1. Y subió al cielo
Jesús ha acabado la misión encomendada. Como en la cruz, nos repite: “Todo está cumplido”. El Padre del cielo puede estar contento. Ha citado a los suyos en Galilea, antes de subir el cielo.
Hoy es el Día de la Ascensión del Señor. En el fondo, Resurrección, Ascensión y Pentecostés son el mismo misterio. Ascender evoca la cosmología de la época, la cosmología de las esferas. La bóveda del cielo, con su luz y su inmensidad, es una imagen expresiva de la morada de Dios. Los cristianos sabemos que no se trata de cambiar de lugar. Es el cambio de un modo de existencia. Jesús acaba su vida terrestre, y vuelve al Padre. Es la fe que profesamos cada domingo: “Subió al cielo y está sentado a la derecha del Padre”. Estar junto al Padre es estar en el amor del Padre.
Desde aquel día, los seguidores de Jesús conocemos nuestra meta final: estar donde está Jesús. Los hombres, también hoy, tenemos nostalgia de cielo. “Soy un poquito de tierra que tiene afanes de cielo” (Pemán).
2. Palabra
La Ascensión completa el círculo de la vida de Jesús. (Como en algunas películas, el final ilumina toda la historia anterior). Son las últimas palabras de Jesús, el mensaje definitivo. La cosa sucede en Galilea, no en Jerusalén. Dios se hace presente en el espacio de cada día, no en el templo; no en un lugar, sino en la persona de Jesús resucitado. No se nos dice su nombre, pero es un monte. Cristo nos descubre su persona en el monte Tabor; su mensaje, en el monte de las Bienaventuranzas y su misión, en el monte de Galilea.
Jesús se despide de sus apóstoles y les recuerda la síntesis del su Evangelio. Hay una afirmación: él es el Señor, con pleno poder en el cielo y en la tierra; claro que es el poder del siervo humillado y doliente. Viene luego el mandato: id y haced discípulos. Y acaba con una promesa: yo estoy con vosotros. Comenzó su vida como Enmanuel-Dios con nosotros y la acaba prometiendo quedarse con nosotros; acentuando con firmeza: todos los días y hasta el fin del mundo. No puede ser más contundente.
Y los discípulos quedan marcados. Al llegar a Galilea y ver a Jesús, nadan entre la duda y el gozo, entre la vacilación y la adoración. Seguían siendo muy humanos. Como tantos hombres y mujeres de hoy: con tantas ganas de Dios, y tan metidos en la incertidumbre y los porqués. Con todo, los apóstoles pasan del Maestro escuchado al Señor adorado; todo era muy nuevo, tras la resurrección. Por eso, Jesús les mandó: “Seréis mis testigos”. Es que en ellos seguían, sí, muchas dudas, pero les acompañaba una garantía segura: “Estoy con vosotros”.
3. Vida
Las Ascensión del Señor nos colma de esperanza. Si Cristo, que es la cabeza, entra en el cielo, ¿qué otra cosa podemos esperar los que somos miembros de su cuerpo? Jesús nos abre camino para el cielo. Lo decimos de los nuestros que se nos van: “Se fue a la casa del Padre”. Por la muerte, volvemos al polvo, pero polvo “enamorado, según Quevedo. “Al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo” canta la liturgia. Con audacia y realismo nos preguntamos: ¿Pero nos lo creemos? Pues que se note que nos encandilan más los bienes de arriba que las humanas vanidades de riquezas, de deleites, de poderío.
Las palabras de Jesús son terminantes: Id por el mundo, haced discípulos míos, sed mis testigos. Porque aspiramos al cielo nos comprometemos con la tierra. La misión de la Iglesia es evangelizar (Pablo VI). No podemos quedarnos en el templo repitiendo rutinariamente las mismas cosas. Jesús nos manda, más que a explicar doctrinas, a hacer discípulos que sean como él: buenos, sencillos, servidores, prontos a dar la vida por otros, incluso por los enemigos. Cierto que, muchas veces, nos puede la flaqueza. Pero contamos con una gracia: la presencia indefectible de Jesús. ”Mientras él está allí, sigue estando con nosotros. Mientras nosotros estamos aquí, podemos estar allí con él” (S. Agustín). No lleva razón Fray Luis: “Cuán pobres, ay, nos dejas”. Aun conociendo nuestra debilidad, Jesús tiene confianza en nosotros, por eso nos envía.
Finalmente, por un impulso elemental de discípulos de Jesús, también nosotros queremos ascender siempre. Ascender es crecer, ir hacia arriba. Es huir de lo vulgar, de lo mediocre, de lo frívolo, para llenarnos de ideales, de sueños, de utopías. Es aspirar a la plenitud humana de la verdad, de la libertad, de la belleza. Sólo en el cielo encontraremos esta plenitud; mientras tanto, mirar al cielo, donde está Jesús, tira de nosotros hacia lo más noble, lo más humano, lo más divino.
