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sábado, 8 de octubre de 2011

XXVIII Domingo del T.O. (Mt 22, 1-14) - Ciclo A: Todos a la fiesta


Por A. Pronzato

El centro se desplaza hacia la periferia

Entonces nadie podrá decir: «Aquí está mi Dios» (el Dios de mi cultura, de mi raza, de mi círculo devoto, de mi práctica religiosa). Sino que aquel día se exclamará: «Aquí está nuestro Dios».
El Dios del gran banquete es el Dios de todos.
Sorpresa y gozo de descubrirse invitado junto con todos.
Nadie tiene derecho a sentirse privilegiado, a reivindicar una exclusiva (los que, en la parábola evangélica, han preferido ocuparse de sus campos o de sus asuntos probablemente consideraban que la invitación no era bastante selectiva, bastante exclusiva. Tenían una mentalidad elitista, no querían mezclarse con «todos»).
El velo de la ceguera que tendrá que caer de los ojos no es solamente el que impide conocer al Dios verdadero, sino también el de las visiones particularistas que impiden ver a los demás.

«Todos los pueblos», en la visión de Isaías.

Todos los reclutados en «los cruces de los caminos», en la parábola de Mateo.

No cabe duda. La característica más evidente del banquete es su universalidad. La gratuidad de la invitación va acompañada de su extraordinaria amplitud, de su extensión por encima de todos los límites «razonables».

Nosotros estamos acostumbrados a ponerlos en el centro. Nos resulta difícil aceptar la periferia, reconocer que los que están al margen quizás están más cerca de Dios que nosotros.

En nuestra perspectiva tendemos instintivamente a limitar el Reino a los confines de la Iglesia, en vez de dilatar la Iglesia a las dimensiones del Reino.

Otra característica es la esperanza.

Por ahora no vemos nada. Y no somos nosotros los que tenemos la posibilidad de eliminar aquel velo insoportable. Será Dios quien lo arranque de nuestros ojos.

Cuando llegue el momento. Cuando quiera él. Entretanto hemos de seguir caminando, buscando...

No poseemos más que una palabra. Vamos detrás de una palabra. Dios nos ha dado una palabra para ver a través del velo.

«El Señor ha hablado». Nada más.

En vez de «manjares suculentos», y de «vinos de solera», tenemos que tragar con frecuencia lágrimas de sabor amargo.

...Sin embargo, tenemos su palabra. Dios ha comprometido su palabra. A los que nos pidan cuenta de nuestra esperanza, podemos responder que Dios nos ha dado su palabra. «Dios ha hablado».


La convivencia

Nunca se nos dice en el evangelio: «El reino de los cielos es parecido a un convento, a un monasterio, a un congreso de intelectuales, a un encuentro de almas...».

Se nos habla más bien de banquete, es decir, de alegre convivencia. De comida, pero también de amistad.

De gozo de encontrarse, de comunicar con los demás.

De cuerpo y espíritu, juntamente.

De boca y de corazón.

De cosas materiales que se convierten en dones, en sacramentos de fraternidad.

De platos apetitosos, de copas rebosantes de vinos exquisitos, y los ojos no se limitan a mirar el plato, sino que van a buscar la mirada del otro.

¿Cuándo nos decidiremos a recuperar estas soldaduras esenciales, a fin de descubrir al hombre en su totalidad?

¿Cuándo lograremos reanudar un discurso verdaderamente bíblico sobre el hombre, evitando los condicionamientos de una cultura «separatista»? ¡Cuántas separaciones abusivas, además de la separación, hundida ya en lo más íntimo de nuestra cultura, entre la materia y el espíritu! Tenemos al creyente «separado» de la naturaleza, al testigo de lo sobrenatural «separado» de lo humano, al participante del banquete eucarístico «separado» de las exigencias de la justicia, al obediente «separado» de su propia conciencia...

¿Cuándo devolveremos a la esperanza cristiana la densidad terrena que le pertenece?

¿Cuándo volveremos a encontrar un lenguaje religioso que sea también un lenguaje humano?

