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sábado, 24 de septiembre de 2011

XXVI Domingo del T.O. (Mt 21,28-32) - Ciclo A: Detrás del sí y detrás del no.


Por A. Pronzato

También hay un cristianismo «declamatorio» Hay quien dice sí y hace no.
Y hay quien dice no y hace sí.

Evidentemente, a Dios le agradan los que dicen sí y hacen sí. Pero también es claro que entre el que dice y no hace, y el que no tiene las palabras justas en la boca pero es capaz de presentar acciones convincentes, sus preferencias se inclinan por esta segunda categoría de individuos.

La parábola del evangelio representa la condenación inexorable de un cristianismo «declamatorio», hinchado de palabras, de fórmulas, de profesiones solemnes, de hechos convincentes proclamaciones de fe, pero vacío de.

No bastan las «tomas de posición» (naturalmente «firmes»)

No son suficientes las reafirmaciones de principios (naturalmente «intocables»).

Es demasiado poco estar en regla con la ortodoxia. A las palabras deben seguir las acciones.

A los principios, la conducta coherente. A las enseñanzas, el ejemplo personal.

Al credo recitado con voz potente, una vida que no lo desmienta clamorosamente.

Las ideas que se manifiestan no pueden estar sólo en armonía con la sana doctrina («depositum fidei»), sino sobre todo con la conducta práctica.

Es indispensable «hacer la verdad», y no sólo conocerla, pensarla, guardarla, anunciarla.

Más aún, podemos decir que conocemos plenamente la verdad, sólo cuando la «hacemos».



«Aquel que actúa conforme a la verdad, se acerca a la luz» (Jn 3,21).

La praxis no es sin más ni más la consecuencia del conocimiento de la verdad, sino que representa la condición necesaria para llegar al conocimiento de Dios. La praxis, no la teoría, es el principio cognoscitivo.

Al final de la vida no nos juzgarán por la doctrina, sino por los hechos: el pan compartido con el hambriento, el vaso de agua ofrecido a quien tiene sed.

Más aún, los elegidos confesarán cándidamente que no se sienten en regla con la ortodoxia, reconocerán sus errores en materia cristológica: «¿Cuándo te vimos hambriento... desnudo... enfermo... pobre... encarcelado...?» (Mt 25, 37-40). O sea: «¡No sabíamos que eras así!».

Sin embargo, los acogerán en el Reino porque su comportamiento era el que tenía que ser.

En última instancia, ante el tribunal supremo, lo que importa es estar en regla con el mandamiento de la caridad.

La gloria de Dios no se ve comprometida si resbalamos en alguna definición teológica. Pero su imagen se ofusca cuando no hacemos un acto de misericordia.

El se siente defraudado cuando se le niega la comida o el vestido o el lecho a un pobre cualquiera.



El no que anula todos los síes

La situación que nos describe la parábola tiene algunas variantes. Una puede ser ésta.

Está el cristiano que dice sí a Dios en el terreno de la moral sexual, en la defensa de las tradiciones religiosas, en las prácticas devotas, en los sacrificios más costosos, en la obediencia a los superiores.

Proclama a voces, en toda ocasión, su propia pertenencia a la Iglesia, defiende sus derechos, lucha intrépidamente por todas las causas «buenas».

Pero luego se muestra duro con el prójimo. Le niega el perdón. No vacila en herir, en humillar, en despreciar.

Pues bien: ése es la réplica exacta del primer hijo, del que dijo enseguida que sí, pero luego fue no.

La negativa a amar, a respetar al otro, anula todos los demás síes. Podemos engañarnos al pensar que trabajamos en muchos campos para el Señor. Pero si no trabajamos en el de la caridad, la viña del Padre queda sin cultivar.



Cuando la lengua engaña

Podemos añadir: hay una fidelidad de fachada, muy correcta, obsequiosa, que respeta las formas, disciplinada. Que con frecuencia sirve de capa al oportunismo, al cinismo, al cálculo astuto, incluso a la rebelión interior.

Y hay una fidelidad sufrida, que a veces se traduce en actitudes externas descompuestas, en un tono algo rebelde, en efervescencias superficiales, pero que traduce un compromiso hondo, una vida ejemplar en la sustancia, una entrega admirable, una generosidad a toda prueba.

En una palabra, puede haber una deferencia llamativa, una obediencia ostentosa, que ocultan el desamor.

Y puede haber un lenguaje áspero, crítico, que esconde una pasión profunda.

