Por Pedro Miguel Lamet sj
Recuerdo lo que nos impresionaba de niños la imposición de la ceniza. Nos mirábamos el inicio del pelo a ver qué quedaba de lo que nos dejó el sacerdote con aquel “eres polvo y en polvo te convertirás”. ¿Por qué esas sensaciones un poco tremendistas sobrenadan en nuestros recuerdos sobre otras más alegres en lo que a la Iglesia se refiere?
Sin embargo quizás por la sensibilidad poética yo me encuentro entre los que piensan mucho en la muerte y en la fugacidad del tiempo. En este sentido la ceniza tiene un lado auténtico. La vida se va en un suspiro, y eso nos debe ayudar a contemplar su esencia. Pero es falso que seamos polvo. Si acaso, como decía Quevedo, “somos polvo, más polvo enamorado”. Desde el creador sopló sobre él adquirimos la capacidad de amar y odiar, de saltar sobre el espacio y el tiempo, de cambiar. En ese sentido la otra fórmula para imponer la ceniza utilizable después del Vaticano II, “convertíos y creed en el Evangelio”, me parece más positiva.
Cuando en el siglo IV, se fijó la duración de la Cuaresma en 40 días, ésta comenzaba 6 semanas antes de la Pascua (Para calcular la fecha de la Pascua se usaba el Computus), en domingo, el llamado domingo de “cuadragésima“. Pero en los siglos VI-VII cobró gran importancia el ayuno como práctica cuaresmal. Y aquí surgió un inconveniente: desde los orígenes nunca se ayunó en día domingo por ser “día de fiesta”, la celebración del día del Señor. Entonces, corrieron el comienzo de la Cuaresma al miércoles previo al primer domingo. Esto sucedía después del Carnaval, que procede de la necesidad de consumir toda la carne existente, porque no existían procedimientos de conservación, antes de que llegara el periodo de ayuno y abstinencia, lo cual desembocó en fiestas de todo género, como para aprovecharse del último tramo donde estaban permitidas.
Esto supuesto no es malo en la vida vivir algún periodo de contención y ayuno incluso desde el punto de vista higiénico. Pero se me antoja que lo importante de la Cuaresma es repensar la vida. Preguntarme dónde estoy, hacia dónde voy y sobre todo qué soy. No soy polvo. Soy es cierto limitación, contingencia que recuerda, el barro, la tierra de la que estoy hecho. Pero ni soy polvo ni en polvo me convertiré. Soy p’olvo enamorado. Mis miradas, mis lágrimas, mis paseos junto al mar, mis lecturas debajo de un árbol, mis besos y mis penas, mis horas de estudio y mis momentos de angustia, mi poquedad y mi grandeza están traspasadas de luz desde que Él me miró. La llamada muerte no es protagonista. Es el grano bajo la tierra que se hace espiga, el agua que vuela en forma de nube, la flor que sazona en fruto.
Desde entonces ni la ceniza es triste.
Sin embargo quizás por la sensibilidad poética yo me encuentro entre los que piensan mucho en la muerte y en la fugacidad del tiempo. En este sentido la ceniza tiene un lado auténtico. La vida se va en un suspiro, y eso nos debe ayudar a contemplar su esencia. Pero es falso que seamos polvo. Si acaso, como decía Quevedo, “somos polvo, más polvo enamorado”. Desde el creador sopló sobre él adquirimos la capacidad de amar y odiar, de saltar sobre el espacio y el tiempo, de cambiar. En ese sentido la otra fórmula para imponer la ceniza utilizable después del Vaticano II, “convertíos y creed en el Evangelio”, me parece más positiva.
Cuando en el siglo IV, se fijó la duración de la Cuaresma en 40 días, ésta comenzaba 6 semanas antes de la Pascua (Para calcular la fecha de la Pascua se usaba el Computus), en domingo, el llamado domingo de “cuadragésima“. Pero en los siglos VI-VII cobró gran importancia el ayuno como práctica cuaresmal. Y aquí surgió un inconveniente: desde los orígenes nunca se ayunó en día domingo por ser “día de fiesta”, la celebración del día del Señor. Entonces, corrieron el comienzo de la Cuaresma al miércoles previo al primer domingo. Esto sucedía después del Carnaval, que procede de la necesidad de consumir toda la carne existente, porque no existían procedimientos de conservación, antes de que llegara el periodo de ayuno y abstinencia, lo cual desembocó en fiestas de todo género, como para aprovecharse del último tramo donde estaban permitidas.
Esto supuesto no es malo en la vida vivir algún periodo de contención y ayuno incluso desde el punto de vista higiénico. Pero se me antoja que lo importante de la Cuaresma es repensar la vida. Preguntarme dónde estoy, hacia dónde voy y sobre todo qué soy. No soy polvo. Soy es cierto limitación, contingencia que recuerda, el barro, la tierra de la que estoy hecho. Pero ni soy polvo ni en polvo me convertiré. Soy p’olvo enamorado. Mis miradas, mis lágrimas, mis paseos junto al mar, mis lecturas debajo de un árbol, mis besos y mis penas, mis horas de estudio y mis momentos de angustia, mi poquedad y mi grandeza están traspasadas de luz desde que Él me miró. La llamada muerte no es protagonista. Es el grano bajo la tierra que se hace espiga, el agua que vuela en forma de nube, la flor que sazona en fruto.
Desde entonces ni la ceniza es triste.
AMOR CONSTANTE MÁS ALLÁ DE LA MUERTE
Cerrar podrá mis ojos la postrera
Sombra que me llevare el blanco día,
Y podrá desatar esta alma mía
Hora, a su afán ansioso lisonjera;
Mas no de esotra parte en la ribera
Dejará la memoria, en donde ardía:
Nadar sabe mi llama el agua fría,
Y perder el respeto a ley severa.
Alma, a quien todo un Dios prisión ha sido,
Venas, que humor a tanto fuego han dado,
Médulas, que han gloriosamente ardido,
Su cuerpo dejará, no su cuidado;
Serán ceniza, mas tendrá sentido;
Polvo serán, mas polvo enamorado.
Cerrar podrá mis ojos la postrera
Sombra que me llevare el blanco día,
Y podrá desatar esta alma mía
Hora, a su afán ansioso lisonjera;
Mas no de esotra parte en la ribera
Dejará la memoria, en donde ardía:
Nadar sabe mi llama el agua fría,
Y perder el respeto a ley severa.
Alma, a quien todo un Dios prisión ha sido,
Venas, que humor a tanto fuego han dado,
Médulas, que han gloriosamente ardido,
Su cuerpo dejará, no su cuidado;
Serán ceniza, mas tendrá sentido;
Polvo serán, mas polvo enamorado.
Francisco de Quevedo y Villegas
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