Es preciso convencerse de que interpretaciones reductivas del mensaje evangélico no son sólo las temporalistas, sino también las espiritualistas.



La línea del mal pasa por los límites de la invitación

Se incendia la ciudad, no por haber pisoteado las leyes, sino por haber rechazado una invitación.

El bien y el mal, en este caso, se captan en su raíz: acogida o rechazo de una propuesta.

Será oportuno además preguntarnos dónde hemos puesto esa invitación. Quizás la hemos registrado sólo en los libros. Quizás la hemos doblado y la hemos dejado en el cajón, que es lo mismo que si la hubiéramos olvidado.

Hay, sin embargo, algunos que guardan la invitación en el corazón. Quizás no sepan descifrar exactamente su contenido. Pero se sienten urgidos por ella y se mueven en dirección hacia el amor, la justicia, la paz.

Quizás resulte más fácil ponerse en marcha cuando uno está «en el cruce de los caminos» que cuando está bien acomodado en un palacio.

Es más fácil tener ganas de hacer fiesta cuando uno duerme bajo el puente que cuando está echándose la siesta en una biblioteca...



Si uno no es capaz de perder el tiempo, corre el riesgo de perder la vida

«Los convidados no hicieron caso; uno se marchó a sus tierras, otro a sus negocios...».

Aparentemente, nada extraño. Un comportamiento que no tiene nada de escandaloso. Todo normal. Cada uno ha de pensar en las necesidades de la vida cotidiana.

Cada uno se dedica a lo más urgente.

Esos individuos no tienen tiempo que perder. El deber es más importante que la fiesta.

Observa M. Heidegger: «Perdiéndose en el tráfico de sus ocupaciones, el hombre de la cotidianidad pierde su tiempo. De aquí nace su expresión característica: `No tengo tiempo'».

El tiempo confiscado exclusivamente por el hacer se convierte, paradójicamente, en «tiempo perdido» para la vida.

La parábola establece un contraste muy claro entre la preocupación y la alegría, entre la necesidad y la libertad, entre la realidad concreta y la posibilidad abstracta, entre la pérdida y la ganancia de tiempo...

En el fondo, la parábola hace vislumbrar que hay dos modelos de interpretación de la propia vida. Además de la habitual, hay una nueva idea de sí mismo.

«El modelo de la fiesta se transforma en modelo para la cotidianidad» (G. M. Martin).

La vida concreta, interpretada al viejo estilo, antes de la invitación al banquete, a pesar de su aspecto de extrema concreción, puede ser una ficción. Lo que llamamos vida real puede ser sólo ficticia.

Solamente el sueño inverosímil de la fiesta se convierte en realidad. O, si preferimos, el sueño más increíble consigue transformar la realidad.


Nadie debe sentirse seguro

Se sigue discutiendo todavía la escena final que tiene como protagonista al hombre sorprendido sin «traje de fiesta».

Algunos comentan con cierto escándalo: «¿Cómo podía estar debidamente vestido aquel hombre, si acababan de traerlo directamente de la calle?».

Quizás tengan razón los eruditos que sospechan que se trata de una breve parábola añadida a la anterior por exigencias de actualidad, para disipar ciertos equívocos.
No debería ser difícil reconstruir la situación histórica y señalar así los motivos de aquella operación. En los tiempos en que vivía, Mateo estaba obligado a tomar nota de una cierta realidad. Los destinatarios de la primera invitación no sólo habían rechazado la invitación del Hijo, sino que lo habían matado.

Ahora la humanidad entera ha sido invitada a ese banquete. Y entonces será posible ver sentados codo a codo en la misma mesa a hombres que pertenecen a los más diversos pueblos, razas, culturas y condiciones sociales.

Pero esta reunión sorprendente no debe hacernos olvidar ciertas exigencias, incluso de tipo moral. No todas las conductas son compatibles con la fe que se ha abrazado. La respuesta a la invitación de Cristo no es un traje que pueda cubrir cualquier comportamiento.