Por desgracia, muchas veces se premian las sonrisas, las inclinaciones, los síes a todo y en todas las circunstancias.

El primer hermano es estimado y admirado. Al segundo se le mira con sospecha o se le ignora.

Por fortuna, el Padre tiene en cuenta lo que viene «detrás» del sí o «detrás» del no.

Tiene la costumbre de mirar adónde llevan las palabras, de fijarse en cómo se emplean las manos después de los aplausos...


El test más fiable

Un test fiable sobre la autenticidad de nuestro sí es el que nos ofrece el estilo de vida comunitaria.

La página de Pablo (segunda lectura) sigue siendo de candente actualidad.

La imagen de Cristo que, siguiendo el camino descendente del despojo total, se hizo siervo, llegó lo más bajo posible, hasta tocar el fondo de la humillación, ocupar el último puesto y llegar a anonadarse, debería inspirar el comportamiento de todos sus seguidores.

Por desgracia, demasiadas veces el entramado de la vida común se rompe por rivalidades absurdas, por afanes de prestigio y de «ascensos» insensatos, por empeño en obtener títulos, honores, consideraciones, cargos (¡incluso en su nombre! sí, en nombre de aquel que arrinconó los privilegios divinos para hacerse esclavo...)

«Si queréis darme el consuelo de Cristo y aliviarme con vuestro amor... ».

Pablo «conjura», con un crescendo de expresiones bajo el ritmo del si, a realizar la unidad en la humildad.

«No obréis por envidia ni por ostentación».

La afirmación de sí mismo, el protagonismo, el espíritu de competición, la envidia, son la caries, el cáncer que corroe las relaciones comunitarias, provocando devastaciones espantosas.

El sí de la caridad implica necesariamente el no de la humildad, o sea, el no opuesto al amor propio, a la vanidad, a la gloria individual. Solamente un corazón vacío de sí mismo puede llenarse de amor. También para el creyente hay una kénosis personal, copiada de la de Cristo, como condición necesaria para tener caridad con los demás.


«Tened entre vosotros los sentimientos propios de una vida en Cristo Jesús».

No basta con tener en los labios la palabra amor, engarzada quizás con fórmulas brillantes.

Hay que poseer «por dentro» el sentir de Cristo, su «ambición» abismal de convertirse en el último y en el siervo de todos.

«No os encerréis en vuestros intereses, sino buscad todos el interés de los demás».

Está el interés material. Y a veces, todavía más desenfrenado, el interés por el propio rostro, por el propio nombre.

Pero sólo cuando hacemos desaparecer nuestro rostro es cuando, en la comunidad eclesial, aparece el rostro del amor.

Cristo recibió su «nombre» de Dios. Nosotros no podemos esperar. Pretendemos «dárselo» nosotros y gastamos todo nuestro tiempo y todas nuestras energías en defenderlo (el tiempo y las energías que deberíamos emplear más útilmente en cultivar la viña del Señor, no nuestra fama ni nuestra popularidad).


La gran posibilidad: empezar a ser cristianos

Ezequiel nos recuerda que hay siempre una posibilidad. La posibilidad de hacernos distintos, de modificar el talante actual de nuestra vida.

Existe la posibilidad de que el justo emprenda el camino del mal. Y la posibilidad de que el malvado se arrepienta de su conducta y opte por el bien.

Y también existe, por desgracia, la posibilidad de que uno no perciba la necesidad de cambiar y se quede bloqueado en sus propias posiciones.

Y entonces puede ocurrir que veamos que pasan adelante ciertas personas a las que normalmente se desprecia:

«Os aseguro que los publicanos y las prostitutas os llevan la delantera en el camino del reino de Dios».

No es una pequeña sorpresa.

Es inútil que nos finjamos escandalizados.

El hecho es que pasamos el tiempo observando, juzgando, condenando a los que consideramos indignos.

No nos damos cuenta de que precisamente los irregulares, los que niegan a Dios, aquellos a los que catalogamos entre los irrecuperables, pueden haber respondido entretanto a la invitación, que se hayan conmovido.

Y nosotros nos engañamos con la idea de que nos han dado a nosotros en exclusiva y en posesión perpetua la herencia del Reino. O creemos que nuestras posiciones son definitivas.

Tenemos que convencernos de que nuestro sí a Dios no es algo ya establecido y fijado para siempre.

Tiene razón G. Bessiére: nunca acabaremos de ser cristianos.

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