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sábado, 18 de junio de 2011

Solemnidad de la Santísima Trinidad (Jn 3,16-18) - Ciclo A: Un domingo especial



En realidad, la fiesta de la Trinidad es un doblete, ya que la celebración de la gloria del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo se da cada domingo. Con todo, este Misterio, el misterio por excelencia, ha sido tan mal tratado, en general, que necesita un domingo especial.

Esta fiesta se celebra siempre después de Pentecostés, como resumen de todos los misterios de la Salvación, cuyo centro es la Pascua, y con ella se inicia el Tiempo Ordinario II.

El conocimiento que la mayoría de los cristianos tienen de la Santísima Trinidad remite a las afirmaciones dogmáticas abstractas, «un solo Dios en tres personas distintas», representado gráficamente por el famoso triángulo, que siendo uno está compuesto por tres ángulos, consustanciales.

Ha sido fatal separar la trascendencia del Dios Uno y Trino de su manifestación en la historia de la Salvación.

La consecuencia ha sido que «misterio» ha llegado a significar, en sentido racionalista, lo incomprensible, un dogma que sobrepasa la razón y que acepto por autoridad externa (la Biblia y la Iglesia).

¡Cuando es, cabalmente, lo contrario: allí donde la razón encuentra su hogar nutricio, el horizonte de acceso de nuestra finitud maravillada y agradecida ante la manifestación del Absoluto, la presencia sobrecogedora del Amor que se da a conocer libre y personalmente!

Por eso, el camino para conocer la Trinidad es la experiencia de la gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo, que no es algo abstracto, sino historia concreta, testimoniada en la Sagrada Escritura, celebrada sacramentalmente en la Iglesia, renovada constantemente en la vida de los creyentes, es decir, en los que dan gloria al Padre por Jesucristo en el Espíritu Santo.

Comencemos, pues, por contemplar la Palabra de este domingo.

Primera lectura. Contempla cómo Dios es el Dios que se revela, y lo hace libre y personalmente, de modo que en el acto en que se manifiesta no deja de ser el Otro, el incomprensible. Este Dios es amor fiel, incondicional. Sólo cuando sentimos la alegría de ser amados sin derecho, gratuitamente, estamos en onda para relacionarnos con el Dios revelado en la historia de Israel y de Jesús.

Segunda lectura. Pablo presupone que el Nuevo Testamento consiste en la auto-comunicación del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, que ser cristiano está configurado por el Misterio Trinitario.

Tercera lectura. Una vez más, el Evangelio de Juan nos sitúa en el núcleo super-esencial: Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único.


Pasemos ahora a percibir la presencia de la Trinidad en nuestra vida ordinaria:

Cuando hacemos «En el nombre del Padre», ese signo rutinario, que nos define como cristianos. ¿Te das cuenta de su contenido? Sabes a Quién perteneces, Quién te ama, a Quién sirves, en Quién confías, por Quién trabajas.

Cuando piensas en tus padres (no habrán sido perfectos; tienen derecho a no serlo, como tú), date cuenta de que ellos han sido el símbolo primordial de tu conocimiento del Padre, del amor primero, del principio sin principio, del origen y fin de toda realidad.

En el Padre descansas: El es roca firme, misericordia entrañable, el que te reconcilia con tu libertad y tu pecado, tu responsabilidad y tus errores, tu autonomía y tu finitud.

Tu aventura radical de ser persona adulta y creyente está referida a Jesús, el Hijo enviado, el Redentor, el Señor crucificado y resucitado.

Tiene rostro concreto, humano, como el nuestro.

Cuando piensas en El, adviertes que lo mejor de ti es Suyo.

Le dices Tú, el Tú del discípulo al Maestro, el Tú del amigo al Amigo que entregó su vida por nosotros, el Tú de la esposa al Amado.

El Espíritu Santo no tiene rostro, porque nunca habla de sí, sino del Padre y del Hijo. Por eso es «el gran Desconocido». Y, sin embargo, es lo íntimo, la vida misma, el aliento.

Es nuestros ojos para ver la acción del Padre, nuestros oídos para escuchar la palabra del Hijo, las manos abiertas que comparten. Ha sido derramado en nuestros corazones, y siendo la vibración de nuestro ser, no disponemos de El, porque El es la fuente. Cuando sentimos el amor como Don, entonces sabemos Quién es el Espíritu Santo.



Termina orando con el Gloria de la Misa. Notarás resonancias nuevas.




Observaciones

1. Hace tiempo vamos sintiendo que el don de Dios es mayor que nuestras conciencias (cf. 1 Jn 3,19-21).

Por eso, la plenitud de la fe individual está en lo que nos sobrepasa, en acompasar nuestro corazón al ritmo de la fe de la Iglesia, la sellada con el Espíritu de la verdad, que lleva a consumación la comprensión de las palabras de Jesús (cf. Jn 16).


2. El creyente individual, según va madurando teologalmente, experimenta dentro de sí ese vivir del Don mayor que la propia conciencia. Es entonces cuando adquiere órganos especiales para entender qué es la Iglesia, no sólo como institución o como comunidad, sino en su sentido más radical, como Comunión de los Santos, como Esposa Santa e Inmaculada, que dicen la Carta a los Efesios o el Apocalipsis.


3. Algunos signos de dicha experiencia:

Se vive, cada vez más, de las certezas fundantes; por ejemplo, que Dios es fiel y digno de confianza.

Estas certezas no son creencias, convicciones internalizadas para protegernos de la inseguridad y el caos, sino experiencias vividas, confrontadas y puestas a prueba, que se han ido consolidando en la propia historia personal, de modo que han construido la vida en una unidad de sentido.



El primado que va adquiriendo la mediación de Jesús.

La experiencia personal no se detiene a considerarse a sí misma, sino que hace suyo, incapaz de abarcar la Revelación y el Amor de Dios, lo dado en la Iglesia.

Por ejemplo, pide «en el nombre de Jesús» (cf. Jn 14), da gracias por medio de Jesús, comulga en la Eucaristía para participar del sí de Jesús al Padre y de su amor a los hombres.

Se fía cada vez menos de sí mismo, pero no puede negar que es un elegido. No se cree mejor que nadie —es al revés—, pero sabe que pertenece al Pueblo de la Alianza, y se siente enriquecido ¡con tantos dones!

No siente segura su salvación. Lo importante es creer en la Gracia. Asegurar nada le parece un pecado grave de desconfianza en Dios, pretender controlarlo.


El secreto está en simplificar la vida cristiana desde la mirada confiada en Dios.

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