Por A. Pronzato
Una fiesta difícil
Antes las cosas parecían más claras, más sencillas, lineales. Pero llegaba el momento de la despedida, de la partida. Se apagaba incluso, si bien recuerdo, el cirio pascual. La presencia de Cristo dejaba de iluminar la tierra.
La Iglesia, en cierto sentido, se encontraba viuda de su Señor. Y nosotros, huérfanos.
La maestra, en el catecismo, ofrecía una explicación mitad patética y mitad simplista: «Jesús, después de tantas fatigas, tenía derecho a irse a descansar en el cielo, en donde también nosotros, al final de nuestra estancia en este valle de lágrimas... ».
Faltaba poco para que no hablase de pasar un periodo de «convalecencia» tomando aires en su casa, en el clima celestial que le era familiar, después de las pruebas extenuantes de la pasión y del sepulcro.
Hoy nos damos cuenta de que no resulta fácil captar el sentido de la ascensión. Se trata de una fiesta difícil.
¿Cómo es que se habla de partida, siendo así que el Cristo de Mateo asegura: «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo?».
Hojeando luego los discursos de despedida, salta a la vista aquella frase decisiva con la que Jesús nos garantiza que no volveremos a sentirnos huérfanos (Jn 14, 18). Ni siquiera se sustrae a nuestra vista: «...El mundo no me verá, pero vosotros me veréis...» (Jn 14, 19).
Nunca tanto como en la fiesta de la ascensión es preciso recuperar la dimensión del misterio.
Los mismos testigos del «hecho», más que ofrecernos una crónica detallada (condiciones atmosféricas, plan de vuelo, desplazamiento, último punto de visibilidad, último trazo capturable por nuestro radar...), intentan trasmitirnos su significado sirviéndose de unas imágenes que no hay que tomar ciertamente en su materialidad, sino como alusivas a una realidad distinta, imposible de expresar con nuestro lenguaje (aunque hubieran podido disponer de una tele-cámara, no habrían podido ofrecernos más, documentar el acontecimiento de otra manera) Su experiencia fue esencialmente una experiencia espiritual.
La única «prueba» es una certeza de fe: Jesús está vivo, está en medio de nosotros. Se vino abajo un cierto tipo de presencia. Pero han aparecido muchísimos más.
Basta con una mirada, hecha penetrante por el amor, para descubrirlo, para reconocerlo, para encontrar de nuevo sus huellas. No hay ya un rostro «único», una presencia «localizada», circunscrita en un punto concreto de esta tierra.
¿Y si la ascensión celebrase, además de la glorificación de Cristo, su señorío, su influencia universal, así como su desposorio definitivo con la tierra?
Para ello se trata de hacer el mismo descubrimiento que los apóstoles: lo mismo que Jesús no abandonó «el seno del Padre» (Jn 1, 18) cuando bajó del cielo, tampoco abandonó a los suyos cuando «volvió a subir» al cielo.
Le toca también a él
Ya. Terminado el caminar terreno de Jesús, comienza el camino de su Iglesia.
Prolongando un poco la reflexión deberíamos decir: ahora nos toca a nosotros. Ha llegado nuestra hora.
Pero las cosas no son exactamente así. De hecho, nos toca a nosotros. Pero le sigue tocando también a él. No ha pasado su «hora». ¡Ay si nos abandonase! ¡Ay si no estuviera con nosotros! («yo-estaré-con-vosotros»). ¡Ay si llegara a faltarnos la presencia de Jesús Resucitado!
¡Ay si creyésemos que podríamos solucionar las cosas nosotros solos, prescindiendo de la fuerza que nos viene exclusivamente de él y de su Espíritu: «cuando el Espíritu santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza...»!
Sí, nos ha dejado instrucciones concretas: «dio instrucciones a los apóstoles, que había escogido...».
Pero nosotros tendemos a hacer que las cosas funcionen a nuestro modo, según nuestros métodos y criterios.
Nos dijo que «hiciéramos discípulos» a todos los pueblos, o sea, que ofreciésemos a todos la posibilidad de establecer una relación con él, dejando vislumbrar, a través de nuestra experiencia, la belleza y la evidencia de la liberación que hunde sus raíces en esa relación. Nosotros, por el contrario, empezamos desfigurando un poco la traducción, interpretando un poco abusivamente: «Adoctrinad».
Y así nos volvemos maestros exigentes, a veces incluso conquistadores, dominadores, manipuladores de las conciencias, como si fuéramos un paso obligado, un punto de referencia indiscutible, una meta inexorable de todos los itinerarios.
