El tema de la exclusión caracteriza las tres lecturas de la liturgia de hoy.
En el capítulo 56 de Isaías (del que la liturgia sólo recoge un pequeño fragmento) el Señor tranquiliza a dos categorías de excluidos: los extranjeros y los eunucos. Estos parecen estar irremediablemente fuera de la salvación, de la bendición. Ellos mismos opinan que nunca podrán formar parte a pleno título del pueblo de la alianza. Los privilegiados, los miembros de derecho, los miran con sospecha y con desprecio.
Pero el Señor se complace en invertir las posiciones. Es significativa la promesa dirigida a los que no pueden asegurarse una descendencia: «A los eunucos que observan mis sábados, que eligen cumplir mi voluntad y perseveran en mi alianza, los haré en medio de mi pueblo más célebres y poderosos que si tuvieran hijos e hijas, Los haré ciertamente famosos y nunca serán olvidados...» (Is 56, 4-5).
Los caminos de acceso al «monte santo» están muchas veces cortados abusivamente por hombres celosos, que imponen limitaciones arbitrarias, que dictan condiciones que no son necesariamente las que requiere el Señor.
Entonces es Dios mismo el que toma de la mano a los excluidos, a los que por desprecio se ha dado con la puerta en las narices y han sido mantenidos a distancia, para acompañarlos a lo largo del camino «prohibido» e introducirlos en su «casa de oración», en donde serán «colmados de gozo».
El gran sueño del Señor sigue siendo el de un templo «abierto», convertido no en un lugar de discriminación ni tampoco de confusión (en donde el humo del incienso esconde actividades no siempre compatibles con la santidad de Dios), sino en «lugar de oración para todos los pueblos».
Para los excluidos y los privilegiados, para los practicantes y los no practicantes.
Somos nosotros los que hemos inventado y aplicado estas categorías. Pero el Señor se divierte privilegiando precisamente a los excluidos.
Muchas veces hacemos cosas que no son del total agrado de Dios, y olvidamos «prácticas» que él considera absolutamente decisivas para un creyente: la justicia, por no hablar de otras, que aparece en el exordio del pasaje de Isaías.
«Guardad el derecho, practicad la justicia...»
Me alegraría ver en la entrada de ciertas iglesias un cartel con esta frase: «Bienvenidos los que tienen hambre y sed de justicia».
Pablo (segunda lectura) toma nota de una alteración de la situación. Ha habido un «cambio» decisivo. El pueblo de la promesa, a quien iba destinado el «pan de los hijos», se ha autoexcluido. Y en su lugar han entrado los paganos, que hasta ahora habían tenido vetado el acceso al templo. La Iglesia de Cristo, por el contrario, fiel a la apertura universalista del Maestro, urgida poderosamente por Pablo, los ha acogido en su seno.
Ahora el apóstol toma posiciones ante su posible «envidia» y pide permiso a los recién llegados para tener abierta la puerta también a los israelitas.
En efecto, siempre se corre el peligro de que los que en algún tiempo sufrieron la exclusión, cuando tienen el mando se conviertan a su vez en «excluyentes»; que los que han sido discriminados, apenas han conseguido la integración, se transformen en los peores racistas; que los que han obtenido misericordia, apenas convertidos, se muestren fanáticos, intolerantes, implacables inquisidores.
Finalmente, en el evangelio, el mismo Cristo parece excluir irremisiblemente en un primer momento a la mujer cananea de la mesa reservada a los hijos.
Pero la mujer, decidida a obtener el milagro en provecho de su hija, no se deja desanimar por la actitud cortante del Maestro. Más aún, se obstina cada vez con mayor empeño (un ejemplo estupendo de humildad atrevida y de atrevimiento útil). Consigue forzar la puerta con un arma que no poseen muchos de los que están sentados a la mesa: la fe.
«Mujer, ¡qué grande es tu fe!». Cristo se ve obligado a ceder, a plegarse ante la voluntad de la mujer: «Que se cumpla lo que deseas...».
