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martes, 24 de abril de 2012

El amor y la palabra



Juan 1. Palabra y amor[1]

Suele decirse que Juan, el autor/autores del evangelio y de las cartas que llevan su nombre (Jn, 1 Jn, 2 Jn, 3 Jn), vinculado a la comunidad del Discípulo Amado, es el representante privilegiado del amor en el Nuevo Testamento. Se trata de un amor que se funda en Dios y que se expresa, sobre todo, en la comunidad (más que en la apertura a los enemigos, que es más propia de Mt y Lc). Así lo mostraremos en este concepto y el siguiente. Ésta se divide en tres partes: trata de la revelación del amor como palabra, de Dios como fuente de amor y de la amistad comunitaria. La siguiente se ocupa más directamente de Dios como amor.



1. Revelación de la Palabra/Amor. En el principio de todas las cosas ha puesto el evangelio de Juan la Palabra, que aquí podemos entender como “palabra de amor”, llamada que nos despierta a la vida, es decir, a la comunicación personal. No hemos inventado nosotros la Palabra, no la hemos creado de la nada sino que hemos surgido de ella: de su don nacemos, de su gracia hemos brotado.



En el principio era la Palabra y la Palabra era junto (hacia) Dios, y la Palabra era Dios: ésta era en principio junto (hacia) Dios. Todas las cosas fueron hechas por ella, y sin ella no se ha hecho ninguna… Existía la luz verdadera, que alumbra a todo ser humano, viniendo al mundo… Existía en el mundo, Vino a los suyos y los suyos no le recibieron; a cuantos le recibieron les dio poder para hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre, los cuales ni de la sangre, ni del deseo de la carne, ni del deseo de varón, sino de Dios han sido engendrados. Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros y hemos visto su gloria, gloria de Unigénico del Padre, lleno de gracia y verdad. A Dios nadie le ha visto jamás; pero el Dios unigénito, que estaba en el seno del Padre, ese nos lo ha manifestado (cf. Jn 1, 1-18).



De esta palabra-amor de Dios han surgido los hombres. Ciertamente, en un plano, ellos brotan de la carne y de la sangre (es decir, del proceso de la vida cósmica). Pero, en un plano más alto, nacen de la misma gracia de Dios, palabra de amor, que les llama ala existencia. EstaPalabra/Amor de la que nacemos pertenece al misterio de Dios, como sabían los intelectuales del entorno: muchos pensadores y hombres religiosos del tiempo de Juan (estoico y platónicos, judíos helenistas con Filón y percusores de gnósticos y herméticos) trazaron especulaciones sobre la Palabra/Amor de Dios. El evangelio de Juan ha planteado así un tema que otros planteaban; asume un presupuesto que otros supusieron y exploraron: al principio de todo se encuentra la Palabra en relación con Dios.

El Dios/Amor se revela así como Palabra (llamada creadora), que suscita Vida (todo lo que existe vive en la Palabra) y se expresa como Luz, es decir, como experiencia de sentido. Juan no empieza hablando de la materia, para subir hacia la vida y llegar luego a la palabra (como suelen hacer los esquemas normales de la ciencia, conforme a los modelos de la evolución de la materia y de la vida), sino que argumenta de manera inversa: empieza en la Palabra, que es principio y fuente de todo lo que existe, se fija luego en la Vida, que brota de la Palabra, y culmina el despliegue del Dios/Amor como luz en la que surge las cosas del mundo y los hombres (lo mismo que en Gen 2).

Éste es el misterio de la creación, el camino que va de la Palabra entendida como don creador, por medio de la Vida que es despliegue y riesgo personal, hacia la Luz que es la expresión gozosa de aquello que nos hace ser y somos. Éste es el misterio del amor: no estamos obligados por la Palabra, como si ella fuera una fatalidad. No estamos condenados a escucharla eternamente. Una comunicación que se impone no sería comunicación, una llamada que dicta y decide desde fuera no es llamada. Por eso, existiendo en sí (en Dios) y abriéndose hacia nosotros como Vida (comunicación creadora), el Amor viene a mostrarse como luz en la que surgen y se expresan todos los vivientes.

