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sábado, 18 de junio de 2011

Solemnidad de la Santísima Trinidad (Jn 3,16-18) - Ciclo A: Entre la palabra que esconde y el silencio que revela


Por A. Pronzato

¿Cómo hablar?

Hoy el predicador debería hablar con el rostro trasfigurado de luz, O utilizar el lenguaje de los místicos.
O expresarse recurriendo al silencio.
Solamente así conseguiría hacer comprender que no se trata de una verdad pesada e indigesta, sino de un misterio que hace vivir. Que la Trinidad no me quita a Dios, confinándolo en una lejanía inaccesible, sino que me lo hace más cercano, más íntimo.

El gozo de descubrir que mi fe no se basa en unas ideas, sino en unas personas en comunión entre sí. «In principio» no hay un Dios solitario. «In principio» está la comunión. Dios es comunión. Dios es unidad y diversidad. Es unión de la diversidad.

Es sorprendente constatar que la Trinidad es también una luz proyectada sobre el hombre. Me revela quién soy yo, pensado, creado, amado, «inspirado» por Dios, habitado por el «soplo» gracias al cual soy un viviente.

Quizás, hasta ahora, la aproximación al misterio no ha sido lo que tenía que ser.

Siempre se ha empezado poniendo a trabajar al cerebro, utilizando la mente, intentando salir del apuro con ideas, fórmulas, imágenes, palabrotas (persona, naturaleza, sustancia, hipóstasis...

Pero es preciso empezar con el silencio extático, con la adoración, con la contemplación.

Y luego la experiencia. Dios tiene que hacerse «sensible al corazón», gracias a la sensibilidad particular comunicada por el Espíritu.

Por consiguiente, la alabanza, el canto, la poesía.

Al final se le permitirá también a la razón que haga algún que otro pinito.

Pero «lo que es más» se quedará siempre fuera del ámbito de la inteligencia y «resistiendo» al lenguaje, las palabras muchas veces logran esconder más que manifestar.

Por tanto, primero la fe y luego el razonamiento.

Primero la doxología (la alabanza) y luego la teología especulativa. Primero la acogida total del corazón y luego la explicación (que siempre resultará inadecuada).

Primero la oración y luego la reflexión. Y durante la reflexión y después de ella, también la oración.

Y siempre el silencio reverencial.

«A Dios le rendimos honor con el silencio, no porque no tengamos nada que decir o que investigar sobre él, sino porque así tomamos conciencia de que siempre nos quedamos más acá de su comprensión adecuada» (Tomás de Aquino).

A medida que el misterio vaya colmando nuestro corazón, lo irá inflamando, las palabras se apagarán inevitablemente en nuestros labios, los pensamientos -demasiado embarazosos- se evaporarán de la mente, para dejar sitio solamente al asombro, mientras que las rodillas se doblarán en la adoración.



Puede bastar el Amén

Y si hay necesidad de mover los labios, bastará una sola palabra: ¡Amén!

Amén es la palabra decisiva del creyente y del orante. Decir Amén significa creer.

Amén es algo sólido, que da confianza, que sostiene.

El creyente no encuentra en sí mismo la seguridad. No se ve firme como una roca. Diría incluso que siente continuamente cómo le falla el terreno bajo los pies (el terreno de la racionalidad). Y entonces tiene el coraje de dar el salto fatal. Y se aferra, en la otra orilla, al Amén. Dios es el Amén.

Con el amén el creyente se aparta de sí mismo, de sus propias vacilaciones y temores, e incluso de sus propias certezas y presunciones, para entregarse únicamente a Dios, para ponerse en sus manos, para desaparecer en su proyecto, que es la única manera de «encontrarse».

No. El cristiano no va a estrellarse con el misterio, como dice expresión demasiado repetida. Se ve arropado más bien por el misterio, abrazado por él.

La Trinidad no es un rompecabezas.

Son los brazos del Dios trino los que acogen al que ha sabido decir Amén sin la pretensión de comprender.

Creer en la Trinidad no significa meterse en una habitación oscura dominada por estanterías de librotes cubiertos de polvo.

Quiere decir encontrarse unido, en la luz radiante y en el cariño de los tres, con todos los seres de la creación.

Quiere decir experimentar la vida, el amor, la plenitud.

Quiere decir llegar finalmente junto al Padre, en calidad de hijos gracias a la capacidad de «arrastre» del Hijo y a la fuerza «transformadora» del Espíritu.

La fiesta de la Trinidad, entonces, no tiene por qué asustarnos ni causarnos ningún malestar.

Constituye, por el contrario, una invitación al gozo, al canto, a la alabanza, a la danza. Una anticipación de lo que haremos y seremos en la eternidad.


Dios se traiciona con su nombre

Habría sido interesante escudriñar la cara de Nicodemo, personaje distinguido, satisfecho, mientras escuchaba aquellas palabras que le desvelaban el secreto más grande: «Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo único...».

El pensaba que creer significa incrementar el propio bagaje cultural, añadir nuevas ideas, quizás complicadas, acoger nuevos dogmas. Pero descubre que tener fe significa creer en el amor. Creer en el Hijo que manifiesta el amor del Padre, en el Espíritu que «difunde» ese amor por toda la tierra.

