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sábado, 29 de octubre de 2011

XXXI Domingo del T.O. (Mt 23,1-12) - Ciclo A: ¡FUERA LA MASCARA!



Jesús echa en cara a los ricos su injusticia; a los sumos sacerdotes, la manipulación de los sentimientos religiosos de la gente y de la religión misma, que han convertido en su ne­gocio; a los poderosos, su prepotencia... Pero las denuncias más apasionadas las dirige a los fariseos. La razón no es por­que fueran mucho peores que los otros, sino porque, con su apariencia de buenos, los fariseos engañaban y corrompían a la gente.


LIBERACION INTEGRAL

Jesús pone en marcha un proceso de liberación que debe conducir a los hombres a ser, individual y colectivamente, ver­daderamente libres. El apóstol Pablo compara este proceso con el del crecimiento humano y dice que la fe en Jesús, al hacer­nos hijos adultos de Dios, nos hace totalmente libres (Gál 3, 23-4,7). Esto supone, según el mismo Pablo, que los que han aceptado el mensaje evangélico y se han abierto al Espíritu deben ser capaces de discernir por sí mismos «lo que es vo­luntad de Dios, lo bueno, lo conveniente, lo acabado» (Rm 12,1-2).


La influencia de los fariseos sobre la gente sencilla hacía imposible este crecimiento, esta liberación. Los fariseos se cuidaban de mantener al pueblo en una permanente minoría de edad para que no tuvieran más remedio que acudir a ellos. Letrados y fariseos «se habían sentado en la cátedra de Moi­sés» y, desde ella, imponían a los demás lo que debían creer y las normas según las cuales se debían comportar. Con fama de «buenos», que ellos se cuidaban de fomentar, habían conse­guido una enorme influencia entre la gente del pueblo; por eso era necesario desenmascararlos.

Jesús quiere que los hombres sean libres no sólo de. las cadenas externas con las que otros hombres les pueden arre­batar la libertad de movimiento, sino también de cualquier tipo de dominio interior; Jesús quiere que los hombres sean dueños de su vida, de su inteligencia, de su voluntad, de su propia conciencia; Jesús ofrece una liberación radicalmente integral que es imposible lograr si no se descubre el verdadero rostro de letrados y fariseos.


NO SON TAN SANTOS

No, no son tan santos. En primer lugar, están usurpando un lugar que no les corresponde: «En la cátedra de Moisés han tomado asiento los letrados y los fariseos». Moisés, por encargo del Señor, se había puesto a la cabeza de un movi­miento de liberación, había guiado al pueblo desde la esclavi­tud a la libertad; y ellos hablan en nombre de él y en nombre del Señor para someter al pueblo y mantenerlo reducido a una permanente servidumbre.

Pero, además, también en ellos se cumple aquel refrán que dice que «una cosa es predicar y otra dar trigo». A los demás les exigen muchas cosas; ellos, sin embargo, no las cumplen:

«Por tanto, todo lo que os digan, hacedlo y cumplidlo..., pero no imitéis sus obras, porque ellos dicen, pero no hacen». La frase de Jesús es irónica. No está aprobando sin más toda la doctrina farisea; ya la ha criticado otras veces, y en este mismo discurso volverá a desautorizarla (Mt 15,6-9; 16,5-12; 23, 16-20); lo que Jesús intenta es mostrar que ni ellos mismos se creen lo que dicen, porque si se lo creyeran, lo pondrían en práctica.

Por otro lado, «lían fardos pesados y los cargan en las es­paldas de los hombres, mientras ellos no quieren empujarlos ni con un dedo». Esta es, en primer lugar, una cualidad de los fariseos exigen mucho pero no ayudan nada; pero, sobre todo, esta es una característica de su manera de entender las relaciones del hombre con Dios a partir de la Ley: Dios da sus normas, y al hombre corresponde cumplirlas; y el que no quie­ra o no sea capaz, que se atenga a las consecuencias. Es ésta una religión que fomenta en el hombre la angustia por no llegar al nivel mínimo necesario y el miedo al castigo que im­pondrá un Dios implacable: una religión alienante, verdadera droga que arrebata al hombre el dominio sobre su conciencia y, por tanto, su libertad.