Pedir las migajas de las migajas
La mujer cananea podría explicarnos muy bien lo que es la fe y lo que es la oración.
Por fortuna, no escribe libros. Toda su lección está contenida en un gesto, en una actitud, en unas pocas frases. Nos toca a nosotros interpretar todo eso.
El episodio, entre otras cosas puede hacernos intuir por qué Dios se calla, la rechaza, se niega a actuar. Es que quiere que nos acerquemos más a él. Desea que estemos a su lado por más tiempo. No admite que le arranquemos aprisa un milagro y que luego nos vayamos a lo nuestro.
Pero fijemos el punto culminante del diálogo, tenso y hasta dramático, entre aquella pobrecilla y el Maestro.
«No está bien echar a los perros el pan de los hijos». La frase de Jesús, en su dureza, parece ser una rotunda negativa.
Pero la mujer no se rinde y replica con prontitud: Eso es cierto, Señor, pero también los perros comen las migajas que caen de la mesa de los amos...
Ella, que tenía fe, se contentaba con las migajas. Podríamos muy bien pedirle nosotros que nos regalase las migajas de las migajas. Creo que hoy deberíamos descubrir una dimensión de la fe partiendo precisamente de las migajas.
Quizás ha llegado el momento de optar por una religión de las migajas.
Lo tenemos todo; el «mercado» está repleto; hay un montón increíble de ofertas; hay «pan» de tantas clases que satisface a todos los gustos, incluso a los más extravagantes. Pero nuestra fe, en vez de reforzarse, parece debilitarse cada vez más.
Por eso se intenta apuntalarla recurriendo a lo milagrero, a lo sensacionalista, a los devocionismos más ambiguos, hasta a las prácticas esotéricas.
Se necesitan apariciones, sucesos prodigiosos, empresas clamorosas, fenómenos extraordinarios.
Personajes por lo menos curiosos, con propuestas de tipo emotivo, reclutan adeptos entusiastas y caprichosos.
Se instrumentaliza y a veces se idolatra más allá de los límites del buen gusto a algunos humildes intérpretes de un evangelio de misericordia.
Se dan todas las facilidades. Pero la oferta, por muy atractiva que la hayan hecho los medios más desaprensivos, supera con mucho la demanda. Más aún, cabe sospechar que su mismo exceso acabe desalentando a la demanda.
Nos hemos olvidado del sabor del pan
A veces, viendo los horarios (bastante apretados) de las misas festivas en la puerta de algunas iglesias, y observando las caras de muchos de los asistentes, pienso en aquella iglesia-barracón de Dódoma, en Tanzania. El misionero acude, cuando lo hace, cada tres semanas. La gente tiene que caminar a pie hasta diez y veinte kilómetros. Pero todos se visten de fiesta y llegan con la alegría en su rostro. Y la liturgia que celebran (que dura al menos dos horas y media) es de las cosas más vivas y gozosas que yo he presenciado.
Aquella gente ha descubierto, como la cananea, el secreto de las migajas.
Nosotros obtenemos el pan sin mucho esfuerzo, entregado casi a domicilio, y no sabemos qué hacer con él. Y con frecuencia va a parar a la basura.
Veamos. Las migajas que yo quiero exaltar no se oponen al pan. Son más bien todo lo contrario de esa gula religiosa que provoca el hábito, la indiferencia.
El exceso, la exigencia desproporcionada de lo superfluo, las concesiones a lo que no tiene más que apariencia de fe, aunque se pretenda hacer pasar como fe, acaban creando individuos desnutridos.
Al haberse olvidado las migajas, se ha perdido también el sentido y el gusto del pan.
El exceso de productos sofisticados hacen perder el sabor del alimento genuino.
Las excesivas aromatizaciones borran la fragancia del pan.
