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martes, 10 de mayo de 2011

Los santos son humanos; si no, no serían santos


Po Josep Rovira, cmf

El día uno de este mes de Mayo el Papa Benedicto XVI proclamó Beato a Juan Pablo II (+ 2005). El tres de Junio del año 2000 Juan Pablo II había proclamado Beato a Juan XXIII (+ 1963). Dos Beatos, dos Papas recientes, de los cuales hemos conocido su santidad y humanidad, incluso su sentido del humor. Con lo cual nos han demostrado que santidad y humanidad son inseparables. Quisiera recordar algunos de los innumerables gestos humanos de esos dos Papas.
Sucedió durante la primera guerra mundial. Don Angel Roncalli (futuro Juan XXIII) fue un cierto tiempo asistente espiritual en un hospital militar. Una vez dió una conferencia a un grupo de religiosas, agotadas por el trabajo. Mientras él hablaba, dichas religiosas se fueron durmiendo una detrás de otra. Roncalli, comprendiendo su situación, continuó dando su charla, pero con voz cada vez más baja, hablando más lentamente y con un tono uniforme, hasta que se durmió la última...
El año 1936, el entonces arzobispo Roncalli fue a visitar un famoso monasterio ortodoxo del Monte Athos (Grecia). La comunidad del Monte Santo vivía en clausura rígida y contemplación, según la Regla de San Basilio. El robusto arzobispo oyó que dos monjes cuchicheaban al pasar junto a ellos: “¿Cómo será posible que este prelado romano tan gordo entre en el cielo, dado que la puerta es estrecha como el ojo de una aguja?”. Roncalli se volvió y les replicó: “El buen Dios que ha dejado que mi panza aumentara se cuidará de hacerla pasar por el ojo...”.
Por iniciativa de Roncalli, años más tarde, se estaban haciendo obras en la nunciatura de París. Un carpintero, que no lograba llevar a cabo su trabajo como quería, no hacía más que imprecar. El nuncio al principio trató de no hacer caso y cerró la puerta; pero, la cosa continuaba. Al final fue a donde estaba aquel trabajador y le sugirió: “Buen hombre, no se esfuerce tanto. ¿Por qué, en vez de blasfemar, no dice «merde» como todos los demás, y continúa trabajando...?”.
Todo el mundo conocía su sentido del humor, lo cual no le impedía dar cordialmente una lección y poner remedio a una situación difícil. En un banquete, al nuncio le tocó sentarse junto a una señora muy elegante y con un grande escote en el vestido. Todos miraban de reojo al nuncio para ver cómo se las apañaría, esperando tarde o temprano su reacción. Cuando sirvieron el segundo plato, la situación se había hecho tensa. Roncalli con grande serenidad exclamó: “No entiendo por qué todos los convidados me miran a mí, un pobre y viejo pecador, mientras que mi vecina es mucho más joven y atrayente...”.
En una de sus primeras audiencias públicas como Papa, al pasar por el corredor central de la basílica de San Pedro, oyó que una religiosa joven decía: “¡Madre mía..., qué gordo es!”. Sin descomponerse mínimamente, Juan XXIII se volvió y le dijo: “Hermana, el cónclave no era un desfile de modelos...”.
Otra vez visitó el hospital romano llamado “Santo Espíritu”, regido por religiosas. La superiora, emocionada, se dirigió a él diciendo: “Santo Padre, soy la superiora del Santo Espíritu”. Al Papa le faltó tiempo para responderle: “¡Qué suerte! Yo soy solamente el vicario de Cristo...”.
Juan XXIII iba de buena gana a pasear por los jardines vaticanos. A diferencia de sus predecesores, lo hacía con espontaneidad y sin atenerse a las normas. Se dió cuenta de que en estas ocasiones los guardias impedían a los visitantes que subieran a la cúpula de San Pedro. “¿Por qué no pueden subir?”, preguntó a uno de ellos. “Porque podrían verle a Vuestra Santidad”, le respondió. El Papa se paró un momento a pensar, y luego dijo: “No se preocupe. Le prometo que no haré nada escandaloso...”.
En Junio de 1978, el cardenal Karol Wojtyla fue a Milán para participar en un congreso con motivo de los diez años de la encíclica “Humanae Vitae”. Se hospedaba en una comunidad religiosa. Un día, durante la cena, mientras la conversación era todavía muy animada de improviso se levantó, rezó una breve oración y se fue diciendo a los demás que continuaran tranquilamente. Hubo un momento de desconcierto. Habiéndolo notado, el cardenal volvió a abrir la puerta del refectorio y se excusó diciendo que algunos amigos polacos residentes en la ciudad habían organizado un encuentro para ver por televisión un partido de fútbol en el que jugaba el equipo de su país. Los presentes reaccionaron con un aplauso. Ya Papa, cuando había un partido importante y las circunstancias se lo permitían, le gustaba verlo por televisión junto con su secretario.
A lo largo de todo su pontificado, Juan Pablo II tuvo siempre en cuenta las necesidades terrenas de los fieles. El día después de su elección, rezó el primer “Angelus” desde la ventana de su habitación ante una gran muchedumbre reunida en la plaza de San Pedro. Sacó unos papeles, y dió la impresión de que iba para largo. La gente se dispuso a escuchar, creyendo que a lo mejor el nuevo Papa iba a anunciar entonces algunos puntos programáticos de su pontificado. En cambio, después de un cuarto de hora, el Papa les despidió diciendo: “Creo que es ya la hora de la comida..., para vosotros y también para el Papa...”.
Ya sabemos que Juan Pablo II era muy deportista. Cuando le eligieron Papa no quiso renunciar del todo a sus dos deportes preferidos: esquiar y nadar. Estaba convencido de que, si no procuraba mantenerse en forma haciendo deporte, su salud no iba a aguantar la fatiga del nuevo cargo. Para ello mandó construir una piscina en la residencia veraniega de Castel Gandolfo que usaba de buena gana cuando iba por allá. En una ocasión, algunos periodistas le preguntaron por el coste de la construcción, a lo que él les respondió: “Ciertamente esta piscina es mucho más barata que un nuevo cónclave...”.
Este espíritu deportista del Papa Wojtyla ponía a veces de mal humor a los dignitarios vaticanos, acostumbrados a un rígido protocolo. Esto sucedía, por ejemplo, porque para subir las escaleras se levantaba (de manera “muy poco papal”) la sotana blanca y subía los peldaños de dos en dos o de tres en tres. Una vez que un cardenal más bien robusto le preguntó si no le parecía que aquel modo de proceder era contrario al aplomo papal, el Papa le respondió sonriendo: “Yo tengo que hacer un poco de movimiento y..., por lo que parece, Usted también”.
Monseñor Pedro Marini, que durante el pontificado de Juan Pablo II estuvo a su lado en las celebraciones litúrgicas, cuenta cómo este Papa lograba serenar con una sonrisa las dificultades. Recordaba que en una nunciatura, durante un viaje pastoral de los últimos años, pasó delante del espejo, se paró y levantó el bastón que usaba amenazándose a si mismo y sonriendo: “¡A ver si tratas de caminar más derecho...!”.
Los santos son humanos; si no fueran humanos, no llegarían a ser santos... Por eso el Espíritu Santo nos ha regalado, entre otros, dos Papas profundamente humanos y santos. ¡Aleluya!
http://youtu.be/kxC0_TKv3ag

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