¿No ardía nuestro corazón...
Los relatos pascuales nos hablan sin excepción de la alegría irreprimible que inunda el corazón de los creyentes al encontrarse con el resucitado.
Los discípulos de Emaús en «el viaje de vuelta de la desesperanza» sienten que su corazón arde y se ilumina con la presencia y compañía del Señor.
¿Dónde está hoy esa alegría pascual? ¿Qué ha sido de ella en esta Iglesia, a veces tan cansada y temerosa, como sociedad que hubiera dado ya lo mejor de sí misma y, exhausta de fuerzas, tratara de buscar apoyos diversos fuera de Aquel que la puede llenar de vigor y alegría nueva?
¿Dónde está la alegría pascual en esa Iglesia, con frecuencia, tan seria, tan poco dada a la sonrisa, con tan poco humor para reconocer sus propios errores y limitaciones, tan ocupada en girar una y otra vez en torno a sus propios problemas, buscando su propia defensa más que la de la humanidad entera?
¿Dónde está el gozo pascual en esos cristianos que siguen «practicando la religión» tristes y aburridos, sin haber descubierto con emoción lo que es celebrar la vida cristiana?
Se diría que los cristianos no somos capaces de vivir la alegría cristiana , y a la larga, ni siquiera de aparentarla.
Porque esta alegría que se respira junto al resucitado no es el optimismo ingenuo de quien no tiene problemas. No es tampoco la satisfacción que produce el haber saciado nuestros deseos o el placer que se obtiene del confort, la comodidad y la posesión.
Esta alegría es fruto de una presencia del Señor en el fondo del alma y en medio de la vida. Una presencia que llena de paz, disipa el temor, dilata nuestras fuerzas, nos hace aceptar con serenidad nuestras limitaciones, nos hace vivir ante la presencia del Dios de la vida. Esta alegría no se da sin amor y oración. Es alegría que se experimenta como «nuevo comienzo» y resurrección. Es fruto del encuentro sincero y agradecido con el Señor que pide calladamente albergue y acogida. J. M. Velasco llega a decir que «tan central es esta experiencia para la vida cristiana que puede decirse sin exageración que ser cristiano es haber hecho esta experiencia y desgranarla en vivencias, actitudes, palabras y acciones a lo largo de la vida».
Esta alegría no se vive de espaldas al sufrimiento del mundo. Al contrario, sólo es posible cuando uno ha percibido que este mundo de muerte, tan triste, maltrecho y sombrío, es aceptado con amor y ternura infinitas por ese Dios que ha resucitado a Jesús de la muerte. ¿No ha de ser hoy una de las tareas más importantes de la Iglesia redescubrir esta alegría en su propio corazón que es Cristo resucitado e irradiarla y difundirla en la sociedad?
Los relatos pascuales nos hablan sin excepción de la alegría irreprimible que inunda el corazón de los creyentes al encontrarse con el resucitado.
Los discípulos de Emaús en «el viaje de vuelta de la desesperanza» sienten que su corazón arde y se ilumina con la presencia y compañía del Señor.
¿Dónde está hoy esa alegría pascual? ¿Qué ha sido de ella en esta Iglesia, a veces tan cansada y temerosa, como sociedad que hubiera dado ya lo mejor de sí misma y, exhausta de fuerzas, tratara de buscar apoyos diversos fuera de Aquel que la puede llenar de vigor y alegría nueva?
¿Dónde está la alegría pascual en esa Iglesia, con frecuencia, tan seria, tan poco dada a la sonrisa, con tan poco humor para reconocer sus propios errores y limitaciones, tan ocupada en girar una y otra vez en torno a sus propios problemas, buscando su propia defensa más que la de la humanidad entera?
¿Dónde está el gozo pascual en esos cristianos que siguen «practicando la religión» tristes y aburridos, sin haber descubierto con emoción lo que es celebrar la vida cristiana?
Se diría que los cristianos no somos capaces de vivir la alegría cristiana , y a la larga, ni siquiera de aparentarla.
Porque esta alegría que se respira junto al resucitado no es el optimismo ingenuo de quien no tiene problemas. No es tampoco la satisfacción que produce el haber saciado nuestros deseos o el placer que se obtiene del confort, la comodidad y la posesión.
Esta alegría es fruto de una presencia del Señor en el fondo del alma y en medio de la vida. Una presencia que llena de paz, disipa el temor, dilata nuestras fuerzas, nos hace aceptar con serenidad nuestras limitaciones, nos hace vivir ante la presencia del Dios de la vida. Esta alegría no se da sin amor y oración. Es alegría que se experimenta como «nuevo comienzo» y resurrección. Es fruto del encuentro sincero y agradecido con el Señor que pide calladamente albergue y acogida. J. M. Velasco llega a decir que «tan central es esta experiencia para la vida cristiana que puede decirse sin exageración que ser cristiano es haber hecho esta experiencia y desgranarla en vivencias, actitudes, palabras y acciones a lo largo de la vida».
Esta alegría no se vive de espaldas al sufrimiento del mundo. Al contrario, sólo es posible cuando uno ha percibido que este mundo de muerte, tan triste, maltrecho y sombrío, es aceptado con amor y ternura infinitas por ese Dios que ha resucitado a Jesús de la muerte. ¿No ha de ser hoy una de las tareas más importantes de la Iglesia redescubrir esta alegría en su propio corazón que es Cristo resucitado e irradiarla y difundirla en la sociedad?
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