O sea, hemos pretendido vincularlos a nosotros en vez de vincularlos a él.
Así, aquel «nos toca a nosotros», más que ser una fórmula de humilde servicio, un compromiso serio pero modesto, la asunción de una responsabilidad total y... limitada, se ha trasformado en una operación de acaparamiento, en mentalidad de privilegio, en actitud de presunción, en reivindicación de exclusividad.
Será preciso que las cosas vuelvan a su sitio.
Ponerse de rodillas para adorarlo. Y admitir finalmente: «Desde el momento en que ha llegado nuestra hora, te toca a ti».
No nos echamos atrás, desde luego. Nos ponemos a tu disposición. Intentamos repartir.
Pero entretanto hemos dejado la seguridad jactanciosa y hemos vuelto a aquella «vacilación» fundamental de los comienzos: «al verlo ellos se postraron, pero algunos vacilaban...».
Sólo querríamos que nuestro «dudar», nuestra vacilación no fueran falta de fe, sino al contrario, maduración en la fe.
Cuanto más creamos, menos nos fiaremos de nosotros y de nuestros recursos.
Creer significa también tener conciencia de nuestros límites, tomar nota de nuestra desproporción, confesar nuestros errores, proclamar nuestra falta de adecuación, reconocer que somos especialistas en bobadas, dudar de nuestras posibilidades.
Nos gustaría que él nos encontrase, esta vez, vacilantes por estar llenos de fe.
Nos gustaría que cuando declaramos en voz baja: «Ahora nos toca a nosotros», él comprendiese que queremos decir: «Ahora te sigue tocando a ti».
O sea, «nos toca a nosotros» porque sabemos que él está con nosotros.
La tierra es «asunto» suyo. Es «asunto» del cielo.
La materia humana es demasiado peligrosa y compleja para dejárnosla a «nosotros, los hombres».
Así pues, comienza nuestra aventura. Porque no ha concluido la suya.
Podemos movemos hacia los territorios sin límite que él nos ha asignado, porque él anda envuelto, comprometido hasta el fondo en la empresa, que es suya, aunque nuestra parte no es ni mucho menos despreciable.
Deberíamos decir: ¡Quédate, Señor, con nosotros, porque te has hecho invisible, mientras que nosotros nos vemos obligados a ser demasiado visibles!
Nos has hecho depositarios de los inmensos tesoros adquiridos con tu pasión-muerte-resurrección. Haz que no tengamos que sustituirlos por nuestra miserable mercancía. Haz que no acojamos tu Espíritu, para obligarle a continuación a seguir nuestros programas.
El descubrimiento de la lentitud
«Ellos lo rodearon preguntándole: Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar la soberanía de Israel? ...».
Entra enseguida la prisa, la impaciencia, la pretensión de asistir a la realización fulgurante de los sueños más audaces.
Siempre el ansia de ver los resultados, la manía por la promoción final, el instinto por el éxito inmediato.
Deberían haber dicho:
-Señor, convendría retrasar un poco el plazo fatídico. Espera un poco más. No hemos aprendido todavía bien la lección. No estamos preparados. Concédenos un poco más de tiempo, danos una prórroga. Tú eres un Maestro incomparable. Pero nosotros somos unos alumnos francamente «retrasados».
En realidad tenemos necesidad -como nos recuerda Pablo (segunda lectura)- de un conocimiento más profundo de él.
Tenemos que aprender mejor nuestra vocación, pasar por un largo aprendizaje de nuestra misión.
Tenemos que aprender sobre todo a tener paciencia, acostumbrarnos a las largas esperas, respetar las interminables germinaciones subterráneas.
El mundo no se trasforma de golpe. La realidad no cambia con la rapidez de nuestros deseos. Hemos inventado la velocidad. Ahora se trata de inventar la lentitud.
«Sin lentitud no se puede hacer nada, ni siquiera la revolución» (Sten Nadolny).
Advertir la urgencia de una tarea, sentirse devorado por una pasión, no significa quemar las etapas, improvisar, saltarse las fases extenuantes de una maduración progresiva.
Es más fácil correr que caminar, lanzarse al sprint que mantener el paso. Proceder a saltos, a ráfagas, a convulsiones, que sostener la distancia.
Es más fácil organizar una procesión, una peregrinación, que educar en la fe.
Es más fácil gritar que decir una palabra justa, verdadera, que toque los corazones.
Es más fácil impresionar, deslumbrar a un auditorio, que convencer a una persona.
Es más fácil condicionar, secuestrando quizás los sentimientos, provocando quizás el miedo o el interés, que formar en la libertad.
