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viernes, 9 de diciembre de 2011

Comentario al Evangelio del Domingo 11 de Diciembre del 2011


Por José María Vegas, cmf

¿En dónde están los profetas? Entre vosotros están

El camino del Adviento continúa el ciclo profético, pero con un aumento evidente de intensidad en la espera. Ello prueba una vez más que la esperanza verdadera poco tiene que ver con la pura pasividad, y que, por el contrario, es una fuerza que nos pone en pie, en tensión activa hacia el futuro. De hecho, Juan, el profeta de los nuevos tiempos, la voz, pero no la Palabra, el testigo fiel de la luz, que no pretende ser él la luz, ni un protagonismo que sabe que no le corresponde, ya no habla sólo de la cercanía del Mesías, sino de su presencia, si bien se trata todavía de una presencia escondida: “entre vosotros hay uno que no conocéis.”
Podríamos pensar que esto de que “no le conocemos” no va con nosotros. Se puede aplicar a los fariseos y las gentes de aquel tiempo que no lo conocían aún, mientras que nosotros, incluso al margen de que seamos muy o poco creyentes, muy o poco practicantes, “ya sabemos de qué va esto”, ya sabemos quién tenía que venir.
Si pensamos así, nos equivocamos de parte a parte y nos parecemos a esos fariseos y sus enviados, que interrogaban a Juan, pero pensaban que ellos sí que sabían quién había de ser el Mesías, cómo debía ser y actuar y, por eso, increpaban a Juan, por hacer lo que, según ellos, no le correspondía. Esa manía de enmendarle la plana a Dios y negarnos a estar abiertos a sus sorpresas (sabiendo además que nosotros no podemos abarcarlo con nuestros pobres pensamientos y conceptos) es una constante de la historia de la humanidad, de ayer, de hoy y de siempre. Es curioso que esta especie de soberbia teológica nos iguala a creyentes y no creyentes. Unos, porque pensamos que ya lo tenemos claro, sea por la instrucción religiosa que tenemos, sea por la experiencia acumulada de años. Otros, porque se elaboran una cierta idea de Dios, con frecuencia con materiales de desecho, tomados de las peores expresiones de la religión, o de ciertos reduccionismos propios del conocimiento científico, para declarar después que Dios no existe. Algo, por cierto, de una extrema arrogancia, pues para afirmar con seguridad que algo no existe hay que declarar la contradicción del concepto (algo que, desde luego, respecto de Dios no es posible), o pretender saberlo absolutamente todo.
Pero Juan nos avisa hoy, a todos nosotros, que el que ha de venir ya está en medio de nosotros y que no lo conocemos. Es una llamada a abrir los ojos, a despertar y a estar en vela.
Pero no debemos entender este aviso de Juan sobre todo como una amenaza o un reproche. El tono de este domingo de Adviento es la alegría: “Desbordo de gozo con el Señor, y me alegro con mi Dios”, exulta el profeta Isaías; “Estad siempre alegres”, nos exhorta Pablo. Estamos en el Domingo Gaudete, que sigue y completa el tono de consolación del domingo pasado. Ciertamente, el que ha sido consolado tiene motivos para estar alegre. Y si el consuelo era fruto de una esperanza más o menos inminente, ahora la alegría lo es porque, si bien aún invisible, el objeto de la esperanza ya se ha hecho presente. Así es siempre. Aquello que nos ha mantenido vivos, despiertos, en vilo, la promesa que nos ha permitido superar la dificultad, el dolor, ya está ahí, pero todavía no la vemos. La presentimos, y eso alegra nuestro corazón. Es una alegría teñida de esperanza, abierta al futuro inmediato, henchida de presentimientos. ¿No recuerda el sentimiento intensísimo de la infancia en la tarde anterior y en la madrugada de los Reyes Magos? Tras la noche, y ya al amanecer, tras esa puerta cerrada esperaba un mundo mágico, pero aún invisible para nuestros ojos. Y, sin embargo, la emoción de esa espera era tan intensa, si no más, que la alegría de aquellos regalos llenos de una magia especial, del encanto del misterio de sus donadores. Cuando uno espera encontrarse largo tiempo con una persona a la que quiere, produce una sensación del todo especial el encontrarse ya en la ciudad del encuentro, saber que esa persona está ahí, ya cerca, en algún sitio, aunque todavía no puedes verla.
Sí, realmente, la alegría que brota de la esperanza activa es un rasgo distintivo de la vida cristiana. Es una alegría que nos pone en tensión y en movimiento, que nos abre al futuro y nos prepara para sorpresas que no se pueden programar. Tomamos nota de nuestra ignorancia, acogiendo lo que nos dice Juan, y preparamos nuestro corazón para un nuevo encuentro con el que está en camino y viene a nuestro encuentro. Eso de un “nuevo” encuentro debemos entenderlo en sentido literal. No se trata de “un encuentro más”, “otro”, “uno de tantos”, como tantas navidades o años nuevos que después envejecen rápidamente (no hay ni que esperar doce meses). Aquí se trata de un nuevo encuentro, porque es un encuentro inédito, Jesús quiere revelarnos nuevos aspectos que no conocíamos, profundidades que nos estaban vetadas, dones para los que éramos todavía ciegos, también exigencias para las que todavía no estábamos preparados. Es esta novedad verdadera la que hace tan urgente que nos preparemos bien, que no dejemos que la rutina nos haga insensibles “al que está ya cerca, en medio de nosotros, pero todavía no hemos reconocido del todo”.
Pero la alegría que se nos anuncia hoy no nos impide seguir viendo los aspectos sombríos de nuestro mundo y, si es necesario, denunciarlos. Desde luego, la condena no ha de ser el tono principal del mensaje cristiano, pero en nombre del bien y de la luz no podemos dejar de señalar, a veces con energía, proféticamente (como voz que grita en el desierto) los males que impiden al hombre vivir de acuerdo con su dignidad y a Dios ser la fuente inagotable de la misma. La alegría cristiana no es ingenua, inconsciente, alienada. Si hablamos de una alegría que brota de la esperanza y de una presencia que todavía no conocemos, estamos reconociendo que estamos en camino y que no todo es “como debe ser”. Si aspiramos a la luz es porque hay todavía oscuridad. No olvidemos que esta alegría ha seguido a un consuelo. Y necesitamos el consuelo porque experimentamos el mal de múltiples formas, en nosotros mismos y en los demás.
En el pre-sentimiento alegre y esperanzado de una presencia real, que nos llama a un encuentro renovado, a un conocimiento nuevo, a una mayor profundidad, a un amor más auténtico, los cristianos tenemos que ser hoy también como Juan el Bautista, testigos de la luz, que dicen al que quiera oírlo que Jesús ya está entre nosotros, aunque no le (re)conozcamos, y que quiere encontrarse contigo.

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