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miércoles, 19 de enero de 2011

Vergüenza y desilusión



Ayer conocimos que la Santa Sede, a través de su Nuncio en Irlanda, ordenó en 1997 a los obispos del país que no informasen a la Policía sobre los casos de abusos sexuales a menores cometidos por sacerdotes del país. El nuncio señalaba que la ley canónica, que exige que las acusaciones de abusos y el castigo se maneje dentro de la jerarquía eclesiástica, "debe ser meticulosamente seguida", según la carta (en la imagen), entregada por un obispo a una cadena de televisión irlandesa.
Storero advertía en la misiva que si los obispos seguían estas directrices y se imponían fuera de la ley canónica, las autoridades diocesanas podrían verse en una posición "altamente embarazosa y perjudicial" en el caso de que se planteasen recursos ante la Santa Sede.
"Dado que las políticas de abusos sexuales en el mundo anglosajón muestran muchas o las mismas características y procedimeintos, la Congregación está embarcada en un estudio global de ellos. En el momento apropiado, con la colaboración de las Conferencias Episcopales afectadas y en diálogo con ellas, la Congregación no será negligente en el establecimiento de directivas concretas con respecto a seas políticas", prosigue.
El caso admite pocas palabras. Vergüenza, horror y desilusión son algunas de ellas. No estamos hablando de reacciones cometidas hace décadas, sino de complicidad con el crimen, de decisiones tomadas hace 13 años, de una actuación escandalosa por parte de la Santa Sede. Hechos como estos hacen que nos replanteemos la identidad de una institución que, durante demasiado tiempo, ha estado podrida por dentro. Benedicto XVI está decidido a acabar con esta lacra. Algo que, por lo visto, no terminó de hacer el futuro beato Juan Pablo II.

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