Es más fácil el sensacionalismo, la espectacularidad, que la vivencia cotidiana.
Es más fácil convocar reuniones de masa, debidamente aireadas por la publicidad, insertando en el programa «provocaciones» bien calculadas (que no tienen nada que ver con las paradojas evangélicas) que acompañar y sostener a cada una de las personas en su fatigoso caminar.
Es más fácil adiestrar en el consenso organizado que enseñar el uso del cerebro y de la conciencia, y no sólo de los ojos y de la boca...
Es más fácil hacer que repiquen las campanas que lograr que vibre delicadamente una cuerda secreta en las profundidades de un individuo.
Es más fácil imponerse, destacar, hacerse valer, abrirse paso a codazos, ocupar puestos clave, reivindicar posiciones de fuerza, que seguir el «camino de muerte» de la semilla (Jn 12, 24).
Es más fácil derribar las puertas que entrar pacíficamente por ellas.
Es más fácil agitarse que trabajar.
Es más fácil una fe... fácil, basada incluso en las lágrimas..., que una fe seria, basada en la resurrección.
-«Señor, ¿es ahora cuando...?».
Y él nos interrumpe inmediatamente:
-No os toca a vosotros conocer el tiempo y la fecha que el Padre ha establecido con su autoridad... Pero, sí, éste es el tiempo. Ahora, enseguida. El tiempo de los comienzos. Y luego el de la paciencia. Para vosotros no hay más que un tiempo con el que tenéis que acompasar vuestros relojes frenéticos, dotados de todas las diabluras modernas. Os lo repito una vez más: es el tiempo de los comienzos. Sólo ése.
El fast food, o comida rápida, con el tiempo puede resultar fatal para el organismo.
Con la «religión ultra rápida» no se llega nunca a «los últimos confines de la tierra». Ni siquiera se mueve uno, a pesar de los veloces y continuos desplazamientos.
Con la prisa no se obtiene la adhesión de la fe.
«Les recomendó: ...aguardad a que se cumpla la promesa del Padre. .. ».
¿Lograremos finalmente convencernos de que la ascensión inaugura el tiempo de la espera?
¿De que Cristo, antes de subir al cielo, nos ordenó ser sus testigos debidamente preparados, formados en la espera?
Antes las cosas parecían más claras, más sencillas, lineales. Pero llegaba el momento de la despedida, de la partida. Se apagaba incluso, si bien recuerdo, el cirio pascual. La presencia de Cristo dejaba de iluminar la tierra.
La Iglesia, en cierto sentido, se encontraba viuda de su Señor. Y nosotros, huérfanos.
La maestra, en el catecismo, ofrecía una explicación mitad patética y mitad simplista: «Jesús, después de tantas fatigas, tenía derecho a irse a descansar en el cielo, en donde también nosotros, al final de nuestra estancia en este valle de lágrimas... ».
Faltaba poco para que no hablase de pasar un periodo de «convalecencia» tomando aires en su casa, en el clima celestial que le era familiar, después de las pruebas extenuantes de la pasión y del sepulcro.
Hoy nos damos cuenta de que no resulta fácil captar el sentido de la ascensión. Se trata de una fiesta difícil.
¿Cómo es que se habla de partida, siendo así que el Cristo de Mateo asegura: «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo?».
Hojeando luego los discursos de despedida, salta a la vista aquella frase decisiva con la que Jesús nos garantiza que no volveremos a sentirnos huérfanos (Jn 14, 18). Ni siquiera se sustrae a nuestra vista: «...El mundo no me verá, pero vosotros me veréis...» (Jn 14, 19).
Nunca tanto como en la fiesta de la ascensión es preciso recuperar la dimensión del misterio.
Los mismos testigos del «hecho», más que ofrecernos una crónica detallada (condiciones atmosféricas, plan de vuelo, desplazamiento, último punto de visibilidad, último trazo capturable por nuestro radar...), intentan trasmitirnos su significado sirviéndose de unas imágenes que no hay que tomar ciertamente en su materialidad, sino como alusivas a una realidad distinta, imposible de expresar con nuestro lenguaje (aunque hubieran podido disponer de una tele-cámara, no habrían podido ofrecernos más, documentar el acontecimiento de otra manera) Su experiencia fue esencialmente una experiencia espiritual.
La única «prueba» es una certeza de fe: Jesús está vivo, está en medio de nosotros. Se vino abajo un cierto tipo de presencia. Pero han aparecido muchísimos más.