Descubre que en Dios todo es entrega mutua, intercambio, participación, amor incontenible, relación, movimiento hacia el otro.

El texto del Exodo (primera lectura) recoge, por el contrario, la reacción de Moisés frente a la asombrosa manifestación de Dios: «... al momento se inclinó y se echó por tierra...». Luego, después de la adoración, se aprovechó inmediatamente del secreto que se le acababa de comunicar. Le toma a Dios la palabra, orienta la revelación en favor de «su» pueblo, que se ha manchado con una falta grave.

El había pedido ver el rostro de Dios. Dios se lo negó. Sólo pudo distinguir sus espaldas, mientras pasaba.

Sin embargo, se dio la proclamación de su nombre: «Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad».

Moisés, a través del nombre, «ve» el verdadero rostro de Dios. Esa es la cara que presenta Dios al hombre.

Sí, Dios dirige al hombre un rostro que dice misericordia, compasión, amor fiel, perdón, paciencia infinita...

Dios se traicionó. Pronunciando su propio nombre, permitió al hombre contemplar su rostro.

Moisés, en cierto sentido, sorprendió a Dios a sus espaldas. Y Dios «se volvió»...


El Espíritu, encargado de «disolvernos»

En la misa, una de las fórmulas de saludo al pueblo es la fórmula trinitaria que encontramos en la segunda lectura de hoy y que cierra la Carta de Pablo dirigida a los fieles de Corinto: «La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu santo esté siempre con vosotros».

Podemos preguntarnos qué significa, en concreto, para un cristiano la comunión del Espíritu santo.

Más que esbozar un tratado o una descripción teórica, me gustaría recurrir a una imagen.

En efecto, tengo la sospecha de que un creyente que se comunica con el Espíritu Santo, que está en contacto estrecho con él, acaba «disolviéndose».

En la secuencia del Espíritu Santo, el día de Pentecostés, imploramos: «Flecte quod est rigidum».

La dureza no es sólo la del corazón, no es solamente la negativa obstinada a creer, el empecinamiento en el mal.

La dureza no es sólo falta de docilidad. Puede ser... exceso de docilidad, hasta hacernos rígidos, inmóviles, amazacotados, inflexibles, ¡la inflexibilidad va en contra del Espíritu, que intenta por el contrario «flectere»!.

Tengo la impresión de que hoy, en la Iglesia, hay demasiada rigidez e «inflexibilidad», y no me refiero simplemente al terreno disciplinar, o moral, o doctrinal.

Más que movidos por el Espíritu, algunos individuos parecen bloqueados, fijados definitivamente en posiciones estáticas, como ciertas estatuas que se han encontrado en las excavaciones de Pompeya, Herculano y Aplontes.

No hay que extrañarse de ello. Cuando falta el «soplo» de los orígenes, la arcilla se endurece sin recibir vida ni movimiento. Se encuentra uno rígido, erguido, solemne.

Sin el Espíritu, la vida queda sofocada, mortificada.

Y ahí están, inexpresivos, tiesos, firmes como un palo, incapaces de descomponerse con una carcajada liberadora, de hacer cabriolas en el mullido prado de la humanidad. La espontaneidad y la naturalidad se ven frenadas por las censuras de las conveniencias, del oportunismo, de las costumbres, del artificio.

Preocupados por salvar la cara, ¡esa cara embadurnada de seriedad!, no se dan cuenta de que están perdiendo el alma.

Y pienso también en algunas asambleas litúrgicas sobre las que planea, sin suscitar la más pequeña vibración, sin el más pequeño sobresalto, sin el más pequeño temblor, aquel deseo: «...la comunión del Espíritu Santo».

Rostros apagados, impenetrables, personajes inmóviles, casi momificados, por dentro y por fuera, expresiones pasmadas, compostura forzada.

Un monje dijo que orar significa «disolverse». Yo añadiría: dejarse disolver por el Espíritu («flecte quod est rigidum»).

Necesitamos orar al Espíritu, es decir, dejarnos disolver por él. Pecamos de rigidez.

Tenemos la cabeza vuelta sólo hacia un lado, la racionalidad, el cálculo, en vez de la esperanza, el asombro, la gratuidad. Bloqueados por una careta de severidad.

Las manos cerradas, sin abrirse en un gesto de don.

Los pies girando en todas direcciones, menos en la del amor, de la amistad, de la paz.

Sí, hay que orar, o sea, hay que disolverse.

Curarse de esa malformación que es el cuello torcido. Disolverse significa hacerse espontáneo, ágil, creativo. Disolverse significa abandonar la aridez, la inhumanidad, y volver a encontrar la ternura.

Esos «celebrantes» estirados, etiquetados, controlados, ¿se decidirán alguna vez a rendirse a la comunión del Espíritu que dobla, que rompe, que ablanda nuestra dureza, que nos suaviza, que nos humaniza, que nos hace ligeros, desenvueltos, sueltos, «comunicativos»... y hasta un poco impertinentes?

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