Los antiguos monjes, en los desiertos de Egipto y de Siria, alimentaban su fe, ya bastante robusta, a base de migajas. Baste pensar que muchos de ellos, al ser prácticamente analfabetos, tenían que masticar y rumiar durante una jornada entera la misma corteza, es decir, un solo versículo de un salmo, una frase del evangelio. Y de esta manera acababan aprendiendo de memoria libros enteros de la sagrada Escritura.
Me gustaría preguntarle a un sacerdote, a una religiosa, si es capaz de recordar una línea del salmo que ha rezado esta mañana en Laudes.
Preguntarle a un fiel cualquiera si está en disposición de citarme una sola frase del evangelio que ha escuchado durante la misa del domingo...
Por lo poco que sé, estoy convencido de que muchos creyentes de los países del este, durante el periodo más negro de la dictadura atea, alimentaron su fe con migajas. Sí, su extraordinaria «resistencia» se debe ni más ni menos que al milagro de las migajas.
Conozco personalmente a algunos sacerdotes que pasaron siete u ocho años en los campos de concentración, condenados a trabajos forzados. Su biblioteca se reducía a un volumen del breviario. Y se mantuvieron firmes, e incluso se robusteció su fe, exclusivamente gracias a aquellas pocas páginas.
Su fidelidad constituye una seria acusación contra nuestros paladares religiosos superfinos y un tanto pretenciosos (pretenciosos para lo que no es esencial), que después de haber pellizcado una cantidad increíble de golosinas, producen una fe remilgada, incapaz de resistir al más pequeño vendaval (incluso solamente... publicitario).
Cuando hay demasiados juguetes, no se sabe a qué jugar. Me explicaré con un ejemplo.
Conozco a niños que tienen los armarios de la habitación increíblemente llenos de juguetes costosísimos y de la última moda. Y veo que muchos de ellos no saben jugar ni divertirse; que gimotean continuamente pidiendo más todavía. Parecen aburridos. En mi pueblo usan un adjetivo casi intraducible: achaparrados (mohínos, apáticos, indolentes, aburridos, desganados...).
¡Y decir que bastaría la caja de embalaje de una de aquellas preciosas zarandajas para hacer felices a un montón de niños africanos! ¡Seguro que con las virutas se inventarían algún juego que los enloquecería de alegría al menos durante un mes!
Las noticias que llegan a la isla
Una última imagen. Si no temiese pecar de inmodestia, contaría una parábola.
Unos hombres llevan cierto tiempo en una isla remota, en donde escasean las comunicaciones.
Consideran una fortuna encontrar un viejo periódico roto, casi ilegible, en donde a duras penas consiguen descifrar una noticia sobre su país.
Y es un gran día aquel en que, a través de una radio acatarrada, entre una descarga y otra, captan un trozo de frase, un nombre familiar, quizás el resultado de un partido de fútbol.
Se acercan a los raros visitantes para arrancarles un poco de información sobre cualquier cosa, quizás sobre el tiempo que hace por allá. Los detalles más nimios se hacen importantísimos.
Asombran las cosas más comunes. Se aprecian las realidades más ordinarias. Lo normal se convierte en suceso prodigioso.
Si luego llega una carta, se trata de un acontecimiento histórico. Pues bien, la existencia de fe del cristiano debería ser una experiencia similar.
En esa isla aprendemos a dar valor a las cosas pequeñas.
Nos basta con descubrir un signo lejano, con captar un mensaje hecho de pocas y simples palabras, con intercambiar algunas preciosas confidencias, con prestar atención a las débiles huellas que alguien dejó a lo largo de nuestro itinerario cotidiano.
Al no disponer de muchos libros de oración, tendremos que descubrir, inventar, crear la oración.
Y para satisfacer la necesidad de algún suceso milagroso, nos daríamos cita para asistir juntos, por la mañana, cuando todavía está oscuro, a la aparición del sol. Y quedaríamos asombrados. Y brotaría en nuestro interior una necesidad imperiosa de dar gracias.
Sí, gracias, Señor, por las migajas.
Quizás buscándolas, pidiéndolas insistentemente con el humilde coraje de la mujer cananea, logremos que nos vuelvan las ganas de comer pan.
