Domingo de Pentecostés (Jn 20,19-23) - Ciclo A
El soplo de Dios
Juan nos tiene acostumbrados a hacer estupendos tratados de teología bajo el vestido de una narración. Aquí riza el rizo de su especialidad.
· La comunidad llena de miedo: Jesús se hace presente en medio de ellos.
· El mismo Jesús, el de carne y hueso, el crucificado: su presencia produce la paz y la alegría.
· Sopla sobre ellos: les envía con el mensaje del perdón.
Todo un tratado de eclesiología. Quizá el signo más claro, aunque nosotros nos movemos mal en ese mundo, es el soplo. Juan nos tiene también acostumbrados a citar continuamente el AT sin nombrarlo. Recordemos su prólogo (“en el principio... puso su tienda...")
Aquí encontramos otra cita muy clara. "Sopló sobre ellos". La misma palabra empleada en Génesis 2,7, cuando crea al hombre del barro. "El aliento de la vida" salido de la boca de Dios = la comunicación del Espíritu. "Y el hombre vino a ser un ser viviente".
"Es el Espíritu el que da vida, la carne no vale para nada" (Juan 6, 63). Lo mismo pasa aquí: el Espíritu de Jesús es el que da vida a la comunidad: es como una nueva creación. Ese viento de Jesús no es para ellos, es para que lo extiendan por todo el mundo.
La nueva creación
Esto nos hace reflexionar una vez más sobre la presencia de Dios en nuestra vida, sobre "el espíritu de nuestra vida". ¿Con qué espíritu vive la humanidad, vivimos nosotros?.
En la Creación, el hombre viene a ser un ser viviente. Y esto es por el Espíritu de Dios. Pero este Espíritu no termina con crear. Es el Espíritu Salvador. Ha sido de hecho necesario que Jesús lo haga presente en el mundo, y que al marcharse, su Espíritu haya sido re-infundido en el mundo. Los hombres suelen vivir con un espíritu de mera supervivencia, o de mero disfrute del mundo.
El Espíritu que nos anima es más ambicioso y más generoso. El Espíritu de nuestra vida es no conformarnos con menos que con ser Hijos, es el espíritu que clama "Abbá, Padre", y es el espíritu que nos ha comprometido en la Misión de Jesús, comunicar a todos ese mismo Espíritu. Dios creador no deja de crear, de llevar adelante a sus hijos: su Soplo está siempre presente. El Espíritu de Jesús es el Viento de Dios, del Padre creador que sigue engendrando hijos y empujando a sus hijos hasta su plenitud.
El viento de Dios
A Dios nadie le ha visto jamás. Ni le verá, no es materia que puedan captar estos ojos de barro. Ni podemos hablar de Él con conceptos, ni podemos hacer metafísica sobre Él. Podemos hablar de Él con parábolas, con símbolos, y así lo hizo Jesús. El símbolo de hoy es el viento y el fuego. Y aquellos hombres y mujeres "se llenaron" de ese viento y de ese fuego, como se enciende una vela, como se llena una botella de líquido, como se infla un globo de aire caliente...
Símbolos. Mala tentación, confundir el símbolo con la realidad simbolizada. Dicen que, cuando alguien señala algo con el dedo, es propio de tontos quedarse mirando al dedo. Nos pasa algo así. Las llamas, el viento, llenarse... Miremos a lo que significan. Significan que aquella comunidad había sido transformada por la fe en Jesús, vivía de modo diferente y convincente. Significa que nosotros vemos en eso la acción de Dios Libertador, como la vimos en Jesús.
La fiesta de Pentecostés es una invitación a mirar el mundo y sentir el viento de Dios, presente, activo, irresistible. Muchas veces contemplamos la presencia de Dios en los esplendores de la naturaleza. Es necesario tener los ojos de Jesús y contemplar al Espíritu en los humanos: "ver" la presencia del viento de Dios en sus frutos, en el espíritu de Jesús presente en tantos seres humanos.
