Por James Martin sj
Unas semanas después, el cartero entregó un pequeño paquete que contenía una estatua de plástico de nueve pulgadas de altura junto con un librito de oraciones para recitarle a mi nuevo patrono. Inmediatamente puse la estatua encima del tocador que había en mi cuarto.
Con el tiempo, me dirigía a Dios sólo para pedirle cosas. Por favor, concédeme que saque una “A” en mi próximo examen. Por favor, ayúdame a tener éxito en los deportes. En aquellos años, veía a Dios como un gran solucionador de problemas, alguien que podía componer todo, a quien sólo había que pedirle las cosas con mucha insistencia. Pero cuando el gran solucionador de problemas no componía las cosas (que era más frecuente de lo que me hubiera gustado), volvía mis peticiones a San Judas. Pensaba que si lo que le pedía a Dios estaba más allá de su capacidad, entonces, por seguro, era una causa desesperada, y era tiempo de invocar a San Judas.
San Judas permaneció pacientemente en la parte superior de mi tocador hasta que estaba en décimo grado. Cuando mis amigos visitaban nuestra casa, les gustaba meterse a mi cuarto. Y, a pesar de que quería mucho a San Judas, me preocupaba lo que mis amigos podían pensar si espiaban lo que tenía y encontraban una estatua de plástico. Así que San Judas era relegado al cajón de los calcetines y lo sacaba solamente en ocasiones especiales.
Mi fe era otra cosa, podemos decir, que estuvo relegada al cajón de los calcetines durante los años siguientes. Mientras estudiaba en el Colegio, me convertí en alguien que muy ocasionalmente iba a la iglesia, aun cuando seguía invocando al gran solucionador de problemas. Y mi fe se debilitó cada vez más, tanto así que mi cariño por San Judas me comenzó a parecer algo muy infantil y, aun más, algo vergonzoso.
Todo eso cambió para mí a la edad de 26 años. Luego de haber trabajado durante seis años en el mundo corporativo, comencé a sentirme cada vez más insatisfecho y fue entonces cuando empecé con la idea de hacer algo diferente con mi vida, aun cuando no tenía la más mínima idea de qué podía ser ese “algo diferente”. Después de todos estos años en el mundo de los negocios, lo único que quería era salirme de ese ambiente. A partir de ese deseo, fue que le permití a Dios que hiciera su trabajo. El gran solucionador de problemas estaba trabajando en la solución de un problema que a mí mismo me costaba muchísimo entender. Con el tiempo, Dios daría respuesta a una pregunta que hasta la fecha no recuerdo haberle hecho.
Una tarde regresé a casa y me puse a ver la televisión. Mientras buscaba la programación mediante los controles me llamó la atención un documental acerca de un sacerdote católico llamado Tomás Merton. Aunque jamás había oído algo acerca de él, en el documental apareció una gran cantidad de personas famosas que dieron testimonio respecto a cómo este hombre había influenciado su propia vida. En sólo unos minutos tenía muy clara la idea de que Merton era brillante, chistoso, santo, único y todo eso a la vez. El documental fue algo tan interesante que me llevó a buscar y comprar su autobiografía, La montaña de los siete círculos.
Tomas Merton era una persona de contradicciones: un viajero que hizo voto de estabilidad, un escritor famoso que dijo odiar la fama, un contemplativo muy activo, una persona profundamente cristiana motivada por las espiritualidades orientales. Era cálido, generoso y paciente, pero también podía ser arrogante, terco e impaciente. Pero también era muy chistoso. En cierto punto, al inicio de su caminar como escritor, escribió a su editor diciendo: “Ya se han publicado muchísimos libros malos. ¿Por qué razón no puede publicarse mi mal libro también?”.
Luego de que terminé La montaña de los siete círculos y pensé acerca de mi futuro, sólo una cosa tenía sentido y era hacer algo de lo que Merton había hecho. Posiblemente no era entrar con los monjes trapenses, pero sí era hacer algo así. Por supuesto que había dudas y algunos inicios no tan seguros, pero, dos años después, renuncié a mi trabajo y a los 28 años ingresé a la Compañía de Jesús.
Fue así que Merton se convirtió en un compañero para mí: alguien que me ayudaría en mi camino a Dios. Y ése es uno de los modelos tradicionales de la devoción a los santos. Mientras que el modelo más común para nuestro tiempo es el de patrono –la persona a la que le pedimos favores–, en la Primera Iglesia la manera más común de ver a los santos era como compañeros, personas que nos acompañan en nuestro camino hacia Dios.
