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sábado, 15 de enero de 2011

CREO EN JESÚS, EL HOMBRE LLENO DEL ESPÍRITU


II Domingo del T.O. (Jn 1, 29-34) - Ciclo A
Por José Enrique Galarreta

Este pasaje, tomado del evangelio de Juan, es la presentación de Jesús, puesta en boca de Juan Bautista. Después del formidable "Prólogo Teológico", el cuarto evangelio recoge la figura del Bautista, deja muy claro que ése no es el Mesías, sino su pregonero, y pone en su boca las palabras que conducen a Jesús, que son las que leemos hoy en el Evangelio.

El texto estuvo históricamente justificado para recuperar para la Iglesia a algunas comunidades de discípulos del Bautista que todavía existían. Estas comunidades mantenían el rito bautismal de Juan Bautista. Se contrapone a este rito el del bautismo cristiano: los cristianos bautizan "en el nombre de Jesús", y el bautismo es una infusión del Espíritu, una incorporación a Jesús.

Jesús, cordero de Dios, que quita el pecado del mundo.

La imagen del cordero se toma del AT, de los sacrificios en el templo. Los israelitas inmolaban animales, vacas, corderos, palomas. Unas veces se quemaban parcialmente en el altar y se comía el resto, era un sacrificio de comunión. Otras veces se quemaban totalmente: era un holocausto, como reconocimiento de la soberanía de Dios o como víctima para expiación de los pecados. Es una víctima inocente, que paga por los pecados de los demás.

Esta imagen, de la víctima sacrificada por los pecados, se aplica a Jesús. Pero Juan se lo aplica al comienzo de su vida pública, no después de que muera en la cruz, aunque el evangelio se escribe mucho después de su muerte, por lo que las palabras pueden no ser de Juan Bautista sino de Juan Evangelista.

De todas formas, la imagen es muy desafortunada. La noción de sacrificio conlleva necesariamente la persuasión de que hay que aplacar a Dios, irritado por nuestros pecados.

Es famosa la imagen, repetida en infinidad de textos en el AT, de Dios aspirando por sus narices el “calmante aroma” del sacrificio, y desistiendo por ello de castigar al pecador.

La imagen supone por tanto toda una teología del pecado y la antecedente concepción de Dios. Dios es el Señor/Legislador/Juez; el pecado es una ofensa, que Dios ha de castigar, a menos que se pague por ella para evitar el castigo.

Pero esta concepción es odre viejo que Jesús rasgó. Dios no es así: Dios es la madre que engendra por amor, se esfuerza en sacar adelante a sus hijos y está siempre ofreciendo gratis su perdón, porque lo que más desea es la salud de sus hijos. Jesús presenta a Dios como médico, como pastor que vuelve al monte a por la oveja, como mujer feliz de encontrar su moneda, como padre del hijo pródigo.

Y el pecado no es ofensa sino oscuridad y enfermedad. Por eso Jesús cura ciegos, toca leprosos para curar, se presenta como luz, como lámpara ... Así que al Padre no hay que pagarle nada, ni suplicarle insistentemente que perdone ... Sólo hay que volverse a Él y dejarse abrazar. Toda una manera nueva y mucho mejor que la del AT.

Y sin embargo parece que para la teología de la redención, a lo largo de siglos en la historia de la Iglesia, el AT es más fuerte que el Evangelio. Parece que la Buena, Buenísima Noticia, la Estupenda Novedad de Jesús nos interesa menos que los ritos y creencias viejas.

Por eso quizá nuestra teología y nuestros rituales están llenos de expresiones y ritos del AT, que Jesús destruyó y nosotros hemos recuperado. Por eso, al principio de la eucaristía, pedimos una docena de veces perdón a Dios y suplicamos la intercesión de todos los santos para conseguirlo. Por eso hemos convertido la comida fraterna en sacrificio, que no se celebra alrededor de la mesa sino mirando a la cruz, imitando actitudes, ritos y fórmulas del AT.

Por eso la cristología ha insistido en el valor sacrificial de la muerte de Cristo, que paga al Padre (apenas cabe pensar expresión más contradictoria que “pagar al padre”) lo que nosotros tendríamos que pagar pero no podríamos hacerlo.

Por eso hemos construido toda una teoría de la redención como “satisfacción vicaria”, es decir, que Jesús satisface por nosotros, paga en vez de nosotros; y, en resumidas cuentas, el Padre cobra por perdonar.

Aparte de eso, ya es hora que prescindamos de símbolos que significaron algo pero hoy no significan nada. Cordero significa para los judíos “víctima sacrificial”. Para nosotros no. Para nosotros no significa más que comida de fiesta. Y si tenemos que explicar los símbolos, resultan inválidos.