Jesús ha acabado la misión encomendada. Como en la cruz, nos repite: “Todo está cumplido”. El Padre del cielo puede estar contento. Ha citado a los suyos en Galilea, antes de subir el cielo.
Hoy es el Día de la Ascensión del Señor. En el fondo, Resurrección, Ascensión y Pentecostés son el mismo misterio. Ascender evoca la cosmología de la época, la cosmología de las esferas. La bóveda del cielo, con su luz y su inmensidad, es una imagen expresiva de la morada de Dios. Los cristianos sabemos que no se trata de cambiar de lugar. Es el cambio de un modo de existencia. Jesús acaba su vida terrestre, y vuelve al Padre. Es la fe que profesamos cada domingo: “Subió al cielo y está sentado a la derecha del Padre”. Estar junto al Padre es estar en el amor del Padre.
Desde aquel día, los seguidores de Jesús conocemos nuestra meta final: estar donde está Jesús. Los hombres, también hoy, tenemos nostalgia de cielo. “Soy un poquito de tierra que tiene afanes de cielo” (Pemán).
2. Palabra
La Ascensión completa el círculo de la vida de Jesús. (Como en algunas películas, el final ilumina toda la historia anterior). Son las últimas palabras de Jesús, el mensaje definitivo. La cosa sucede en Galilea, no en Jerusalén. Dios se hace presente en el espacio de cada día, no en el templo; no en un lugar, sino en la persona de Jesús resucitado. No se nos dice su nombre, pero es un monte. Cristo nos descubre su persona en el monte Tabor; su mensaje, en el monte de las Bienaventuranzas y su misión, en el monte de Galilea.
Jesús se despide de sus apóstoles y les recuerda la síntesis del su Evangelio. Hay una afirmación: él es el Señor, con pleno poder en el cielo y en la tierra; claro que es el poder del siervo humillado y doliente. Viene luego el mandato: id y haced discípulos. Y acaba con una promesa: yo estoy con vosotros. Comenzó su vida como Enmanuel-Dios con nosotros y la acaba prometiendo quedarse con nosotros; acentuando con firmeza: todos los días y hasta el fin del mundo. No puede ser más contundente.
Y los discípulos quedan marcados. Al llegar a Galilea y ver a Jesús, nadan entre la duda y el gozo, entre la vacilación y la adoración. Seguían siendo muy humanos. Como tantos hombres y mujeres de hoy: con tantas ganas de Dios, y tan metidos en la incertidumbre y los porqués. Con todo, los apóstoles pasan del Maestro escuchado al Señor adorado; todo era muy nuevo, tras la resurrección. Por eso, Jesús les mandó: “Seréis mis testigos”. Es que en ellos seguían, sí, muchas dudas, pero les acompañaba una garantía segura: “Estoy con vosotros”.
3. Vida
Las Ascensión del Señor nos colma de esperanza. Si Cristo, que es la cabeza, entra en el cielo, ¿qué otra cosa podemos esperar los que somos miembros de su cuerpo? Jesús nos abre camino para el cielo. Lo decimos de los nuestros que se nos van: “Se fue a la casa del Padre”. Por la muerte, volvemos al polvo, pero polvo “enamorado, según Quevedo. “Al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo” canta la liturgia. Con audacia y realismo nos preguntamos: ¿Pero nos lo creemos? Pues que se note que nos encandilan más los bienes de arriba que las humanas vanidades de riquezas, de deleites, de poderío.
Las palabras de Jesús son terminantes: Id por el mundo, haced discípulos míos, sed mis testigos. Porque aspiramos al cielo nos comprometemos con la tierra. La misión de la Iglesia es evangelizar (Pablo VI). No podemos quedarnos en el templo repitiendo rutinariamente las mismas cosas. Jesús nos manda, más que a explicar doctrinas, a hacer discípulos que sean como él: buenos, sencillos, servidores, prontos a dar la vida por otros, incluso por los enemigos. Cierto que, muchas veces, nos puede la flaqueza. Pero contamos con una gracia: la presencia indefectible de Jesús. ”Mientras él está allí, sigue estando con nosotros. Mientras nosotros estamos aquí, podemos estar allí con él” (S. Agustín). No lleva razón Fray Luis: “Cuán pobres, ay, nos dejas”. Aun conociendo nuestra debilidad, Jesús tiene confianza en nosotros, por eso nos envía.
Finalmente, por un impulso elemental de discípulos de Jesús, también nosotros queremos ascender siempre. Ascender es crecer, ir hacia arriba. Es huir de lo vulgar, de lo mediocre, de lo frívolo, para llenarnos de ideales, de sueños, de utopías. Es aspirar a la plenitud humana de la verdad, de la libertad, de la belleza. Sólo en el cielo encontraremos esta plenitud; mientras tanto, mirar al cielo, donde está Jesús, tira de nosotros hacia lo más noble, lo más humano, lo más divino.
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