En el capítulo 56 de Isaías (del que la liturgia sólo recoge un pequeño fragmento) el Señor tranquiliza a dos categorías de excluidos: los extranjeros y los eunucos. Estos parecen estar irremediablemente fuera de la salvación, de la bendición. Ellos mismos opinan que nunca podrán formar parte a pleno título del pueblo de la alianza. Los privilegiados, los miembros de derecho, los miran con sospecha y con desprecio.
Pero el Señor se complace en invertir las posiciones. Es significativa la promesa dirigida a los que no pueden asegurarse una descendencia: «A los eunucos que observan mis sábados, que eligen cumplir mi voluntad y perseveran en mi alianza, los haré en medio de mi pueblo más célebres y poderosos que si tuvieran hijos e hijas, Los haré ciertamente famosos y nunca serán olvidados...» (Is 56, 4-5).
Los caminos de acceso al «monte santo» están muchas veces cortados abusivamente por hombres celosos, que imponen limitaciones arbitrarias, que dictan condiciones que no son necesariamente las que requiere el Señor.
Entonces es Dios mismo el que toma de la mano a los excluidos, a los que por desprecio se ha dado con la puerta en las narices y han sido mantenidos a distancia, para acompañarlos a lo largo del camino «prohibido» e introducirlos en su «casa de oración», en donde serán «colmados de gozo».
El gran sueño del Señor sigue siendo el de un templo «abierto», convertido no en un lugar de discriminación ni tampoco de confusión (en donde el humo del incienso esconde actividades no siempre compatibles con la santidad de Dios), sino en «lugar de oración para todos los pueblos».
Para los excluidos y los privilegiados, para los practicantes y los no practicantes.
Somos nosotros los que hemos inventado y aplicado estas categorías. Pero el Señor se divierte privilegiando precisamente a los excluidos.
Muchas veces hacemos cosas que no son del total agrado de Dios, y olvidamos «prácticas» que él considera absolutamente decisivas para un creyente: la justicia, por no hablar de otras, que aparece en el exordio del pasaje de Isaías.
«Guardad el derecho, practicad la justicia...»
Me alegraría ver en la entrada de ciertas iglesias un cartel con esta frase: «Bienvenidos los que tienen hambre y sed de justicia».
Pablo (segunda lectura) toma nota de una alteración de la situación. Ha habido un «cambio» decisivo. El pueblo de la promesa, a quien iba destinado el «pan de los hijos», se ha autoexcluido. Y en su lugar han entrado los paganos, que hasta ahora habían tenido vetado el acceso al templo. La Iglesia de Cristo, por el contrario, fiel a la apertura universalista del Maestro, urgida poderosamente por Pablo, los ha acogido en su seno.
Ahora el apóstol toma posiciones ante su posible «envidia» y pide permiso a los recién llegados para tener abierta la puerta también a los israelitas.
En efecto, siempre se corre el peligro de que los que en algún tiempo sufrieron la exclusión, cuando tienen el mando se conviertan a su vez en «excluyentes»; que los que han sido discriminados, apenas han conseguido la integración, se transformen en los peores racistas; que los que han obtenido misericordia, apenas convertidos, se muestren fanáticos, intolerantes, implacables inquisidores.
Finalmente, en el evangelio, el mismo Cristo parece excluir irremisiblemente en un primer momento a la mujer cananea de la mesa reservada a los hijos.
Pero la mujer, decidida a obtener el milagro en provecho de su hija, no se deja desanimar por la actitud cortante del Maestro. Más aún, se obstina cada vez con mayor empeño (un ejemplo estupendo de humildad atrevida y de atrevimiento útil). Consigue forzar la puerta con un arma que no poseen muchos de los que están sentados a la mesa: la fe.
«Mujer, ¡qué grande es tu fe!». Cristo se ve obligado a ceder, a plegarse ante la voluntad de la mujer: «Que se cumpla lo que deseas...».