El espíritu de Jesús
El espíritu de Dios es el espíritu de Jesús. El espíritu de Jesús es el espíritu de la Iglesia. (¿O no?)
¿Cuál es el Espíritu de Jesús? El Espíritu le hace Hijo. Lo primero del Espíritu es reconocer a Dios, creer en Abbá de una vez y abandonar definitivamente a los dioses/jueces que necesitan sangre para perdonar.
El Espíritu de Jesús exige en nosotros la liberación, y antes que nada, la liberación de los falsos dioses, señores poderosos que castigan y piden sacrificios de sangre. Ese cambio de Dios es el que nos cambia, y así sentimos el Espíritu de Jesús en nuestro modo de vivir, cuando aborrecemos nuestras cadenas, nuestras enfermedades, nuestro pecado, cuando sentimos el irresistible deseo de ser Hijos, cuando sentimos como un sueño irrenunciable la exigencia de "Ser perfectos como es perfecto vuestro Padre".
Tenemos el Espíritu de Jesús si somos caminantes, si estamos saliendo de la agradable esclavitud del pecado a la exigente libertad de los Hijos.
A Jesús, el Espíritu le hace Salvador, el que entrega la vida para la liberación y la salud de todos. El Espíritu de Jesús nos compromete en la Misión de Jesús: liberar a todo ser humano del pecado y de sus consecuencias. Sentimos que nos anima el Espíritu de Jesús cuando experimentamos en nosotros la tendencia a ayudar, a salvar, a perdonar, a fijarnos en lo bueno, a comprometernos en los problemas ajenos, cuando sentimos que toda injusticia, enfermedad... todo mal de cualquiera nos afecta como nuestro.
El Espíritu hace a Jesús pobre, desinteresado, desprendido. El Espíritu de Jesús nos lleva a usar de todo lo que tenemos para el Reino, porque no queremos tirar la vida, no consentimos en desperdiciar nada, ni la salud ni el dinero, ni la inteligencia, ni la habilidad, ni el tiempo ni nada... porque todo esto puede ser precioso para siempre y no nos conformamos con sea sólo agradable para unos años.
Reconocemos que actúa en nosotros el Espíritu de Jesús cuando sentimos cierto recelo ante la comodidad, ante el placer, ante la seguridad, ante la felicidad que producen las cosas de fuera a dentro, cuando nos sentimos inquietos si nos aprecia todo el mundo, cuando sentimos satisfacción interior en el esfuerzo, en la austeridad, en la ayuda desinteresada y anónima, cuando tenemos que sufrir por la verdad, por el perdón, por la honradez. Y nos damos cuenta de que todo eso no nace simplemente de nosotros sino que es el Espíritu de Jesús el que lo produce, y estamos agradecidos de que se nos exija, porque así salvamos esta vida de la mediocridad, y de la muerte.
Reconocemos el Espíritu de Jesús cuando "sentimos a Dios", dentro de nosotros y en todas las cosas, cuando percibimos que está ahí, hablando constantemente, exigiendo y perdonando y alentando la vida y liberando, y experimentamos que podemos conectar con Él en lo más íntimo, y que no llamamos FE a una serie de dogmas, sino a experimentar su Presencia Liberadora que cambia la vida y la hace válida.
Y sentimos que todo esto no nos lo inventamos sino que lo recibimos de Él, y sentimos que la vida es más, que hay un sentido y un plan y una presencia y un futuro.
Reconocemos que el Espíritu de Jesús está en nosotros cuando lo vemos actuar en el mundo y en la Iglesia, y vemos bondad y esfuerzo, y honradez y solidaridad y cuidado de la naturaleza, y dedicación a los débiles.
Con los ojos del Espíritu comprobamos con gozo la presencia del mismo Espíritu en tanto bien, tanta capacidad de sacrificio, tanta compasión como existen en las personas, a pesar de tantos poderes opresores, de tanta frivolidad deshumanizadora, tantas desgracias y abusos, y advertimos que sabemos "leer" su presencia en la vida de las personas para bien, y también el rechazo de muchos a esa presencia, para mal.
