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sábado, 30 de abril de 2011

CREER Y VER


II Domingo de Pascua (Jn 20,19-31) - Ciclo A

Si en el cuarto evangelio, todos los personajes que aparecen son representativos, Tomás es símbolo de aquellos discípulos que tenían (tienen) dificultades o se resistían (resisten) a creer en la resurrección de Jesús. Pensando en ellos, el autor del evangelio ha construido una catequesis, que gira en torno a dos cuestiones centrales: la afirmación de fe de Tomás y la bienaventuranza que pone en boca de Jesús.

Empecemos por el final: “Dichosos los que creen sin haber visto”. En el cuarto evangelio, el tema de “creer” –que aparece unido a “nacer de nuevo”- presenta una especial relevancia y remite a algo paradójico: No se trata de “ver” para poder “creer”, sino justo al revés: sólo cuando se “cree”, se “ve”.

Aunque de entrada pueda sonar extraña, en realidad esa paradoja responde ajustadamente a lo que es la condición humana. Si sabemos que “creer” significa “confiar”, caeremos en la cuenta de que el niño, antes de “saber”, confía… Y sobre esa confianza se empieza a construir su personalidad.

¿Qué significa, pues, “creer” o “confiar”? Aquí está la clave de toda esta cuestión. Se trata de acceder a un estadio de conciencia donde la confianza resplandece, porque descubres que, en ese nivel, todo está bien. Acalla la mente y su vagabundeo errático, silencia el ego y su cúmulo de deseos, y emergerá la Quietud, el estado de Presencia, caracterizado por la Confianza y la Certeza: es justo ahí cuando empiezas a “ver” o a comprender.

Esa es precisamente la bienaventuranza: se proclama felices o dichosos a quienes, trascendiendo la mente y el yo, experimentan la confianza radical, en ese estado que permite “ver”.

De este modo, parece que el autor del evangelio buscaba motivar a los cristianos de la segunda generación para que acogieran la fe en la resurrección y, de ese modo, llegaran a la profesión de fe cristiana: “Señor mío y Dios mío”. Porque es ahí –viene a decir- donde se juega la fe, no en el hecho de haber tocado o no las llagas del resucitado.

Lo que se percibe y vive en ese nivel –trascendida la mente y el yo- es Paz y Perdón. Ahí se ha dejado el reino del ego y se es introducido en el reino del Espíritu. No es extraño que sean precisamente ésas las palabras del resucitado.

Por lo demás, el resto del relato no parece ser sino una escenificación que pretendía mostrar el objetivo enunciado.

Se sitúan las apariciones, tanto la primera como la segunda, en domingo –“el día del Señor”- y en el contexto de la celebración de la Eucaristía. Con lo que el autor transmite también otro mensaje: la eucaristía –o “fracción del pan”, o “cena del Señor”- es el “lugar” idóneo para experimentar al resucitado; y quien no participa de ella, pierde la posibilidad de verlo. Pero no por un motivo mágico –como si de un premio se tratara-, sino porque la eucaristía es la celebración de la Unidad de todo.

Se menciona de un modo expreso el miedo de los discípulos. Si tenemos en cuenta que este evangelio no se escribe antes del año 100, no sabemos si esa mención obedece a un recuerdo histórico –en el contexto de alguna persecución de que fueran objeto los discípulos de Jesús por parte de los judíos-, o quiere mostrar sencillamente el estado de ánimo del grupo antes del “encuentro” con el resucitado, o incluso si sólo es un pretexto para decir que las puertas estaban “cerradas” y, aun a pesar de ello, Jesús se hace presente.

El mensaje puesto en boca del resucitado es siempre un mensaje de Paz. De hecho, lo había sido a lo largo de toda la vida del Maestro, a pesar de haber vivido en un conflicto casi permanente. En medio del conflicto, Jesús fue paz.

La paz es hermana de la confianza. Al acallar la mente –cuando dices “¡párate!”-, aparece lo que siempre hay: Quietud (otro nombre de la paz). Y simultáneamente, Confianza que brota al apercibir que, en ese “lugar”, en el Silencio que está oculto detrás de tantos ruidos de todo tipo, todo está bien. La confianza y la paz se hermanan en una sensación de Gozo sereno y desapropiado, que no está reñido con que, a nivel superficial, aparezcan alegrías o tristezas efímeras.

Quien experimenta esto, se siente “enviado”, tal como señala el mismo texto. No a hacer proselitismo ni porque se crea en posesión de la verdad. Es algo mucho más hondo, gratuito y desapropiado. Sentirse “enviado” es, sencillamente, reconocerse como “cauce” a través del cual la Vida se expresa. Por eso mismo, no hay apropiación ni expectativas; se deja que la Vida sea. Por eso, en este sentido en el que lo estamos planteando, únicamente puede sentirse “enviado” quien ha dejado de identificarse con su yo, se ha desprendido del ego. El yo no puede nunca vivir como “enviado”, aunque lo proclame, porque su característica es vivir egocentrado, justo lo opuesto a ser cauce.

Tanto la paz como el envío y el perdón, que se nombrará más adelante, nacen –es otra forma de decirlo- de experimentarse llenos del Espíritu. En el Silencio de la mente, en la Quietud de la Presencia, en la desapropiación del yo, lo que queda es Espíritu… Y eso que queda es, justamente, nuestra identidad más profunda.

Pierre Teilhard de Chardin decía que “no somos seres humanos que vivimos una aventura espiritual, sino seres espirituales viviendo una aventura humana”. Mientras estamos identificados con el yo, convencidos de que eso es nuestra identidad última, si somos personas religiosas, vemos el Espíritu como alguien “exterior” o, al menos, separado, de quien vendría la fuerza a nuestro pequeño yo.

Al despertar, todo se modifica. Venimos a descubrir que somos el Espíritu, que se está expresando en una forma concreta, la de cada yo particular. En lo concreto, no se trata, por tanto, de acudir al Espíritu para que venga en auxilio de mi pequeño yo, sino de no olvidar nunca más que “soy” el Espíritu viviéndose en una particular forma humana.

He entrecomillado la palabra “soy”, porque el sujeto de la misma no es mi pequeño yo -¡eso sí que sería el colmo de la inflación egoica!-, sino el mismo Espíritu que habla a través de esta forma.

Es precisamente en este cambio en la percepción de nuestra identidad donde se juega el “salto” que parece anunciarse en la humanidad. Un salto decisivo que habrá de llevarnos de vivir egocentrados –girando únicamente en torno a nuestros pequeños intereses, sean individuales o colectivos- a experimentarnos como una única Identidad compartida en la que, en cada ser, nos reconocemos a nosotros mismos. Esto no es otra cosa que la vivencia de la No-dualidad: las diferencias están, pero dentro de una no-separación o Unidad radical.

Es también a partir de ahí como se modifica tanto la percepción como el comportamiento. ¿Cómo me dirigiré al otro, a quien reconozco como el Espíritu, el mismo Espíritu que “yo” soy en mi identidad más profunda? ¿Cómo actuaré con alguien que, detrás de su forma particular, “soy” yo mismo, detrás también de mi particular forma? Únicamente desde aquí es posible vivir el perdón, el no-juicio, la compasión y el amor servicial. Ahí “vemos” al resucitado, como espejo de lo que somos y siempre hemos sido y nunca dejaremos de ser.

Una poesía de Eugenia Domínguez apunta e invita a que salgamos de la ignorancia que supone reducirnos a la mente y tengamos el coraje de permanecer, sencillamente, en el Yo Soy. Di “Yo soy”, no añadas nada más… y permanece ahí, hasta que la luz se manifieste.


Enrique Martínez Lozano
www.enriquemartinezlozano.com


PAUSA

Tardé tanto en convencerme
de que correr y morir son lo mismo…
Alguna tregua breve,
y vuelta a la tortura de la noria,
donde luces y sombras se suceden
y se mezclan aturdidas.

Tardé siglos en darme cuenta
de mi prolongada, absurda muerte
y un instante solo en detenerme,
el instante preciso para ver
que vivo y reconocer
mi peso, mi paso, mi volumen,
el misterio que alienta
en mi cuerpo y lo trasciende
difuminando sus bordes,
uniendo mi vida a la Vida.

Un instante solo en detenerme,
reconocer que Soy
y Ser.


(Eugenia DOMÍNGUEZ, Vocación de diamante,
Torremozas, Madrid 2005, p.42).

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