Pedir las migajas de las migajas
La mujer cananea podría explicarnos muy bien lo que es la fe y lo que es la oración.
Por fortuna, no escribe libros. Toda su lección está contenida en un gesto, en una actitud, en unas pocas frases. Nos toca a nosotros interpretar todo eso.
El episodio, entre otras cosas puede hacernos intuir por qué Dios se calla, la rechaza, se niega a actuar. Es que quiere que nos acerquemos más a él. Desea que estemos a su lado por más tiempo. No admite que le arranquemos aprisa un milagro y que luego nos vayamos a lo nuestro.
Pero fijemos el punto culminante del diálogo, tenso y hasta dramático, entre aquella pobrecilla y el Maestro.
«No está bien echar a los perros el pan de los hijos». La frase de Jesús, en su dureza, parece ser una rotunda negativa.
Pero la mujer no se rinde y replica con prontitud: Eso es cierto, Señor, pero también los perros comen las migajas que caen de la mesa de los amos...
Ella, que tenía fe, se contentaba con las migajas. Podríamos muy bien pedirle nosotros que nos regalase las migajas de las migajas. Creo que hoy deberíamos descubrir una dimensión de la fe partiendo precisamente de las migajas.
Quizás ha llegado el momento de optar por una religión de las migajas.
Lo tenemos todo; el «mercado» está repleto; hay un montón increíble de ofertas; hay «pan» de tantas clases que satisface a todos los gustos, incluso a los más extravagantes. Pero nuestra fe, en vez de reforzarse, parece debilitarse cada vez más.
Por eso se intenta apuntalarla recurriendo a lo milagrero, a lo sensacionalista, a los devocionismos más ambiguos, hasta a las prácticas esotéricas.
Se necesitan apariciones, sucesos prodigiosos, empresas clamorosas, fenómenos extraordinarios.
Personajes por lo menos curiosos, con propuestas de tipo emotivo, reclutan adeptos entusiastas y caprichosos.
Se instrumentaliza y a veces se idolatra más allá de los límites del buen gusto a algunos humildes intérpretes de un evangelio de misericordia.
Se dan todas las facilidades. Pero la oferta, por muy atractiva que la hayan hecho los medios más desaprensivos, supera con mucho la demanda. Más aún, cabe sospechar que su mismo exceso acabe desalentando a la demanda.
Nos hemos olvidado del sabor del pan
A veces, viendo los horarios (bastante apretados) de las misas festivas en la puerta de algunas iglesias, y observando las caras de muchos de los asistentes, pienso en aquella iglesia-barracón de Dódoma, en Tanzania. El misionero acude, cuando lo hace, cada tres semanas. La gente tiene que caminar a pie hasta diez y veinte kilómetros. Pero todos se visten de fiesta y llegan con la alegría en su rostro. Y la liturgia que celebran (que dura al menos dos horas y media) es de las cosas más vivas y gozosas que yo he presenciado.
Aquella gente ha descubierto, como la cananea, el secreto de las migajas.
Nosotros obtenemos el pan sin mucho esfuerzo, entregado casi a domicilio, y no sabemos qué hacer con él. Y con frecuencia va a parar a la basura.
Veamos. Las migajas que yo quiero exaltar no se oponen al pan. Son más bien todo lo contrario de esa gula religiosa que provoca el hábito, la indiferencia.
El exceso, la exigencia desproporcionada de lo superfluo, las concesiones a lo que no tiene más que apariencia de fe, aunque se pretenda hacer pasar como fe, acaban creando individuos desnutridos.
Al haberse olvidado las migajas, se ha perdido también el sentido y el gusto del pan.
El exceso de productos sofisticados hacen perder el sabor del alimento genuino.
Las excesivas aromatizaciones borran la fragancia del pan.
Los antiguos monjes, en los desiertos de Egipto y de Siria, alimentaban su fe, ya bastante robusta, a base de migajas. Baste pensar que muchos de ellos, al ser prácticamente analfabetos, tenían que masticar y rumiar durante una jornada entera la misma corteza, es decir, un solo versículo de un salmo, una frase del evangelio. Y de esta manera acababan aprendiendo de memoria libros enteros de la sagrada Escritura.