Pero sobre todo nos hace capaces de ver a los hombres como Hijos, y quererles (querernos) a pesar de sus (de nuestros) pecados. Nosotros no amamos a los demás porque nos caen bien, sino porque el Espíritu que está en nosotros nos hace amar primero y mirar después. Y somos capaces de reconocer el Espíritu de Dios actuando en el mundo, en la bondad, en el sacrificio, en la imaginación, en la... en todo lo positivo que hacen los hombres. "Sabemos" que es la acción de Dios.
El Espíritu, alma de la Iglesia, hace de la Iglesia un Pueblo libre dedicado a liberar. El Espíritu no deja tranquila a la Iglesia: la compromete. Ser la Iglesia es muy comprometido; sabemos que muchas personas verán al Espíritu o no verán al Espíritu si lo ven, o no lo ven, en nosotros. Somos la iglesia en la medida en que el Espíritu de Jesús inspira nuestra vida.
Si no hay Espíritu de Jesús en nuestra vida, pertenecemos al "Cuerpo" físico, social, externo de la Iglesia, pero nada más.... y el Espíritu de Jesús no será visible.
Por eso, no pocas veces no reconocemos en la Iglesia el Espíritu de Jesús sino otros “malos espíritus” (que diría san Ignacio). Porque en la vida soplan espíritus diversos, y de la misma manera que los sentimos actuar en nosotros, para estropearnos, los vemos también en la Iglesia entera, y nos duele cuánto la estropean. Podemos resumirlo así:
Es de la Iglesia el que tiene el Espíritu de Jesús.
Por sus frutos los conoceréis.
"Porque tuve hambre y me disteis de comer"
Y así sentimos que Jesús es la Vid, y el Padre el Labrador. Nos sentimos injertados en buena planta, sentimos que crecemos, que la savia de Dios corre por nosotros, que podemos cambiar nuestro mundo, que la planta de los humanos puede florecer.
Todo eso es el Espíritu, el Espíritu que se mostraba plenamente en Jesús, el Espíritu que se mostraba en aquella comunidad.
Y eso es lo que sucedió, y lo que sucede, que el Espíritu de Dios, que hizo de Jesús el Hijo Vivo Para Siempre, sigue soplando en el mundo para hacernos a todos Hijos Vivos Para Siempre.
PARA NUESTRA ORACIÓN
Ven, Espíritu Creador,
visita el corazón de tus hijos.
Llénalos de tu fuerza,
Tú que los has creado,
Tú que eres el Salvador,
regalo del mismo Dios,
fuente viva, fuego, amor,
dulzura y fuerza de Dios.
Da luz a nuestros sentidos,
pon amor en los espíritus,
llena de tu fortaleza
la debilidad de nuestras vidas.
Aleja nuestros temores,
concédenos la paz,
haz que, guiados por Ti,
nos liberemos del mal.
Haz que conozcamos al Padre,
que comprendamos a Jesús,
y que siempre creamos
en Ti, Aliento de la vida.
Demos gracias a Dios Padre
y al Hijo, Jesús resucitado,
y al Espíritu vivificador,
por los siglos de los siglos.
Ven, Espíritu Creador,
visita el corazón de tus hijos.
Llénalos de tu fuerza,
Tú que los has creado,
Tú que eres el Salvador,
regalo del mismo Dios,
fuente viva, fuego, amor,
dulzura y fuerza de Dios.
Da luz a nuestros sentidos,
pon amor en los espíritus,
llena de tu fortaleza
la debilidad de nuestras vidas.
Aleja nuestros temores,
concédenos la paz,
haz que, guiados por Ti,
nos liberemos del mal.
Haz que conozcamos al Padre,
que comprendamos a Jesús,
y que siempre creamos
en Ti, Aliento de la vida.
Demos gracias a Dios Padre
y al Hijo, Jesús resucitado,
y al Espíritu vivificador,
por los siglos de los siglos.
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