristo, siempre hay quienes, a pesar de los intentos por desanimar todas las iniciativas, no se dejan intimidar, no aceptan la normalización, y salen fuera a «predicar», aun sabiendo que les tocará la misma suerte que al Bautista, o la de ese otro que será conducido directamente al suplicio sin pasar siquiera por la cárcel.
El tiempo poco favorable, el clima dominado por el miedo, la impresión de que todo es inútil: ése es el momento justo para sembrar. Se empieza por el sitio «equivocado»
Y Jesús, además de comenzar en el momento menos oportuno, comienza por el lugar menos adecuado (alguien diría incluso que se trata de un sitio equivocado).
En efecto, su predicación no parte de Jerusalén, del centro religioso, con las garantías de la oficialidad.
La palabra resuena en una zona periférica, sospechosa, despreciada. La «Galilea de los gentiles» era considerada por las autoridades religiosas como una «región peligrosa», debido a sus contaminaciones con el mundo pagano.
Además, Cafarnaún, en donde Jesús fija su cuartel general (aunque él no acampa allí para elaborar unos planes estratégicos, para poner a punto unos programas pastorales, sino que está siempre en movimiento...), no goza ciertamente de buena reputación.
Mateo, en su intento de justificar estas opciones que escandalizaban a los «prudentes», tiene que ingeniárselas para demostrar su continuidad con la línea profética del Antiguo Testamento. Se ve obligado a aportar las pruebas de que la tierra de Zabulón y de Neftalí -de las que ya no se hablaba en su tiempo- coinciden más o menos con los límites de Galilea.
De todas maneras, queda en pie el hecho de que Jesús empieza a hablar en este sitio fronterizo, en este lugar de paso en donde se encuentran los hombres más diversos en raza, cultura y religión.
Jesús no se instala donde brilla ya la luz, sino donde hay tinieblas, confusión, sombras de muerte.
Jesús enseña raras veces en las sinagogas. Se detiene donde hay alguien que necesita librarse de un peso (enfermedad, injusticia, pecado, odio, violencia).
La luz no va a buscar la luz, sino las tinieblas. La gloria se muestra donde hay humillación.
La presencia (el Emmanuel) frecuenta los lugares de la ausencia, del abandono.
La vida va a desafiar a la muerte, a la debilidad, a las diversas enfermedades.
La «buena nueva» del Reino no es una noticia reservada, sino que se comunica a todos aquellos que andan cortos de esperanza. A los que esperan, pero también a los que quizás no esperan ya nada ni tienen siquiera fuerzas para pedir.
De ahora en adelante no se tratará ya de geografía. Cualquier lugar puede ser adecuado para recibir el aliento que haga nacer una humanidad nueva.
El Reino no sigue el trazado de los mapas (ni siquiera de los mapas religiosos). Donde hay un hombre, allí hay una posibilidad para el Reino.
Solamente saliendo de los límites estrechos de las naciones, de las razas, de las clases, es como los hombres, implicados en el mismo movimiento de fraternidad, se encaminan hacia el Reino.
Se comienza por los hombres «equivocados»
Jesús comienza además por los hombres que nosotros habríamos descartado.
Para reclutar gente que colabore a realizar el proyecto de Dios (el «Reino» no es más que el plan de Dios sobre el mundo y sobre la historia de los hombres), no va a las academias, ni a las escuelas de los escribas, ni a los laboratorios que ofrecen «gente preparada».
Si dirige a unos pescadores, a los que invita mientras están cumpliendo su oficio, mientras están en su puesto ordinario de trabajo. Gente de poco pelo. Analfabetos o casi analfabetos.
Pedro nunca conseguirá aprender lenguas. En Roma necesitará un intérprete.
El Maestro no les entrega un texto, sino que se ofrece a sí mismo como modelo a seguir. No les presenta una doctrina que aprender, ni siquiera un programa preciso al que atenerse, sino un camino. Los arranca del mar, de la barca, para orientarlos hacia los caminos de los hombres: «Os haré pescadores de hombres».
Tendrán que dejarlo todo para seguir detrás de él.
Por otra parte, él mismo se hizo itinerante, abandonó Nazaret (en donde se había instalado José por indicación del ángel), se apartó de su clan familiar.
La inseguridad es la única condición... segura que Jesús puede ofrecer.
Y también a ellos se les «envía»... a que sigan en su puesto. Se refieren sus nombres: Simón, Andrés, Santiago y Juan.
Pero hemos de tener en cuenta a muchas personas anónimas, destinatarias no sólo de la predicación de Jesús, sino también de su invitación a seguirle.
Hay un seguimiento que se lleva a cabo permaneciendo en el mismo sitio en que uno estaba, siguiendo con el mismo oficio que tenía, sin abandonar a la familia, sin apartarse de las ocupaciones de siempre. La separación se sitúa en otro plano.
De esta forma cada uno sigue donde está, pero se amplían sus perspectivas. Hace las cosas de siempre, pero dedicándose a algo distinto.