Finalmente, la intención de letrados y fariseos no es agra­dar a Dios, sino alimentar su orgullo: «Todo lo hacen para llamar la atención de la gente: se ponen distintivos y borlas grandes en el manto; les encantan los primeros puestos en los banquetes y los asientos de honor en las sinagogas, que les hagan reverencias por la calle y que la gente los llame 'Rabbi'». No creen en Dios, sólo creen en sí mismos; no tienen ningún interés en acercar la gente a Dios: sólo quieren que la gente los trate a ellos como a dioses.


VOSOTROS, EN CAMBIO...

El objetivo último que Jesús persigue con esta polémica se ve ahora totalmente claro: lo que él pretende es que estos defectos no se reproduzcan en su comunidad. Es posible que cuando Mateo escribe su evangelio, en el grupo al que él se dirige (el evangelio se dirige a todos, también a nosotros; pero en un primer momento cada evangelista tiene presente las cir­cunstancias de la comunidad en la que está integrado y para la que escribe en primer término) algunos pretendieran erigirse en los letrados y fariseos de la comunidad; si es así, lo que es muy probable, el tono apasionado que tiene este discurso re­fleja la importancia que da el evangelista a esta cuestión; él sabe que silos fariseos se hacen con el control de la iglesia, harán con el mensaje de Jesús lo que hicieron con la religión de Moisés: lo dejarán reducido a un conjunto de leyes y de normas que impedirán la relación de amor de los hombres con Dios y arruinarán la posibilidad de libertad y felicidad para los hombres mismos.

Lo primero que dice Jesús al dirigirse a sus discípulos es que entre ellos no se pueden establecer dignidades y castas que los separen: «Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar "Rabbí", pues vuestro maestro es uno solo y vosotros todos sois herma­nos; y no os llamaréis 'padre' unos a otros en la tierra, pues vuestro Padre es uno solo, el del cielo; tampoco dejaréis que os llamen 'directores', porque vuestro director es uno sólo, el Mesías». En la comunidad cristiana hay un solo maestro («rabbí», que significa «señor mío», «monseñor», era el título que se daba a los maestros más importantes), un solo padre (este título lo usaban también los maestros y los miembros del Gran Consejo; igualmente se daba a los mayores, de quie­nes se habían recibido las tradiciones y creencias que los iden­tificaban como pueblo; véase Hch 7,2; 22,1) y un solo direc­tor (guía espiritual): el padre, el del cielo; el único maestro y director, el Mesías; los demás, hermanos.

Eso no quiere decir que la comunidad de Jesús sea una masa informe. Por supuesto que no. Desde el principio, en las comunidades cristianas hubo «especialización» (véase, p. ej., 1 Cor 12,28-29; Ef 4,11), hubo incluso quienes desempeñaron funciones directivas; y deberá seguir siendo así. Cada uno, con lo mejor de los dones que la naturaleza le haya dado, potencia­dos con la fuerza del Espíritu, deberá contribuir al crecimien­to de la comunidad. Pero eso no debe dar lugar a diferencia de castas, de dignidades, de categorías; tal diversidad no debe significar «poder», dominio de unos sobre otros (y menos de unos sobre las conciencias de los demás), porque «el más grande entre vosotros será servidor vuestro». Y esto no puede reducirse a una pura frase de un ritual de entronización.

El evangelio de hoy termina con una frase mediante la que Jesús indica de qué parte está Dios: «A quien se encum­bra, lo abajarán, y a quien se abaja, lo encumbrarán».

Recordemos, para terminar, que el evangelio, este párrafo de hoy incluido, sigue vigente para los que nos llamamos cris­tianos.

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