La batalla por la justicia para los empobrecidos de la tierra no se libra en las estructuras del poder sino en la conciencia individual, en el corazón de cada hombre.
Hay un mundo que cambiar: “Hambre: 5.000 millones de personas. Desempleo: 1.600 millones de personas. Esclavitud infantil: 400 millones de niños. Abortos: 100 millones al año” (Autogestión, Revista Solidaria con los Empobrecidos de la Tierra, nº 86).
Cuando hablamos de hambre, desempleo, esclavitud, aborto, no hablamos de desgracias sobrevenidas, sino de penas infligidas por hombres a hombres, penas tan desmedidas y ajenas a la dignidad de la condición humana, que nunca un tribunal justo hubiese podido imponerlas a criminales convictos y confesos. Y, sin embargo, a millones de inocentes se las impone la arrogancia, la ambición, el endiosamiento, un tribunal sin entrañas en el que dictan sentencia el tener, el placer y el poder.
Viene a la memoria el fruto del árbol prohibido, siempre atrayente, siempre deseable, siempre engañoso, siempre mortal.
De ese fruto comemos para ser grandes, para ser ricos, para ser dueños del jardín. Comemos, pero no alcanzamos lo que soñamos, sólo matamos y morimos.
Matamos: Hambre, desempleo, esclavitud, abortos… ¡muerte!
Descubrimos que estábamos desnudos: En lo que ahora llaman crisis financiera, crisis económica o crisis a secas, no es difícil ver un efecto necesario y directo de la misma necia codicia que llenó el mundo de hambrientos y abortados.
Y morimos: murió en nosotros la piedad, murió la esperanza, murió la conciencia, murió el agradecimiento, murió la memoria del otro, la de Dios y la del hermano, murió la belleza del encuentro… morimos.
Pero es posible algo nuevo, todavía es posible vivir, es deseable y posible otro mundo.
El de Jesús de Nazaret es un mundo de hombres nuevos: “Quien quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo. Igual que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir y dar su vida en rescate por muchos”. Es un mundo de intereses nuevos: “No temas, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino. Vended vuestros bienes y dad limosna; haceos bolsas que no se estropeen, y un tesoro inagotable en el cielo, donde no se acercan los ladrones ni roe la polilla”. Es un mundo con un mandato nuevo: “Que os améis unos a otros como yo os he amado”.
Ese mundo nuevo no pasa por los proyectos de los grandes de la tierra sino por el corazón de los pequeños.
El futuro es cuestión de amor y de pobres.
De la mano con los pobres, sólo así, caminaremos hacia el mundo de Jesús de Nazaret.
Hay un mundo que cambiar: “Hambre: 5.000 millones de personas. Desempleo: 1.600 millones de personas. Esclavitud infantil: 400 millones de niños. Abortos: 100 millones al año” (Autogestión, Revista Solidaria con los Empobrecidos de la Tierra, nº 86).
Cuando hablamos de hambre, desempleo, esclavitud, aborto, no hablamos de desgracias sobrevenidas, sino de penas infligidas por hombres a hombres, penas tan desmedidas y ajenas a la dignidad de la condición humana, que nunca un tribunal justo hubiese podido imponerlas a criminales convictos y confesos. Y, sin embargo, a millones de inocentes se las impone la arrogancia, la ambición, el endiosamiento, un tribunal sin entrañas en el que dictan sentencia el tener, el placer y el poder.
Viene a la memoria el fruto del árbol prohibido, siempre atrayente, siempre deseable, siempre engañoso, siempre mortal.
De ese fruto comemos para ser grandes, para ser ricos, para ser dueños del jardín. Comemos, pero no alcanzamos lo que soñamos, sólo matamos y morimos.
Matamos: Hambre, desempleo, esclavitud, abortos… ¡muerte!
Descubrimos que estábamos desnudos: En lo que ahora llaman crisis financiera, crisis económica o crisis a secas, no es difícil ver un efecto necesario y directo de la misma necia codicia que llenó el mundo de hambrientos y abortados.
Y morimos: murió en nosotros la piedad, murió la esperanza, murió la conciencia, murió el agradecimiento, murió la memoria del otro, la de Dios y la del hermano, murió la belleza del encuentro… morimos.
Pero es posible algo nuevo, todavía es posible vivir, es deseable y posible otro mundo.
El de Jesús de Nazaret es un mundo de hombres nuevos: “Quien quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo. Igual que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir y dar su vida en rescate por muchos”. Es un mundo de intereses nuevos: “No temas, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino. Vended vuestros bienes y dad limosna; haceos bolsas que no se estropeen, y un tesoro inagotable en el cielo, donde no se acercan los ladrones ni roe la polilla”. Es un mundo con un mandato nuevo: “Que os améis unos a otros como yo os he amado”.
Ese mundo nuevo no pasa por los proyectos de los grandes de la tierra sino por el corazón de los pequeños.
El futuro es cuestión de amor y de pobres.
De la mano con los pobres, sólo así, caminaremos hacia el mundo de Jesús de Nazaret.
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