Todos los invitados tienen el deber se hacerse hombres nuevos, y por tanto de cambiar de vida.

Se trata, como afirma Pablo, de «revestirse del Señor Jesucristo» (Rom 13, 14).

La parábola (quizás añadida) pone en guardia a los cristianos sobre el peligro de una nueva seguridad igual a la que, basándose en el privilegio, había llevado a Israel a la ruina.

Quedan excluidos de la salvación no sólo los que se mostraron indignos de la invitación, sino también los sustitutos que, considerando ahora la llamada como una posesión intocable, no se esfuerzan por vivirla de una forma nueva y no se dan cuenta de su propia conducta «insuficiente».



Pablo no logra dar gracias por el ofrecimiento generoso

El pasaje de la segunda lectura tiene su origen en un hecho concreto, que hay que tener presente.

Pablo recibió ayuda económica de la comunidad de Filipos. Y le cuesta trabajo pronunciar palabras explícitas de gratitud. Reconoce el don, pero da a entender que podía prescindir de él...

¿Cómo explicar este comportamiento un tanto complicado? Intentemos resumir brevemente la posición del apóstol. -Subraya que no era tanto él quien estaba necesitado (¡aunque lo estaba!). Eran ellos los que tenían necesidad de dar. Por eso el apóstol, magnífico educador, se alegra de que su comunidad haya aprendido a dar, a ser generosa, sensible, atenta.

-En Corinto Pablo se gloría de trabajar con sus propias manos para ganarse la vida, sin recurrir a los derechos que dimanan de la predicación del evangelio y del servicio a la comunidad.

Aquí, por el contrario, no vacila en depender de las ofrendas de los fieles. ¿Por qué?

Allí había alguien que, a través del dinero, pretendía condicionarlo, instrumentalizarlo, atarle las manos, ponerlo de su parte, hacerle decir lo que le interesaba.

Y entonces Pablo no vacila en volver a su antiguo oficio de tejedor de tiendas. Más vale depender de un patrón y ser libre para proclamar el evangelio, que verse maniobrado y condicionado por un comité de bienhechores.

En Filipos, por el contrario, hay alguien que paga sin pretender atarlo, instrumentalizarlo. Y a Pablo le parece bien. Por eso se dedica al apostolado a tiempo completo.

Como se ve, el apóstol se adapta con elasticidad a las diversas situaciones.

Lo que importa, lo que hay que salvaguardar por encima de todo, es la libertad del evangelio.

-Pablo no quiere presentarse en ningún caso como un funcionario, como un empleado, como alguien que necesita de la predicación para ganarse la vida. El no podría vivir sin el evangelio (¡pero no en sentido económico!).

Por eso reivindica su autosuficiencia. Es capaz de bastarse a sí mismo, acostumbrado como está a las incomodidades e imprevistos de una existencia itinerante. Sobre todo, sabe contentarse: «sé vivir en pobreza y abundancia».

En otras palabras, Pablo reivindica su libertad, que a menudo toma la forma de pobreza. Lo que importa para él, por encima de todo lo demás, es su relación vital con Cristo: «todo lo puedo en aquel que me conforta».

La libertad y el amor son los pilares que sostienen su apostolado. El se siente libre por causa de Cristo. Libre para amar.

Y esta libertad para amar tiene también un reflejo en sus relaciones con la comunidad.

Limpio el terreno del estorbo del dinero, Pablo es libre para amar a sus cristianos con un amor desinteresado.

-Para Pablo todo es gracia. Tanto el poder dar como el recibir.

-Algunos sostienen que Pablo mantiene cierta distancia en relación con los filipenses. Si lo hace, no es ciertamente por falta de cariño ni mucho menos por egoísmo.

Lo hace sólo para disipar los equívocos. Si se sustrae un poco a ellos, es sólo para estar más disponible para dar.

En resumen. A él le parece bien que sean generosos.

Pero también a ellos debe parecerles bien que él se mantenga libre para servirles mejor.

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