Trabaja en la barca, o en una oficina, o en la cocina, o en la fábrica, o en el ordenador, o en el cuadro de mandos, o al volante, y allí construye el reino de Dios.
Todos se ven implicados en la misión, cuando resuena aquella invitación («¡Venid...!»). Pero para muchos se da la posibilidad de llegar lejos, de difundir la buena nueva, aun siguiendo en el camino acostumbrado de las tareas cotidianas.
El cuadro puede seguir siendo el mismo. Lo que cambia es el sentido, la perspectiva.
Sin embargo, a nadie se le dispensa del viaje esencial, del itinerario irrenunciable: el de la conversión.
Retorno, abandono de los itinerarios desviados, cambio de mentalidad, inversión de ruta, trasformación profunda, corazón nuevo, adopción de una orientación distinta en la propia vida: se trata de imágenes que sirven para expresar esta exigencia fundamental de la conversión.
Trabajar por el Reino no significa tanto hacer conversiones como convertirse.
El viaje verdaderamente comprometido es el que uno realiza al interior de sí mismo para llegar a un vuelco, a una inversión total de posiciones, pensamientos, actitudes.
Paradójicamente, es a través de los cambios decisivos que tienen lugar en las profundidades del ser como se hace visible la novedad del Reino.
Cristo, al pasar, puede también permitir que alguno (o muchos) sigan en su mismo puesto. Pero, si verdaderamente acogemos su invitación, no hay nada dentro de nosotros que siga en el mismo sitio, nada es ya como era. Se produce un terremoto. Se ven sacudidos todos los equilibrios, se abandonan todas las posiciones precedentes, todo se organiza de manera distinta, con vistas a un terremoto posterior, inevitable.
El equilibrio sólo se encuentra aceptando, día tras día, que todo se vea sacudido por su palabra, por su mirada, por su paso en nuestra.
Y nosotros, para disponernos a la conversión, tenemos que cultivar una inquietud, una insatisfacción saludable.
Parafraseando una célebre frase de Julien Green («Mientras uno siga preocupado, puede estar tranquilo»), podríamos decir: tenemos que preocuparnos cuando estamos tranquilos, corremos un grave riesgo cuando estamos satisfechos.
Cristo ofrece su paz a aquellos que antes han aceptado perderla, dejarse «inquietan».
¡Qué Pena...!
Pablo (segunda lectura), después de haber colocado en el encabezamiento de su Carta a la comunidad de Corinto en el contexto de la Iglesia universal, de la que esa Iglesia particular es una encarnación, se enfrenta con el verdadero problema de su misiva: las divisiones dentro de la comunidad.
Parece ser que los cristianos tienen una vocación irresistible a la fragmentación. Los particularismos, los personalismos, los antagonismos, las rivalidades, los sectarismos, los exclusivismos, son la negación de un verdadero espíritu eclesial.
En la expresiones empleadas por Pablo se puede leer, entre líneas, un sentimiento de amargura, casi de disgusto. Como si dijera: ¡Qué pena...
Todas esas riquezas, todos esos dones, todas esas energías, en vez de convertirse en un patrimonio común compartido en la amistad, alimentado por la fraternidad, participado en el gozo, se utilizan de forma individualista, se explotan en un ambiente de necia competitividad.
¡Cuántas ocasiones fallidas, cuántas energías inutilizadas (o utilizadas con fines equivocados), cuántos recursos dilapidados por fines mezquinos!
Las facciones que se enfrentan, cada una con su propio maestro indiscutible, con su propio guía carismático, con su propio gurú aclamado, están sencillamente indicando que la centralidad de Cristo ya no está clara, que la causa del Reino se subordina a otros intereses.
Las divisiones, además de revelar una falta de amor, crean oposiciones paralizantes.
Sí, hay que reconocerlo: ¡Qué pena!
Con todo lo que hay que hacer, con todas esas esperanzas que hay que satisfacer, nos entretenemos en disputas y competiciones mezquinas.
Es natural que haya jefes, gurús, dotados de una fascinación especial, fundadores creativos. Pero éstos, aunque desempeñen una función útil, tienen que acordarse (¡y hacer que se acuerden los demás!) de que no son más que hombres. Sobre todo, tienen que evitar que su presencia corte el camino hacia Cristo y favorezca las camarillas, las intrigas y las zancadillas.
No se trata de mortificar la vida, la espontaneidad, las diversidades. La unidad puede y debe realizarse bajo el signo de la vida y no del aburrimiento, de la variedad y no de la uniformidad gris. Pablo tiene el coraje de plantear una pregunta decisiva:
-¿Ha muerto Pablo en la cruz por vosotros?
Una forma provocativa de centrar el discurso en el meollo fundamental: no se trata de referirse a las palabras y a las fórmulas de los propios maestros, especialmente cuando provocan rupturas, sino de mirar hacia el único que nos dijo lo más importante con el lenguaje silencioso de la cruz.

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