Un buen símbolo del sacrificio de Jesús sería, por ejemplo, la vela (el cirio si os resulta más solemne) que se consume para dar luz. Así fue Jesús, se quemó entero para dar luz; y no sólo en la cruz, sino que quemó su vida entera, desde el bautismo. Símbolo excelente, que además se puede aplicar a todos. Las madres se queman por sus hijos. Los empresarios se queman por la empresa... usamos estas expresiones. Quemarse para los demás es la esencia de seguir a Jesús.

Pero los mejores símbolos del sacrificio de Jesús son los que Él eligió al despedirse: el pan y el vino. Granos de trigo enterrados para que haya cosecha, espigas segadas, granos machacados, harina amasada, fermentada, cocida al horno para ser pan... para morir en el que se come ese pan, para que tengamos fuerzas para vivir.

Granos de uva arrancados de la vid, machacados y fermentados para ser vino, vino que morirá cuando lo bebamos y nos dará energía y ardor.

Eso fue Jesús, y así se vio Jesús encima de la mesa de la última de sus cenas con los discípulos. Y así queremos ser nosotros, y por eso comulgamos, juntos alrededor de la mesa, con Jesús/pan/vino.

Jesús quita el pecado del mundo.

Y otra vez reducimos el significado a lo puramente jurídico: como paga por nosotros, ya no debemos nada a Dios, estamos sin pecado. Otra vez el AT, otra vez el odre viejo.

No, Jesús no paga, pero Jesús sí quita el pecado, para eso ha vivido. En primer lugar porque nos desculpabiliza. La Buena Noticia sobre el pecado es que no somos culpables sino víctimas, que más que cometer pecados sufrimos nuestros pecados.

¡Qué más quisiera yo que no ser envidioso, que no ser violento, que no estar esclavizado por mi lujuria! ¡Pero vienen en mis genes, las tengo desde antes de nacer, y me estropean, me esclavizan, no puedo con ellas!

Jesús lo vio muy bien, y por eso cambió “ofensa” por “enfermedad”. Jesús cambió “desobediencia” por “error”. Y Jesús es luz para que no nos equivoquemos. Es alimento para que no seamos débiles, es sanador para curarnos de enfermedades. Y así es como quita nuestros pecados, sanándonos, alimentándonos, dándonos más luz.

Toda teología es una reflexión sobre la Palabra de Dios. Pero es ridículo reflexionar sobre palabras provisionales, imperfectas, raciales, prescindiendo de la palabra.

Las teologías sobre el pecado, la redención, el sacrificio se han olvidado de reflexionar sobre las parábolas de Jesús, sobre las curaciones de Jesús, y se han dedicado a reflexionar sobre otras palabras, muchas de ellas bien ajenas a la Buena Noticia.


CREO EN JESÚS

¿Hasta dónde llega mi fe, mi confianza en Jesús? ¿me quedaré con sus máximas de sabiduría vital o le seguiré también en su fe? ¿Haré mía su doctrina sobre la convivencia, el respeto, el perdón, el compromiso, la exigencia... o haré mío también su Dios?

Más aún, ¿pensaré de él que es un gran hombre, un gran cerebro, un gran corazón, o seguiré adelante y aceptaré que “Dios estaba con Él”, que, en efecto, es verdad que Dios no es una difusa realidad incognoscible y arcana, o un temible Soberano que vigila desde su trono de oro, sino algo semejante a lo que nosotros llamamos “una persona”, y está ahí, actuando y promoviendo, hasta el punto de que puede aceptarse que Jesús lo califique de “médico”, “pastor”, “padre”?

En resumidas cuentas ¿hasta dónde le creo a Jesús, hasta dónde me fío de Él?

Las respuestas pueden ser, son de hecho, variadas y todas ellas respetables. Lo que importa no es tanto si la respuesta es “la correcta” sino que sea consciente.

Hay quien se fía de Jesús como maestro de vida. Sus parábolas por ejemplo son un planteamiento definitivamente válido del ser humano y su convivencia. Si le hacemos caso en esto, crearemos una humanidad mucho más humana, con menos dolor y más sentido. Y punto, no hace falta ir más lejos. Lo demás roza con las mitologías.

Pero se quedan aquí. Afirmar cosas tales como que todo esto es “Palabra de Dios” o que Jesús mismo es una encarnación de una divinidad son formas míticas de expresar la admiración que nos produce tanta sabiduría. Adentrarnos en mundos “divinos” es una aventura excesiva, un delirio de las mentes humanas que a lo largo de la historia ha mostrado demasiadas veces su capacidad de fantasear con lo invisible, de crear mitos y símbolos y luego creérselos como revelación de los dioses.

