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domingo, 18 de septiembre de 2011

XXV Domingo del T.O. (Mt 20,1-16) - Ciclo A: COMPETITIVIDAD



LA JUSTICIA DE DIOS

Nos hemos empeñado en hacer un Dios a nuestra medida, -pero... Dios se resiste a que lo empequeñezcamos intentando asemejarlo a los grandes de este mundo. Su justicia nunca es neutral: siempre está de la parte de los pobres, de los débiles, de los que no pueden defenderse por sí mismos, de los que no tienen derechos porque no tienen fuerza para defenderlos.

COMPETITIVIDAD

La vida se nos presenta, a los que vivimos en los países occidentales, como una continua competición en la que sólo unos pocos triunfan. Ya no se trata de vivir con dignidad; lo que importa es ser los mejores, llegar los primeros, subir más arriba que nadie... Desde la escuela -«el primero de la cla­se»- hasta las cosas más domésticas -«la ropa más blanca que la de la vecina»-, vivir significa competir.

Y eso tiene una consecuencia: nos sentimos competidores unos de otros. Porque el primero sólo puede ser uno, uno sólo puede ser considerado el mejor, son pocos los puestos de los triunfadores; y así, todos los que luchan por el mismo puesto, luchan entre sí. Y luchando unos contra otros, y haciéndolo además en solitario, no es posible vivir como hermanos.

Y ha penetrado tan hondo en nosotros este modo de pen­sar, que incluso los que estamos acostumbrados a leer el evan­gelio tenemos dificultades pata aceptar como justo que gane lo mismo el que ha trabajado sólo un par de horas que quien ha pasado el día entero en el tajo. [Está claro que de lo que se trata en la parábola es de igualar por arriba, pagando el sa­lario completo a todos. Y está claro que los últimos que se incorporaron al tajo no habían ido antes porque no los habían llamado. Nada se quitó a los que empezaron primero; tampo­co se premió a los vagos.]


«... SEGUN SUS NECESIDADES»

Jesús de Nazaret, que viene a enseñarnos a vivir como her­manos, propone como uno de los componentes esenciales de su mensaje la idea de la igualdad radical entre los hombres y la exigencia para sus seguidores de construir una sociedad de iguales. Bastaría leer algunos párrafos del evangelio de Mateo para hacer desaparecer la más pequeña duda: «Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar 'señor mío', pues vuestro maestro es uno solo y vosotros todos sois hermanos; y no os llamaréis 'padre' unos a otros en la tierra, pues vuestro Padre es uno solo) el del cielo; tampoco dejaréis que os llamen 'directores', porque vuestro director es uno solo, el Mesías» (23,8-10). Y esta igualdad radical en lo que a dignidad se refiere tiene su aspecto económico perfectamente explicado en el libro de los Hechos de los Apóstoles: «Los creyentes vivían unidos y lo tenían todo en común: vendían posesiones y bienes y lo re­partían entre todos según la necesidad de cada uno» (2,44-45). «Nadie consideraba suyo nada de lo que tenía, sino que lo po­seían todo en común... entre ellos ninguno pasaba necesidad, ya que los que poseían tierras o casas las vendían, llevaban el dinero y lo ponían a disposición de los apóstoles; luego se distribuía según lo que necesitaba cada uno» (4,32-35). Así de claro.


NI ULTIMOS NI PRIMEROS

«Todos, aunque sean primeros, serán últimos, y aunque sean últimos, serán primeros».

«Así es como los últimos serán primeros y los primeros últimos».


El sentido de la parábola (la de aquel hombre que fue lla­mando jornaleros a su viña durante todo el día y, a la hora de pagar, entregó a todos el mismo salario, el salario completo, sin hacer distinción entre los que habían llegado a primera hora y los que habían llegado al atardecer) queda claramente resumido en las dos frases que la enmarcan: en el grupo for­mado por los que tienen a Dios por Rey (Mt 5,3.10), en el mundo organizado al gusto del Padre, no habrá ni primeros ni últimos, todos serán iguales en dignidad y en derechos. No se concederán ventajas ni dignidades al que realice un trabajo considerado más importante, ni al que tenga más capacidad, ni al que haya llegado antes... Ese grupo ha de ser una comu­nidad de hermanos, de iguales, con un solo Padre, un solo Señor y un solo Maestro (Mt 23,8ss). En ese grupo cada uno aportará según sus posibilidades («Otros cayeron en tierra buena y dieron fruto: unos, ciento; otros, sesenta; otros, trein­ta»: Mt 13,8.23) y recibirá en todo, hasta en vida eterna, se­gún sus necesidades, esto es, todos lo mismo. Y ese grupo ha de ser una muestra de lo que Dios quiere para todo el mundo.

Muchos cristianos han intentado a lo largo de la historia poner en práctica este ideal. Al menos desde el siglo IV, todos o casi todos los que lo hicieron tuvieron problemas. Muchos de ellos se vieron acusados de herejía, o de no amar a la jerar­quía de la Iglesia, o de no respetar la ley natural, según la cual, decían, la propiedad privada es un derecho inviolable. Hoy, a los que defienden un sistema económico en el que cada cual obtenga lo necesario para satisfacer sus necesidades con digni­dad se les acusa de ser marxistas (cierto que es un principio fundamental de la teoría marxista eso de que cada cual debe trabajar según sus posibilidades y recibir según sus necesida­des, pero los Hechos de los Apóstoles se escribieron dieciocho siglos antes que El capital). ¿No estarán indicando todos estos conflictos que aún no hemos comprendido cuál es la justicia de Dios?

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