Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Marcos 4, 35-41
Un día, al atardecer, Jesús dijo a sus discípulos: «Crucemos a la otra orilla». Ellos, dejando a la multitud, lo llevaron en la barca, así como estaba. Había otras barcas junto a la suya.
Entonces se desató un fuerte vendaval, y las olas entraban en la barca, que se iba llenando de agua. Jesús estaba en la popa, durmiendo sobre el cabezal.
Lo despertaron y le dijeron: «¡Maestro! ¿No te importa que nos ahoguemos?»
Despertándose, Él increpó al viento y dijo al mar: «¡Silencio! ¡Cállate!» El viento se aplacó y sobrevino una gran calma.
Después les dijo: «¿Por qué tienen miedo? ¿Cómo no tienen fe?»
Entonces quedaron atemorizados y se decían unos a otros: «¿Quién es éste, que hasta el viento y el mar le obedecen?»
Queridos hermanos:
Se ha dicho que los antiguos creían gracias a los milagros y que los modernos creemos a pesar de ellos. Esta segunda actitud no parece estar del todo reñida con la sensibilidad de Jesús, que en algún momento reprochó a los discípulos: “si no veis milagros no creéis” (Jn 4,48).
En realidad el creyente auténtico no exige señales extraordinarias, sino que sigue sencillamente a su Señor y busca desinteresadamente su voluntad. Una constante de la tradición evangélica es que Jesús nunca realizó un signo en ambiente de desafío, antes bien designó como “perversa y adúltera” (Mt 12,39) a la generación que se lo exigía.
El verdadero creyente deja a su Dios en total libertad; los tres jóvenes del libro de Daniel confesaron el poder de su Dios para librarlos del fuego, pero añadiendo: “aunque no lo haga, no serviremos a ningún otro Dios” (Dn 3,18).
No es, pues, característica de una fe madura la búsqueda de milagros; pero la oposición a ellos puede ser signo de autosuficiencia, o quizá de haber sucumbido a un secularismo que considera a Dios totalmente ausente de la historia u olvida que el mundo es criatura de Dios y no a la inversa.
En el evangelio de hoy los discípulos reconocen la propia limitación e inconsistencia; se sienten impotentes ante algo que los supera, pero cuentan con que “Jesús es el Señor”, con un señorío que no puede quedar limitado por fuerzas incontrolables y salvajemente destructoras. Indudablemente tenemos una narración adornada desde muchas escenas veterotetamentarias: Yahvé cabalga sobre el océano, puso un límite al mar y éste no lo traspasará, domesticó al monstruo marino Leviatán,… Con esas imágenes como trasfondo la tradición evangélica expresó su fe en la divinidad de Jesús; también él, como el Yahvé soberano en que siempre creyeron, puede increpar al mar y crear calma. Pero la fe de los discípulos no llegó hasta dejarle en plena libertad para que actuase como y cuando quisiera. “¿Por qué teméis?”
Desde esta fe en el Dios soberano y libre, acucian numerosas preguntas al hombre moderno. Ya no es preciso seguir mirando hacia Auschwitz; nos basta con Haití o con las devastadoras inundaciones de Australia. ¿Es que Jesús, Señor omnipotente del mundo y de la historia, ha estado dormido? No nos basta una respuesta facilona que ha corrido en forma de pps: primero echamos a Dios de nuestro mundo y luego nos quejamos de que no está. Él, bueno y poderoso, está muy por encima de nuestras incoherencias. Quizá lo más adecuado sea nuestra admiración de creyentes que no abarcamos el misterio y tenemos seguir preguntándonos “quién es Éste”.
Entonces se desató un fuerte vendaval, y las olas entraban en la barca, que se iba llenando de agua. Jesús estaba en la popa, durmiendo sobre el cabezal.
Lo despertaron y le dijeron: «¡Maestro! ¿No te importa que nos ahoguemos?»
Despertándose, Él increpó al viento y dijo al mar: «¡Silencio! ¡Cállate!» El viento se aplacó y sobrevino una gran calma.
Después les dijo: «¿Por qué tienen miedo? ¿Cómo no tienen fe?»
Entonces quedaron atemorizados y se decían unos a otros: «¿Quién es éste, que hasta el viento y el mar le obedecen?»
Compartiendo la Palabra
Por Severiano Blanco cmf
Por Severiano Blanco cmf
Queridos hermanos:
Se ha dicho que los antiguos creían gracias a los milagros y que los modernos creemos a pesar de ellos. Esta segunda actitud no parece estar del todo reñida con la sensibilidad de Jesús, que en algún momento reprochó a los discípulos: “si no veis milagros no creéis” (Jn 4,48).
En realidad el creyente auténtico no exige señales extraordinarias, sino que sigue sencillamente a su Señor y busca desinteresadamente su voluntad. Una constante de la tradición evangélica es que Jesús nunca realizó un signo en ambiente de desafío, antes bien designó como “perversa y adúltera” (Mt 12,39) a la generación que se lo exigía.
El verdadero creyente deja a su Dios en total libertad; los tres jóvenes del libro de Daniel confesaron el poder de su Dios para librarlos del fuego, pero añadiendo: “aunque no lo haga, no serviremos a ningún otro Dios” (Dn 3,18).
No es, pues, característica de una fe madura la búsqueda de milagros; pero la oposición a ellos puede ser signo de autosuficiencia, o quizá de haber sucumbido a un secularismo que considera a Dios totalmente ausente de la historia u olvida que el mundo es criatura de Dios y no a la inversa.
En el evangelio de hoy los discípulos reconocen la propia limitación e inconsistencia; se sienten impotentes ante algo que los supera, pero cuentan con que “Jesús es el Señor”, con un señorío que no puede quedar limitado por fuerzas incontrolables y salvajemente destructoras. Indudablemente tenemos una narración adornada desde muchas escenas veterotetamentarias: Yahvé cabalga sobre el océano, puso un límite al mar y éste no lo traspasará, domesticó al monstruo marino Leviatán,… Con esas imágenes como trasfondo la tradición evangélica expresó su fe en la divinidad de Jesús; también él, como el Yahvé soberano en que siempre creyeron, puede increpar al mar y crear calma. Pero la fe de los discípulos no llegó hasta dejarle en plena libertad para que actuase como y cuando quisiera. “¿Por qué teméis?”
Desde esta fe en el Dios soberano y libre, acucian numerosas preguntas al hombre moderno. Ya no es preciso seguir mirando hacia Auschwitz; nos basta con Haití o con las devastadoras inundaciones de Australia. ¿Es que Jesús, Señor omnipotente del mundo y de la historia, ha estado dormido? No nos basta una respuesta facilona que ha corrido en forma de pps: primero echamos a Dios de nuestro mundo y luego nos quejamos de que no está. Él, bueno y poderoso, está muy por encima de nuestras incoherencias. Quizá lo más adecuado sea nuestra admiración de creyentes que no abarcamos el misterio y tenemos seguir preguntándonos “quién es Éste”.
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