Con el tiempo, me dirigía a Dios sólo para pedirle cosas. Por favor, concédeme que saque una “A” en mi próximo examen. Por favor, ayúdame a tener éxito en los deportes. En aquellos años, veía a Dios como un gran solucionador de problemas, alguien que podía componer todo, a quien sólo había que pedirle las cosas con mucha insistencia. Pero cuando el gran solucionador de problemas no componía las cosas (que era más frecuente de lo que me hubiera gustado), volvía mis peticiones a San Judas. Pensaba que si lo que le pedía a Dios estaba más allá de su capacidad, entonces, por seguro, era una causa desesperada, y era tiempo de invocar a San Judas.
San Judas permaneció pacientemente en la parte superior de mi tocador hasta que estaba en décimo grado. Cuando mis amigos visitaban nuestra casa, les gustaba meterse a mi cuarto. Y, a pesar de que quería mucho a San Judas, me preocupaba lo que mis amigos podían pensar si espiaban lo que tenía y encontraban una estatua de plástico. Así que San Judas era relegado al cajón de los calcetines y lo sacaba solamente en ocasiones especiales.
Mi fe era otra cosa, podemos decir, que estuvo relegada al cajón de los calcetines durante los años siguientes. Mientras estudiaba en el Colegio, me convertí en alguien que muy ocasionalmente iba a la iglesia, aun cuando seguía invocando al gran solucionador de problemas. Y mi fe se debilitó cada vez más, tanto así que mi cariño por San Judas me comenzó a parecer algo muy infantil y, aun más, algo vergonzoso.
Todo eso cambió para mí a la edad de 26 años. Luego de haber trabajado durante seis años en el mundo corporativo, comencé a sentirme cada vez más insatisfecho y fue entonces cuando empecé con la idea de hacer algo diferente con mi vida, aun cuando no tenía la más mínima idea de qué podía ser ese “algo diferente”. Después de todos estos años en el mundo de los negocios, lo único que quería era salirme de ese ambiente. A partir de ese deseo, fue que le permití a Dios que hiciera su trabajo. El gran solucionador de problemas estaba trabajando en la solución de un problema que a mí mismo me costaba muchísimo entender. Con el tiempo, Dios daría respuesta a una pregunta que hasta la fecha no recuerdo haberle hecho.
Una tarde regresé a casa y me puse a ver la televisión. Mientras buscaba la programación mediante los controles me llamó la atención un documental acerca de un sacerdote católico llamado Tomás Merton. Aunque jamás había oído algo acerca de él, en el documental apareció una gran cantidad de personas famosas que dieron testimonio respecto a cómo este hombre había influenciado su propia vida. En sólo unos minutos tenía muy clara la idea de que Merton era brillante, chistoso, santo, único y todo eso a la vez. El documental fue algo tan interesante que me llevó a buscar y comprar su autobiografía, La montaña de los siete círculos.
Tomas Merton era una persona de contradicciones: un viajero que hizo voto de estabilidad, un escritor famoso que dijo odiar la fama, un contemplativo muy activo, una persona profundamente cristiana motivada por las espiritualidades orientales. Era cálido, generoso y paciente, pero también podía ser arrogante, terco e impaciente. Pero también era muy chistoso. En cierto punto, al inicio de su caminar como escritor, escribió a su editor diciendo: “Ya se han publicado muchísimos libros malos. ¿Por qué razón no puede publicarse mi mal libro también?”.
Luego de que terminé La montaña de los siete círculos y pensé acerca de mi futuro, sólo una cosa tenía sentido y era hacer algo de lo que Merton había hecho. Posiblemente no era entrar con los monjes trapenses, pero sí era hacer algo así. Por supuesto que había dudas y algunos inicios no tan seguros, pero, dos años después, renuncié a mi trabajo y a los 28 años ingresé a la Compañía de Jesús.
Fue así que Merton se convirtió en un compañero para mí: alguien que me ayudaría en mi camino a Dios. Y ése es uno de los modelos tradicionales de la devoción a los santos. Mientras que el modelo más común para nuestro tiempo es el de patrono –la persona a la que le pedimos favores–, en la Primera Iglesia la manera más común de ver a los santos era como compañeros, personas que nos acompañan en nuestro camino hacia Dios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario