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miércoles, 4 de mayo de 2011

III Domingo de Pascua (Lc 24,13-35) - Ciclo A: QUÉDATE CON NOSOTROS



El gozar de libertad nos hace descubrir nuestra dignidad, el considerarnos iguales nos permite sentirnos hermanos; la práctica del amor nos va acercando a la felicidad; la presencia de Jesús llena de sentido nuestras vidas. Pero a veces el miedo vence a la libertad, el orgullo a la igualdad y el egoísmo al amor. Y cualquiera de ellos -miedo, orgullo, egoísmo- nos impide reconocer a Jesús cuando está cerca. Pero Jesús se ha quedado con nosotros para, si nos dejamos, abrirnos los ojos al partir el pan.


TORPES Y LENTOS PARA CREER

Tuvieron a Jesús consigo durante tres años, más o menos; lo vieron realizar todo tipo de señales; se pusieron de su parte en todos los conflictos que lo enfrentaron a los poderosos de su tiempo; pudieron apreciar la inmensidad de su amor en su entrega a la cruz. Pero cuando se trataba de romper con su vieja mentalidad... -sobre todo cuando tenían que tragarse su orgullo de pueblo-, entonces no había manera: ellos eran los mejores (su pueblo había sido elegido nada más y nada me­nos que por Dios), y sus ideas no se las quitaba nadie de la cabeza: siempre había sido así; así pensaron nuestros padres y nuestros abuelos...

Y lo peor de todo es que, pensando así, no les había ido demasiado bien: la historia del pueblo de Israel, si excluimos los reinados de David y Salomón, en los que alcanza un cierto esplendor, es la historia de las distintas invasiones que sufre aquel pequeño pueblo. Pero el orgullo les podía, y por eso no podían aceptar que el enviado de Dios hubiera sido vencido por los jefes religiosos y entregado en manos de los invasores paganos para que fuera ejecutado. ¡Si precisamente él era el que tenía que ponerse a la cabeza de su pueblo y expulsar a los invasores! ¡ Si precisamente él era el que tenía que someter a juicio a los corruptos jefes religiosos del pueblo!


COSAS DE MUJERES

«Aquel mismo día, dos de ellos iban camino de una aldea llamada Emaús, y conversaban de todo lo que había sucedido. Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos, pero algo en sus ojos les impedía reconocerlo»,


Cierto que aquel Jesús se había mostrado como «un pro­feta poderoso en obras y palabras ante Dios y ante todo el pue­blo», pero eso no era bastante para ellos. Ellos habían puesto en él su esperanza de pueblo oprimido por un invasor extran­jero; pero la muerte truncó la esperanza de que él fuera «el liberador de Israel» Es verdad que su muerte había sido la de un verdadero héroe, pero ¿ a quién iba a liberar ya el que debía estar pudriéndose en el sepulcro? Sí, es cierto que algunas mu­jeres del grupo les habían dado un susto diciéndoles que ha­bían visto unos ángeles que les dijeron que Jesús estaba vivo, pero... ¡eran cosas de mujeres, que tienen la imaginación demasiado calenturienta!

Por eso, aunque Jesús estaba caminando y conversando con ellos, «estaban cegados y no podían reconocerlo».


AL PARTIR EL PAN

Fue necesario que Jesús les volviera a explicar de nuevo que el modo de obrar de Dios no tiene por qué coincidir con el modo de actuar de los hombres, que no es Dios el que se debe acomodar a nuestro modo de ver las cosas, sino que so­mos nosotros los que debemos adoptar el punto de vista de Dios; fue necesario que les volviera a mostrar la fuerza libe­radora del amor, la capacidad liberadora de una entrega que él volvió a repetir para ellos «al partir el pan». Entonces lo reconocieron porque, al partir el pan (así se llamaba a la cele­bración de la eucaristía en los primeros siglos del cristianis­mo), ellos se identificaban totalmente con él, hasta el punto de estar ahora dispuestos a correr su misma suerte. Habían des­cubierto la fuerza del amor, que garantiza que dar la propia vida no supone perderla, sino comunicarla; entonces consi­guieron comprender la calidad del que era no sólo el liberador de Israel, sino el liberador de todo hombre y de todos los pue­blos que quisieran acogerse a su liberación; y al compartir su pan se dejaron llenar por la fuerza de su vida, de su amor y de su entrega, y se identificaron con él tomando la decisión de seguirlo hasta donde hiciera falta, hasta la muerte si era ne­cesario.

Fue entonces cuando «se les abrieron los ojos y lo recono­cieron»; y a partir de entonces se dedicaron a dar testimonio de la resurrección de Jesús y de cómo ellos lo habían recono­cido: «Ellos contaron lo que les había ocurrido en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan».

Hermosa historia, ¿verdad? Pues cada vez que nos reuni­mos a compartir la palabra y el pan, podemos conseguir que se realice de nuevo.

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