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domingo, 18 de septiembre de 2011

Domingo XXVI del tiempo ordinario: A cada uno lo suyo


Publicado por Entra y Verás

El evangelio de hoy tiene su aplicación directa en el día a día. Muchas veces nos movemos entre envidias y sospechas porque a un compañero le va mejor que a nosotros. Dios es bueno con todos y por ello hemos de estar tranquilos y agradecidos sin sentirnos mal porque a otro se le pague igual aunque no haya "trabajado" lo mismo que nosotros pues a nosotros se nos da lo prometido.

Pensar que Dios es un banquero, un agente de bolsa o un empresario resulta tan estúpido como la postura de aquellos padres que al final del día calculaban el rendimiento y los beneficios que les habían producido sus hijos con el fin de determinar la cantidad de cariño, atención y ternura que merecen. Si esto ocurriese en la realidad nos echaríamos las manos a la cabeza y llamaríamos con razón a un psiquiátrico. El problema está cuando en la realidad, basamos nuestra relación con Dios en estos parámetros, tratando de acumular méritos para gozar un día en el cielo de una habitación con vistas al mar.

Una nueva parábola, una nueva situación de la vida real con la que se nos quiere mostrar la infinita generosidad de Dios. Evidentemente desde el punto de vista empresarial, el propietario comete un disparate pues paga lo mismo al que ha trabajado todo el día que al que ha trabajado sólo un rato. La clave para entender bien la parábola nos la da la pregunta que está casi al final del relato: ¿Vas a tener tu envidia porque yo soy bueno? Dios no se relaciona con el ser humano según el principio calculador del haber y el debe sino desde la toda bondad y generosidad. Dios no es un “agarrao”, ni un usurero, ni tampoco un creído al que le gusta que le hagan la pelota todo el día. Dios es generoso y punto. El sentido de la parábola es que Dios quiere a todos los hombres en su Reino, en su pueblo; a todos los quiere llenar de vida, sin importarle la hora de la llamada, ni los méritos que hemos contraído. Frente al “capitalismo espiritual” nos dice que trabajar para el Reino da felicidad siempre; pero no acumula méritos para el cielo; trabajar por el Reino es un don de Dios que nos seduce y nos realiza aquí y ahora, y siempre.

Para nuestra vida esta parábola contiene, en mi opinión, una enseñanza fundamental: hemos de desterrar de una vez por todas la idea del Dios propietario, Dios patrón, que paga conforme a los méritos adquiridos. Pues con demasiada frecuencia uno se encuentra con gente que confunde la vida cristiana con un maratón en el que se coleccionan indulgencias y jubileos, como si así se adquiriese un pase especial a la vida eterna.

No nos engañemos y caigamos en la tentación de pensar que la Iglesia es una agencia inmobiliaria donde se venden parcelas de cielo a precio de rosarios o penitencias. Hemos de intentar con todas nuestras fuerzas amoldarnos a relacionarnos con Dios teniendo presente su generosidad para con todos y a la vez, hemos de relacionarnos con los demás de igual forma: desde la generosidad y bondad y no desde el interés mirando bien de quien podemos sacar provecho. La parábola no sólo nos muestra como es Dios sino como actuamos nosotros.

Por último, la sentencia final añadida a la parábola original es una aplicación a la comunidad de Mateo: los últimos (los paganos) serán los primeros y los primeros (los judíos), los últimos. El bien situado clama porque se le equipara, con el marginado, con el que acaba de llegar porque nadie le ha contratado hasta la última hora. Quizá esto esté también hoy presente en muchos ámbitos de nuestra sociedad y es aquí donde los cristianos hemos de dar testimonio de generosidad y bondad.

Roberto Sayalero Sanz, agustino recoleto. Colegio San Agustín (Valladolid, España)

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