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sábado, 29 de octubre de 2011

XXXI Domingo del T.O. (Mt 23,1-12) - Ciclo A: Un Dios que te despoja


Por Alesandro Pronzato

Alérgicos a las críticas... y a los buenos ejemplos

No sé si hacen más daño las duras invectivas de Malaquías contra los sacerdotes y las descarnadas denuncias de Cristo contra los que se habían instalado en la cátedra, o el ejemplo «maternal» que ofrece Pablo en su comunidad de Tesalónica.
Es verdad que las críticas hacen pupa, son enojosas. Pero también los modelos concretos resultan igualmente irritantes, casi insoportables.
Y de todas formas pronto se encuentra la manera de desembarazarse tanto de las unas como de los otros.
A propósito de las críticas se emplean algunos exorcismos a base de fórmulas ya probadas y de efecto seguro: son siempre, naturalmente, negativas, demoledoras (los elogios incondicionados, las adulaciones, las complicidades, por el contrario, serían elementos constructivos); vulneran la unidad del tejido eclesial (mientras que ciertos escándalos la reforzarían); son el fruto -según he oído decir hace poco solemnemente- de una «cultura de la sospecha» (sería interesante saber si también el profeta Malaquías y el propio Cristo adoptaban una «cultura de la sospecha»).
En cuanto a los ejemplos luminosos, se defienden insinuando que se trata de evidentes exageraciones, de actitudes «irrepetibles», y precisando de todas formas que no todos somos iguales (y sólo faltaría sostener que se necesitan varios evangelios, y que cada uno tiene la posibilidad de escoger el que más se adapte a sus costumbres e inclinaciones...).
Bromas aparte, la liturgia de la palabra de este domingo presenta algunos retazos de una crítica áspera respecto a todo el que ocupe un puesto de responsabilidad en favor de los demás.
Entendámonos: no hemos de escandalizarnos de que en la Iglesia haya abundantes miserias, comportamientos no siempre en armonía con el mensaje de Cristo y con las lecciones impartidas severamente a los demás.
Como decía don Mazzolari, basta con ser hombres para ser unos pobres hombres.
El escándalo está en no querer reconocer los errores, en empeñarse en defender (y en reclutar defensores dóciles) las posiciones más discutibles.
El escándalo está en creerse con derecho a usar los tonos más duros cuando se trata de las faltas ajenas, y en rasgarse las vestiduras y hablar de «ofensas intolerables» cuando alguien nos dice que nuestra cara no le parece demasiado limpia. Y en reaccionar violentamente, decir que se trata de juicios inaceptables, sin advertir antes el deber elemental de mirarse ante el espejo del evangelio...

Cómo se corrigen los defectos ajenos

«Lían fardos pesados e insoportables y se los cargan a la gente en los hombros; pero no están dispuestos a mover un dedo para empujar». Me acuerdo ahora de una anécdota que tiene a Gandhi como protagonista.
Una madre acudió a él diciendo que estaba muy preocupada por su hija, que había contraído la mala costumbre de atiborrarse de dulces. Le pidió:
-Por favor, Mahatma, habla con mi hija y convéncela para que deje ese vicio. ¿Quieres?
Gandhi se quedó unos momentos en silencio, un poco embarazado; luego dijo:
-Trae aquí a tu hija dentro de tres semanas y entonces hablaré con ella. No antes.
La mujer se marchó perpleja, pero sin replicar. Volvió tres semanas más tarde, como le había propuesto el Mahatma, acompañando a su hija golosa insaciable.
Esta vez Gandhi tomó aparte a la muchacha y le habló dulcemente, con palabras sencillas y muy persuasivas. Le comunicó los efectos perjudiciales que pueden causar los dulces, si se toman con exceso. Luego le recomendó una mayor sobriedad.
La madre entonces, después de haberle dado las gracias, al despedirse le preguntó:
«Aclárame una cosa, Mahatma... Me gustaría saber por qué no dijiste esas cosas a mi hija hace tres semanas...».
-Hace tres semanas, replicó tranquilamente Gandhi, también yo tenía el vicio de comer dulces.
Creo que si ciertos sesudos moralistas tuvieran que adoptar el estilo de Gandhi, sus clientes potenciales tendrían que aguardar pacientemente mucho más de tres semanas...
De todas formas, nadie con sentido común pretenderá imponer ciertas cargas, sin saber si podrán llevarlas las espaldas de los demás. Algunas veces esto es imposible. La carga de la familia, por ejemplo, tratándose de sacerdotes, está excluida de antemano.
Sin embargo, sería de desear que antes de sentenciar, de imponer, de deplorar, hicieran al menos un esfuerzo... de imaginación. Y probasen, al menos con la fantasía, a ensimismarse en la situación concreta de ciertos pobrecillos.
Apuesto cualquier cosa a que de no pocos confesionarios, de bastantes textos, desaparecerían ciertos tonos condenatorios.
¿Es demasiado pedir que algunos intenten llevar, al menos con la fantasía, determinadas cargas que pretenden imponer a las conciencias de los otros?