Basta con una mirada, hecha penetrante por el amor, para descubrirlo, para reconocerlo, para encontrar de nuevo sus huellas. No hay ya un rostro «único», una presencia «localizada», circunscrita en un punto concreto de esta tierra.
¿Y si la ascensión celebrase, además de la glorificación de Cristo, su señorío, su influencia universal, así como su desposorio definitivo con la tierra?
Para ello se trata de hacer el mismo descubrimiento que los apóstoles: lo mismo que Jesús no abandonó «el seno del Padre» (Jn 1, 18) cuando bajó del cielo, tampoco abandonó a los suyos cuando «volvió a subir» al cielo.
Le toca también a él
Ya. Terminado el caminar terreno de Jesús, comienza el camino de su Iglesia.
Prolongando un poco la reflexión deberíamos decir: ahora nos toca a nosotros. Ha llegado nuestra hora.
Pero las cosas no son exactamente así. De hecho, nos toca a nosotros. Pero le sigue tocando también a él. No ha pasado su «hora». ¡Ay si nos abandonase! ¡Ay si no estuviera con nosotros! («yo-estaré-con-vosotros»). ¡Ay si llegara a faltarnos la presencia de Jesús Resucitado!
¡Ay si creyésemos que podríamos solucionar las cosas nosotros solos, prescindiendo de la fuerza que nos viene exclusivamente de él y de su Espíritu: «cuando el Espíritu santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza...»!
Sí, nos ha dejado instrucciones concretas: «dio instrucciones a los apóstoles, que había escogido...».
Pero nosotros tendemos a hacer que las cosas funcionen a nuestro modo, según nuestros métodos y criterios.
Nos dijo que «hiciéramos discípulos» a todos los pueblos, o sea, que ofreciésemos a todos la posibilidad de establecer una relación con él, dejando vislumbrar, a través de nuestra experiencia, la belleza y la evidencia de la liberación que hunde sus raíces en esa relación. Nosotros, por el contrario, empezamos desfigurando un poco la traducción, interpretando un poco abusivamente: «Adoctrinad».
Y así nos volvemos maestros exigentes, a veces incluso conquistadores, dominadores, manipuladores de las conciencias, como si fuéramos un paso obligado, un punto de referencia indiscutible, una meta inexorable de todos los itinerarios.
O sea, hemos pretendido vincularlos a nosotros en vez de vincularlos a él.
Así, aquel «nos toca a nosotros», más que ser una fórmula de humilde servicio, un compromiso serio pero modesto, la asunción de una responsabilidad total y... limitada, se ha trasformado en una operación de acaparamiento, en mentalidad de privilegio, en actitud de presunción, en reivindicación de exclusividad.
Será preciso que las cosas vuelvan a su sitio.
Ponerse de rodillas para adorarlo. Y admitir finalmente: «Desde el momento en que ha llegado nuestra hora, te toca a ti».
No nos echamos atrás, desde luego. Nos ponemos a tu disposición. Intentamos repartir.
Pero entretanto hemos dejado la seguridad jactanciosa y hemos vuelto a aquella «vacilación» fundamental de los comienzos: «al verlo ellos se postraron, pero algunos vacilaban...».
Sólo querríamos que nuestro «dudar», nuestra vacilación no fueran falta de fe, sino al contrario, maduración en la fe.
Cuanto más creamos, menos nos fiaremos de nosotros y de nuestros recursos.
Creer significa también tener conciencia de nuestros límites, tomar nota de nuestra desproporción, confesar nuestros errores, proclamar nuestra falta de adecuación, reconocer que somos especialistas en bobadas, dudar de nuestras posibilidades.
Nos gustaría que él nos encontrase, esta vez, vacilantes por estar llenos de fe.
Nos gustaría que cuando declaramos en voz baja: «Ahora nos toca a nosotros», él comprendiese que queremos decir: «Ahora te sigue tocando a ti».
O sea, «nos toca a nosotros» porque sabemos que él está con nosotros.
La tierra es «asunto» suyo. Es «asunto» del cielo.
La materia humana es demasiado peligrosa y compleja para dejárnosla a «nosotros, los hombres».
Así pues, comienza nuestra aventura. Porque no ha concluido la suya.
Podemos movemos hacia los territorios sin límite que él nos ha asignado, porque él anda envuelto, comprometido hasta el fondo en la empresa, que es suya, aunque nuestra parte no es ni mucho menos despreciable.
Deberíamos decir: ¡Quédate, Señor, con nosotros, porque te has hecho invisible, mientras que nosotros nos vemos obligados a ser demasiado visibles!