La creación aparece así como revelación de una palabra de amor que Dios ofrece libremente, sin obligar a nadie. Por eso, desde el momento en que Dios habla amando e iluminando a los hombres (sin imponerse sobre ellos), los hombres pueden rechazarle, porque un amor que no puede negarse no es amor, una palabra que no puede desoírse no es palabra y una luz que no puede cegarse no es luz. Nos hallamos así ante la experiencia de un Dios suplicante que pide y no le acogen, que quiere alumbrar y no le dejan. Esta debilidad del Dios, que se sigue comunicando como amor (Palabra, Vida, Luz), precisamente allí donde le expulsan y niegan, constituye el principio dela revelación. Perolos cristianos siguen sabiendo que Dios no cesa, sino que se encarna como palabra de amor precisamente allí donde parece que no van a recibirle. Así dice el texto que «la Palabra se hizo carne», de tal forma que aquellos que la acogen y responden ya no nacen de la carne-sangre, sino de Dios: son familia de Dios, experiencia de su amor corporalizado, hecho historia en la historia de los hombres. Eso significa que el Dios/Amor sólo puede verse y acogerse allí donde se acoge su amor en el Cristo, Palabra encarnada.

Según el evangelio de Juan, Jesús no ha venido a revelarnos los secretos del cosmos, ni los grados del ser, ni la “profunda” experiencia de las almas que descienden a la tierra (en contra de los gnósticos); no nos introduce en un camino de ascética o mística de tipo intelectual. Interpretado en un millar de variaciones, el tema del evangelio de Juan es siempre el mismo: Jesús proviene del Padre, como Palabra de amor (Vida-Luz) hecha carne, es decir, amor concreto. Ésta es la verdad de Jesús: la revelación del Dios Padre universal, Amor, que vincula a todos los hombres.



2. Jesús y el Padre. Amor mutuo. La encarnación del Dios/Amor en Jesús ha hecho posible el conocimiento del Amor divino: la unión de amor de Jesús con Dios que constituye la verdad del evangelio, Dios ama a Jesús, Jesús ama a Dios y en su mutuo amor (Espíritu Santo) se funda todo lo que existe. Ese conocimiento y entrega fundante del Padre y el Hijo es el misterio del ser, el sentido de toda realidad. Ser es amarse. Existir es entregarse, habitar uno en otro. Por eso, Jesús puede afirmar “quien que me ha visto, ha visto al Padre” (Jn 14, 9; cf. 14, 10). Esta inhabitación amorosa constituye el principio y meta donde se asienta el ser del mundo, la verdad del Espíritu santo, entendido como vida compartida y donación recíproca (14, 20).



– El Padre ama al Hijo y lo ha puesto todo en sus manos… (Jn 3, 35)

Como el Padre me ha amado, también Yo os he amado a vosotros (15, 9).

Si alguien me ama cumplirá y mi Padre le amará

y vendremos a él haremos en él una morada” (14, 23).

– Que todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti…

para que sean uno como Nosotros somos uno; Yo en ellos y Tú en mí…

para que el mundo conozca que Tú me has enviado

y que les amas como a mí me has amado (17, 20-23).



Jesús proviene de Dios como y en Dios culmina. No es un niño que depende de su padre y se mantiene en actitud subordinada, en pasividad perpetua, sino hijo mayor que dialoga con el padre. Pasamos así del modelo jerárquico de paternidad y filiación a un modelo igualitario de encuentro de amor de Jesús con Dios, un encuentro que se abre y encarne en la historia y, de un modo especial, en la vida de la comunidad de los seguidores de Jesús, llamados a vivir en amor mutuo: “como el Padre me amó, os amo yo a vosotros; permaneced en mi amor” (15, 9). El mismo amor del Padre y del Hijo, de Jesús y Dios, que es principio y sentido de la realidad, ha de expresarse en la existencia de todos los hombres y mujeres (cf. 16, 26), que viven en sí mismos viviendo en el amor de Dios en Cristo. Eso significa que los hombres tienen un origen y una vida de amor trascendente: nacen de Dios, son enviados del Padre, lo mismo que su Hijo (cf. Jn 1, 12-13). No son ya esclavos del mundo, ni siervos de Dios, ni extranjeros, fuera de la patria. Se llaman y son hijos de Dios, amigos del Cristo y amigos entre sí, para realizar en la tierra el nuevo mandamiento: ¡amaos unos a los otros”, es decir: vivid en comunión de amor, como el Padre y el Hijo son (viven) en comunión de amor (cf. Jn 15, 1-17): “Que sean uno como Tú, Padre, en mí y Yo en ti; que también ellos sean uno y el mundo conozca que Tú me has enviado” (Jn 17, 21).