En el extremo contrario, hay quien acepta (con una ingenuidad que produce cierta envidia) que todo lo que se cuenta de Jesús es lo más lógico y razonable del mundo. Si está lleno (diríamos que “poseído”) de la divinidad, todo lo que nos cuenten es razonable: andar sobre las aguas, curar a distancia, saber el futuro, seguir vivo después de la crucifixión... todo es posible para un dios.

Una vez hecho el acto de fe inicial, todo es creíble. Jesús “bajó del cielo” tomando forma humana se hizo semejante a nosotros en casi todo, incluso pasó por el mal trago de la muerte para acercarse a nosotros lo más posible, y “volvió al cielo”. Sus acciones y palabras son acciones y palabras de un dios que ha tomado vestido humano. Nada en él es increíble.

En estas dos actitudes, ciertamente extremas, se encarnan los dos polos entre los que nos movemos.
el maestro de sabiduría mitificado – el dios vestido de carne.

Pero son opciones un tanto inquietantes.

Aceptar al maestro de sabiduría hasta ciertos límites, concretamente hasta que empieza a hablar de Dios y de sí mismo, inquieta por su falta de lógica. Es como si nos convirtiéramos en sus jueces: le aceptamos siempre y cuando nos parezca correcto; cuando su mensaje resulta menos compatible con nuestra mentalidad, prescindimos de él: ¿qué pasa?, ¿es fiable en algunos terrenos y delira en otros? ¿Soy yo más sabio y fiable que él para poder juzgar hasta dónde tiene razón?

Aceptar al dios vestido de ser humano produce escalofríos. Se parece demasiado a tantos y tantos mitos de viejas culturas que nos sentimos trasladados a tiempos en que el ser humano ni siquiera pensaba por sí mismo: nos suena a cuentos mágicos, a inventos de sacerdotes que fantasean con los dioses. Pero además, nos suena a lectura reductiva de los evangelios. El hombre de Nazaret que presentan los evangelios no tiene una humanidad aparente: ni sus angustias son propias de un ser divino vestido de humanidad, ni su muerte es una gloriosa apariencia. Jesús de Nazaret fue un ser humano, no una apariencia ni un disfraz de un ser divino.

Los que le conocieron creyeron en él. Primero, como se cree en una persona excepcional. Después, como se cree en un maestro extraordinario. Le aplicaron sus propias esperanzas y formulaciones: el Mesías que esperamos. Mucho de esto se vino abajo cuando murió crucificado. Seguían recordándole como una gran persona, seguían admirando las enseñanzas que le oyeron.... Y la cosa no quedó ahí: llegaron al convencimiento de que “Dios estaba con Él”, hasta llegaron a llamarle “Hijo de Dios”. Y en esto consiste precisamente la “experiencia Pascual”.

Creyeron que Jesús es un trabajo de Dios. Creyeron que a Jesús no se le puede comprender solamente “desde abajo”: que ni su enseñanza ni su comportamiento son fruto de un gran cerebro y un gran corazón.

Creyeron que Jesús se explica desde Dios. Llamarle “Hijo de Dios” o “el hombre lleno del Espíritu”, decir “Dios estaba con él” o “en él reside la plenitud de la divinidad”, identificarlo con Dios... son hermosos intentos de expresar algo que está más allá de las posibilidades del lenguaje, incluso de las posibilidades de comprensión del cerebro. ¡La mente, y las palabras, tienen límites!

Pero todas esas palabras, tomadas del mesianismo de Israel o de la mitología de cualquier cultura, no son más que expresiones de una doble convicción:

Ø Jesús de Nazaret fue un ser humano, no una apariencia. Un ser tan humano como todo ser humano. Su carne es como mi carne, su angustia como mi angustia, su muerte como mi muerte. Toda fe en Jesús que le prive de su humanidad nada tiene que ver con la fe de los testigos.

Ø Jesús de Nazaret fue una presencia de Dios. Como en ningún otro ser humano. Nos hacíamos la pregunta. ¿quién es este hombre? y ahora damos la respuesta: ese hombre es así porque está lleno del Espíritu, es obra del Espíritu. A Jesús no lo explica un cerebro excepcional ni una educación magnífica, ni nada de lo que explica a las personas notables o a los genios. A Jesús lo explica sólo “la fuerza del Espíritu”, que “Dios estaba con él”

A aquellas personas que llamamos “los testigos” les importó mucho esa fe en Jesús. Su vida quedó totalmente afectada. La de sus parientes, la de la gente con quienes vivieron, también. Este es el planteamiento que nos preocupa. Si mi fe en “Jesús Hijo de Dios” cambia o no mi vida y la de los que me rodean.

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