Por Santiago Agrelo ofm
El Casares define la hipocresía como “fingimiento de cualidades o sentimientos y especialmente de virtud o devoción”.
De ahí que, por lo que tiene de ficción, parezca normal identificar como ‘hipócrita’ el comportamiento de quienes “no hacen lo que dicen”, de quienes, a la hora de decir, “lían fardos pesados e insoportables y se los cargan a la gente en los hombros”, pero, a la hora de hacer, “no están dispuestos a mover un dedo para empujar”; de quienes exhiben comportamientos virtuosos sólo por aparentar lo que no son.
La hipocresía vive de la mentira; y la mentira no nace si no es de sueños de grandeza, de intereses personales, de ambición inconfesada.
Oí la palabra de Dios que me acusaba: “Y ahora os toca a vosotros, sacerdotes… Os apartasteis del camino y habéis hecho tropezar a muchos en la ley… ¿Por qué el hombre despoja a su prójimo profanando la alianza de nuestros padres?”
Puedo quedarme para mí solo esa palabra escuchada, pues interpela a sacerdotes, y yo lo soy. Puedo agradecer al Señor el merecido reproche que me hace, y, reconocidos mis pecados, puedo buscar en su piedad el nunca merecido perdón. Pero hay algo que no puedo ocultarte, hermano mío, y que pertenece a la experiencia espiritual de este domingo tanto como la confesión de mis pecados. Hay algo que necesito compartir contigo, y es la medicina del mal que a mí me aflige, pues si en mí tiene la virtud de sanarlo, en ti tendrá la virtud de prevenirlo. El remedio de la hipocresía, como el de la mentira, como el de la arrogancia, es la confianza esperanzada, es la esperanza confiada del niño en brazos de su madre: “Acallo y modero mis deseos como un niño en brazos de su madre. Espere Israel en el Señor ahora y por siempre”. Allí desaparecen ambiciones, juicios y parcialidades; allí desaparecen malicia y fingimiento, la vanidad y el engaño: “Mi corazón no es ambicioso, ni son altaneros mis ojos; no pretendo grandezas que superan mi capacidad”.
El primer rostro que puedo distinguir en ese regazo materno, en el regazo de Dios, es el rostro de Cristo: porque confía se hace hombre; porque confía se hace pequeño; porque confía se hace siervo; porque confía se entrega; porque confía se hace último; porque confía, puede dormirse también en brazos de la cruz.
Déjame, si quieres, el reproche y la denuncia, pero no dejes de compartir conmigo la confianza esperanzada que a todos nos permitirá servir y “guardará nuestras almas en la paz”.
Feliz domingo.
De ahí que, por lo que tiene de ficción, parezca normal identificar como ‘hipócrita’ el comportamiento de quienes “no hacen lo que dicen”, de quienes, a la hora de decir, “lían fardos pesados e insoportables y se los cargan a la gente en los hombros”, pero, a la hora de hacer, “no están dispuestos a mover un dedo para empujar”; de quienes exhiben comportamientos virtuosos sólo por aparentar lo que no son.
La hipocresía vive de la mentira; y la mentira no nace si no es de sueños de grandeza, de intereses personales, de ambición inconfesada.
Oí la palabra de Dios que me acusaba: “Y ahora os toca a vosotros, sacerdotes… Os apartasteis del camino y habéis hecho tropezar a muchos en la ley… ¿Por qué el hombre despoja a su prójimo profanando la alianza de nuestros padres?”
Puedo quedarme para mí solo esa palabra escuchada, pues interpela a sacerdotes, y yo lo soy. Puedo agradecer al Señor el merecido reproche que me hace, y, reconocidos mis pecados, puedo buscar en su piedad el nunca merecido perdón. Pero hay algo que no puedo ocultarte, hermano mío, y que pertenece a la experiencia espiritual de este domingo tanto como la confesión de mis pecados. Hay algo que necesito compartir contigo, y es la medicina del mal que a mí me aflige, pues si en mí tiene la virtud de sanarlo, en ti tendrá la virtud de prevenirlo. El remedio de la hipocresía, como el de la mentira, como el de la arrogancia, es la confianza esperanzada, es la esperanza confiada del niño en brazos de su madre: “Acallo y modero mis deseos como un niño en brazos de su madre. Espere Israel en el Señor ahora y por siempre”. Allí desaparecen ambiciones, juicios y parcialidades; allí desaparecen malicia y fingimiento, la vanidad y el engaño: “Mi corazón no es ambicioso, ni son altaneros mis ojos; no pretendo grandezas que superan mi capacidad”.
El primer rostro que puedo distinguir en ese regazo materno, en el regazo de Dios, es el rostro de Cristo: porque confía se hace hombre; porque confía se hace pequeño; porque confía se hace siervo; porque confía se entrega; porque confía se hace último; porque confía, puede dormirse también en brazos de la cruz.
Déjame, si quieres, el reproche y la denuncia, pero no dejes de compartir conmigo la confianza esperanzada que a todos nos permitirá servir y “guardará nuestras almas en la paz”.
Feliz domingo.
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