Nos has hecho depositarios de los inmensos tesoros adquiridos con tu pasión-muerte-resurrección. Haz que no tengamos que sustituirlos por nuestra miserable mercancía. Haz que no acojamos tu Espíritu, para obligarle a continuación a seguir nuestros programas.
El descubrimiento de la lentitud
«Ellos lo rodearon preguntándole: Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar la soberanía de Israel? ...».
Entra enseguida la prisa, la impaciencia, la pretensión de asistir a la realización fulgurante de los sueños más audaces.
Siempre el ansia de ver los resultados, la manía por la promoción final, el instinto por el éxito inmediato.
Deberían haber dicho:
-Señor, convendría retrasar un poco el plazo fatídico. Espera un poco más. No hemos aprendido todavía bien la lección. No estamos preparados. Concédenos un poco más de tiempo, danos una prórroga. Tú eres un Maestro incomparable. Pero nosotros somos unos alumnos francamente «retrasados».
En realidad tenemos necesidad -como nos recuerda Pablo (segunda lectura)- de un conocimiento más profundo de él.
Tenemos que aprender mejor nuestra vocación, pasar por un largo aprendizaje de nuestra misión.
Tenemos que aprender sobre todo a tener paciencia, acostumbrarnos a las largas esperas, respetar las interminables germinaciones subterráneas.
El mundo no se trasforma de golpe. La realidad no cambia con la rapidez de nuestros deseos. Hemos inventado la velocidad. Ahora se trata de inventar la lentitud.
«Sin lentitud no se puede hacer nada, ni siquiera la revolución» (Sten Nadolny).
Advertir la urgencia de una tarea, sentirse devorado por una pasión, no significa quemar las etapas, improvisar, saltarse las fases extenuantes de una maduración progresiva.
Es más fácil correr que caminar, lanzarse al sprint que mantener el paso. Proceder a saltos, a ráfagas, a convulsiones, que sostener la distancia.
Es más fácil organizar una procesión, una peregrinación, que educar en la fe.
Es más fácil gritar que decir una palabra justa, verdadera, que toque los corazones.
Es más fácil impresionar, deslumbrar a un auditorio, que convencer a una persona.
Es más fácil condicionar, secuestrando quizás los sentimientos, provocando quizás el miedo o el interés, que formar en la libertad.
Es más fácil el sensacionalismo, la espectacularidad, que la vivencia cotidiana.
Es más fácil convocar reuniones de masa, debidamente aireadas por la publicidad, insertando en el programa «provocaciones» bien calculadas (que no tienen nada que ver con las paradojas evangélicas) que acompañar y sostener a cada una de las personas en su fatigoso caminar.
Es más fácil adiestrar en el consenso organizado que enseñar el uso del cerebro y de la conciencia, y no sólo de los ojos y de la boca...
Es más fácil hacer que repiquen las campanas que lograr que vibre delicadamente una cuerda secreta en las profundidades de un individuo.
Es más fácil imponerse, destacar, hacerse valer, abrirse paso a codazos, ocupar puestos clave, reivindicar posiciones de fuerza, que seguir el «camino de muerte» de la semilla (Jn 12, 24).
Es más fácil derribar las puertas que entrar pacíficamente por ellas.
Es más fácil agitarse que trabajar.
Es más fácil una fe... fácil, basada incluso en las lágrimas..., que una fe seria, basada en la resurrección.
-«Señor, ¿es ahora cuando...?».
Y él nos interrumpe inmediatamente:
-No os toca a vosotros conocer el tiempo y la fecha que el Padre ha establecido con su autoridad... Pero, sí, éste es el tiempo. Ahora, enseguida. El tiempo de los comienzos. Y luego el de la paciencia. Para vosotros no hay más que un tiempo con el que tenéis que acompasar vuestros relojes frenéticos, dotados de todas las diabluras modernas. Os lo repito una vez más: es el tiempo de los comienzos. Sólo ése.
El fast food, o comida rápida, con el tiempo puede resultar fatal para el organismo.
Con la «religión ultra rápida» no se llega nunca a «los últimos confines de la tierra». Ni siquiera se mueve uno, a pesar de los veloces y continuos desplazamientos.
Con la prisa no se obtiene la adhesión de la fe.
«Les recomendó: ...aguardad a que se cumpla la promesa del Padre. .. ».
¿Lograremos finalmente convencernos de que la ascensión inaugura el tiempo de la espera?
¿De que Cristo, antes de subir al cielo, nos ordenó ser sus testigos debidamente preparados, formados en la espera?
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