Me gustaría preguntarle a un sacerdote, a una religiosa, si es capaz de recordar una línea del salmo que ha rezado esta mañana en Laudes.
Preguntarle a un fiel cualquiera si está en disposición de citarme una sola frase del evangelio que ha escuchado durante la misa del domingo...
Por lo poco que sé, estoy convencido de que muchos creyentes de los países del este, durante el periodo más negro de la dictadura atea, alimentaron su fe con migajas. Sí, su extraordinaria «resistencia» se debe ni más ni menos que al milagro de las migajas.
Conozco personalmente a algunos sacerdotes que pasaron siete u ocho años en los campos de concentración, condenados a trabajos forzados. Su biblioteca se reducía a un volumen del breviario. Y se mantuvieron firmes, e incluso se robusteció su fe, exclusivamente gracias a aquellas pocas páginas.
Su fidelidad constituye una seria acusación contra nuestros paladares religiosos superfinos y un tanto pretenciosos (pretenciosos para lo que no es esencial), que después de haber pellizcado una cantidad increíble de golosinas, producen una fe remilgada, incapaz de resistir al más pequeño vendaval (incluso solamente... publicitario).
Cuando hay demasiados juguetes, no se sabe a qué jugar. Me explicaré con un ejemplo.
Conozco a niños que tienen los armarios de la habitación increíblemente llenos de juguetes costosísimos y de la última moda. Y veo que muchos de ellos no saben jugar ni divertirse; que gimotean continuamente pidiendo más todavía. Parecen aburridos. En mi pueblo usan un adjetivo casi intraducible: achaparrados (mohínos, apáticos, indolentes, aburridos, desganados...).
¡Y decir que bastaría la caja de embalaje de una de aquellas preciosas zarandajas para hacer felices a un montón de niños africanos! ¡Seguro que con las virutas se inventarían algún juego que los enloquecería de alegría al menos durante un mes!
Las noticias que llegan a la isla
Una última imagen. Si no temiese pecar de inmodestia, contaría una parábola.
Unos hombres llevan cierto tiempo en una isla remota, en donde escasean las comunicaciones.
Consideran una fortuna encontrar un viejo periódico roto, casi ilegible, en donde a duras penas consiguen descifrar una noticia sobre su país.
Y es un gran día aquel en que, a través de una radio acatarrada, entre una descarga y otra, captan un trozo de frase, un nombre familiar, quizás el resultado de un partido de fútbol.
Se acercan a los raros visitantes para arrancarles un poco de información sobre cualquier cosa, quizás sobre el tiempo que hace por allá. Los detalles más nimios se hacen importantísimos.
Asombran las cosas más comunes. Se aprecian las realidades más ordinarias. Lo normal se convierte en suceso prodigioso.
Si luego llega una carta, se trata de un acontecimiento histórico. Pues bien, la existencia de fe del cristiano debería ser una experiencia similar.
En esa isla aprendemos a dar valor a las cosas pequeñas.
Nos basta con descubrir un signo lejano, con captar un mensaje hecho de pocas y simples palabras, con intercambiar algunas preciosas confidencias, con prestar atención a las débiles huellas que alguien dejó a lo largo de nuestro itinerario cotidiano.
Al no disponer de muchos libros de oración, tendremos que descubrir, inventar, crear la oración.
Y para satisfacer la necesidad de algún suceso milagroso, nos daríamos cita para asistir juntos, por la mañana, cuando todavía está oscuro, a la aparición del sol. Y quedaríamos asombrados. Y brotaría en nuestro interior una necesidad imperiosa de dar gracias.
Sí, gracias, Señor, por las migajas.
Quizás buscándolas, pidiéndolas insistentemente con el humilde coraje de la mujer cananea, logremos que nos vuelvan las ganas de comer pan.
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