Una voz desde los bancos

«... No hacen lo que dicen».

Este episodio lo he escuchado directamente de la propia interesada. El cura de una aldea de montaña -un religioso de tupida barba- empezó a hablar por enésima vez de que sus parroquianos faltaban a misa los domingos.
Era ya una costumbre. Y la gente empezó a refunfuñar. Entre otras cosas, porque no siempre sus quejas eran justificadas.
Esta vez añadió un nuevo elemento que sonaba a chantaje:
-Si seguís así, tendré que hacer las maletas y marcharme. Entonces ella -una vivaz viejecita- no pudo contenerse. Se levantó en plena asamblea eucarística y, con el tono más suave que podía, replicó:
-Mire, padre. Si desea marcharse, nadie le retendrá, aunque lo sentiremos. Deje de lamentarse. Siempre nos habla de paciencia. A las mujeres nos dice que soportemos a los maridos cuando son intratables, cuando vuelven a casa borrachos y dicen ciertas palabrotas... Entonces, procure también usted tener paciencia con nosotros, aunque no seamos como debemos. Sea usted el primero en darnos ejemplo... Os aseguro que esta anécdota es absolutamente auténtica.
Giuseppe Marotta, en uno de sus relatos, dice que los difuntos se ven condenados a practicar en la otra vida las virtudes que se les atribuye, con cierta generosidad, en las lápidas que ponen en sus sepulcros.
Si se adoptara este mismo procedimiento para las lecciones que se imparten en las cátedras y en los púlpitos (el mío, naturalmente, en primer lugar), creo que muchos de nosotros tendrían bastante tiempo de purgatorio...


La marca no está en el hábito

«Alargan las filacterias y ensanchan las franjas del manto». ¡Quién lo habría dicho! Parece ser que han vuelto a estar de moda las filacterias, en versión actualizada y refinada.
De pronto hemos visto organizar desfiles de moda en clave eclesiástico-litúrgica, con casullas y ornamentos sagrados «de marca». Muchos se han quedado perplejos, algunos -invitados de honor-han caído. Tampoco han faltado algunos que no han dejado de expresar su indignación por lo que consideraba un escándalo y una concesión a la lógica consumista que habría contagiado hasta a las sacristías.
Más allá de todas las interpretaciones que puedan darse de este episodio (que, de todos modos, no refuerza mucho la fe), está el hecho de que a Dios le importa poco que los trajes -incluso sagrados sean «de marca». Lo que de veras le importa es la persona que está bajo aquellos trapos (en el fondo sólo son trapos, aunque costosos, sobre todo si son costosos...). Es importante que la persona tenga «marca» y que ésta ofrezca garantías a nivel evangélico.
Dios no viste a sus ministros a la moda de los estilistas famosos. Lo que hace es despojarlos. Su palabra, implacable, les arranca los hábitos y las caretas (y hasta un poco de piel, si es necesario) y desnuda toda la persona...

El original y las copias

«No llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque uno sólo es vuestro Padre, el del cielo».
Y nosotros, como hijos desobedientes, no hacemos más que multiplicar los padres, regalar con desenvoltura este título. Sobre todo a los padres «abusivos».
Y esto explica también por qué nos fabricamos una imagen distorsionada de Dios. A fuerza de distribuir con ligereza certificados de paternidad (que ocultan a veces actitudes opuestas a las del Padre que nos ha revelado Jesucristo), acabamos atribuyendo a Dios los rasgos deformados de los que usurpan su nombre.
Cuando se parte de la desemejanza, de la caricatura, no se llega a la imagen auténtica, sino que se acaba por no reconocerla ya, pues está desfigurada, devaluada, oscurecida, irremediablemente estropeada por las copias poco fieles.
Cuando se conoce el original, pueden soportarse las copias (o sea, las malas imitaciones). De todas formas, no resultan peligrosas.
Lo realmente imperdonable es pretender «reconstruir» el original... a partir de la copia defectuosa.

Alguien que «habla en humano» Pero vengamos a Pablo.

«Recordad, hermanos, nuestros esfuerzos y fatigas; trabajando día y noche para no serle gravoso a nadie, proclamamos entre vosotros el evangelio de Dios».
El apóstol apela a la memoria. Pero no pretende que los cristianos recuerden los sermones, las recomendaciones o los reproches.
Pablo se contenta con que recuerden su estilo de vida, su entrega apasionada y desinteresada, su cariño maternal, sus penas.
Se pone en evidencia no tanto lo que enseñó, sino lo que fue en medio de ellos.
Las reacciones se recuerdan fácilmente... con la ayuda del ejemplo personal.
El ciertamente no se reservó. Pero es consciente de que todo dependió de la fuerza del evangelio, de la acción del Espíritu.
Por su parte puso una pasión incontenible, el cansancio, y sobre todo la humanidad.
Se ha dicho que Pablo «habla a Dios», lo mismo que uno habla italiano, español o inglés.
Yo añadiría que «habla en humano».
Por eso su mensaje parece creíble y fácilmente memorizable

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