Esta es la unidad del amor, que vincula a los creyentes (a todos los hombres y mujeres), para que formen una comunidad de amor. Lo que une a los hombres y mujeres no es un tipo de ley, ni unos poderes nacionales o sociales, sino el mismo Dios que se ha hecho principio y centro de amor por Jesús para todos los hombres. El amor de Dios, la comunión personal del Padre y el Hijo en el Espíritu, es fuente y principio de todas las cosas. Todo culmina, según eso, en el amor de comunión del Padre con el Hijo, amor que se expande y ofrece a todos los hombres y mujeres de la tierra. Ésta no es una doctrina general sobre la armonía preexistente de las almas, ni una filosofía organicista sobre la excelencia de la cooperación entre los miembros de una totalidad sagrada, sino una experiencia personal de la comunión que vinculas a Dios con Cristo en el Espíritu.



3. Amor de amistad. El mensaje más hondo del evangelio de Juan ha venido a expresarse en el amor fraterno, vivido en forma de amistad. No es simplemente amor al enemigo, no es tampoco amor esponsal. Es amor de hermanos que se vuelven amigos. Ésta revelación del amor fraterno/amistoso es el don supremo del evangelio de Juan a la historia de occidente. La comunidad que ha descubierto ese amor sabe que no necesita autoridades externas, jerarquías sacrales, obediencias impuestas. La comunidad del Discípulo amado sólo reconoce la autoridad de ese Espíritu, que anima y dirije en amor mutuo a los creyentes, como muestra el Discurso de la Cena, ¡que empieza con la experiencia del amor mutuo (Jn 13, 1-17) y culmina con la oración por la unidad (Jn 17), centrándose en la palabra clave sobre el amor interpretado como amistad y conocimiento compartido:



Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. No os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; os llamo amigos porque os he manifestado todo lo que he escuchado de mi Padre (15, 14-15).



El esquema señor-siervo, que ha sido analizado, desde una perspectiva social, política y económica, por Hegel (Fenomenología del Espíritu, cap. 4º) y por Marx (Manifiesto comunista), aparece en nuestro texto desde una clave religiosa, como poder de imposición. Señores son aquellos que mandan porque saben más, sin tener que razonar, ni compartir su “secreto” con los subordinados, que son siervos. Pueden actuar con apariencia bondadosa (como los sabios de la República de Platón o los dirigentes de la Jerarquía Eclesiástica de Dionisio Areopagita), pero son dictadores, pues emplean su mayor conocimiento para imponerse a los demás; interpretan el poder como saber superior, que sólo ellos poseen, y lo ejercen manejando el secreto, sin decir la verdad, ni tener que dar cuenta de aquello que hacen. Quienes saben así pueden (pues saber es poder); quienes manejan la “buena información” tienen oportunidad para imponerse a los demás. Estos “sabios” gobernantes (civiles o eclesiásticos) piensan a veces que es bueno guardar el secreto y dirigir desde arriba, por su don o magisterio (episcopal, presbiteral), la vida de los otros, pero al fin se vuelven contrarios a Jesús, pues Jesús no oculta nada a quienes quiere y habla, nunca miente.

Sólo es propio de Jesús (y de la iglesia) el poder de la amistad (verdad), que se expresa en forma de comunicación y encuentro directo, de persona a persona. Ésta es una autoridad y comunión contemplativa: Jesús comparte con los suyos (les dice) lo que ha oído de su Padre. Allí donde se pone al servicio de otra cosa (poder administrativo o sistema económico-social) la autoridad del amor se pervierte. Jn sabe que ha llegado el fin de los tiempos, hemos recibido el Espíritu de Jesús, la Autoridad del amor, que es magisterio interior, testimonio personal y transparencia comunicativa: «para que todos sen Uno, como nosotros somos Uno: tú, Padre, en mí y yo en ti; para que el mundo crea que tú me has enviado» (17, 21). No hay autoridad de algunos sobre otros, sino comunión de todos. Esa misma comunión es la autoridad, presencia del Espíritu Santo. Las mediaciones ministeriales son por tanto secundarias. Pueden cambiar las formas de organización eclesial, las acciones concretas dela comunidad. Pero debe permanecer y permanece la verdad como libertad y la autoridad como amor mutuo que vincula a los creyentes:



1. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor (Jn 15, 15a). Hegel estudió esta relación de siervo y amo, de señor y esclavo, en términos de lucha por el reconocimiento, en claves de miedo y violencia, de mentira y frustración. A su juicio, para valorarse a sí mismo, un hombre necesita que otro le valore (=reconozca) y, no pudiendo conseguirlo en transparencia (gratuidad de amor), le esclaviza; de esa forma consigue sólo un reconocimiento parcial, que no nace del amor y libertad, sino de la imposición (el amo obliga al siervo a que le acepte). En el principio de toda servidumbre humana se encuentra según eso la fuerza y ocultamiento del señor que domina, sin mantener relaciones de reciprocidad con su siervo, que no puede responderle en libertad. En el principio de esa historia de esclavizamiento se encuentra la sumisión y mentira del siervo, que se inclina pero no ama, que obedece pero no acoge de verdad el mandato del amo. Ésta ha sido la esencia de la ley violenta, en plano social y religioso. Dioses y humanos “superiores” han inventado la jerarquía como poder divino: uno manda, otro obedece; esta sería la más honda verdad de lo sagrado. Pues bien, tanto en plano religioso como social, se establece así una relación de opacidad, de manera que al fin ambos (amo y esclavo, dios y su devoto) se ocultan y esconden (se engañan mutuamente. La sacralidad que surge de esta relación es mentirosa y opresora: un tipo de dios de oscuridad (sin transparencia) planea por encima del amo y del esclavo, como razón impositiva y fuente de violencia. De esta forma se establece una relación de engaño que está tejida de muerte y que a la muerte lleva: una vida de imposición no puede durar para siempre.

2. Os llamo amigos, porque os he dicho (=os he dado a conocer) todo lo que yo he recibido (=he escuchado) del Padre (Jn 15, 15b). Significativamente, frente al siervo (doulos) pone Juan al amigo, no simplemente al libre (eleutheros), como hace Gal 3, 28. Lo contrario a la servidumbre y opacidad de la ley que se impone, lo que se opone al “dios” del silencio y de la obligación, no es la libertad en abstracto, sino la amistad (philia), es decir, la amistad compartida. Lo propio de esa amistad es la transparencia comunicativa, expresada aquí en plano de palabra (os he dado a conocer…), pero abierta a todos los niveles de la vida, interpretada desde el recibir, el dar, el compartir. El Padre ha dado a Jesús todo lo que tiene, Jesús lo ha recibido, pero no para encerrarlo en sí, en forma egoísta, sino para ofrecerlo y compartirlo con sus amigos. Siglos de ley y miedo, de sacrificios violentos y expiación por los pecados (de justicia impositiva), habían situado la religión y vida humana bajo la disciplina de la imposición violenta, del silencio y la obediencia a los mandatos exteriores. Normalmente, los mismos gestores sociales de la religión (sacerdotes y reyes) habían utilizado esa visión de Dios para imponerse con violencia sobre los demás, teniendo de esa forma sometido al pueblo. Pues bien, en contra de eso, Jesús ofrece a todos su experiencia de Dios como libertad para (en) el amor. Esta palabra (ya no os llamo siervos, sino amigos…) no está mediada por ninguna autoridad social, no depende de ningún jerarca o sacerdote externo, sino que Jesús la dirige de manera directa a cada uno de los creyentes. Ellos son, desde ahora, mayores de edad: amigos de Jesús, llamados a expandir su amistad sobre el mundo. En este fondo se entiende el texto programático de Jn 1, 18: “a Dios nadie le ha visto; el Dios Unigénito, que estaba en el seno del Padre, ese nos lo ha manifestado”. No conocíamos a Dios por sacrificios de violencia, por leyes de imposición; pero ahora, en el amor de Jesús, lo hemos descubierto y acogido.

[1] Cf. J. J. Bartolomé, Cuarto Evangelio. Cartas de Juan. Introducción y Comentario, Madrid, CCS, 2002; R. E. Brown, El evangelio de Juan, Cristiandad, Madrid 1001; La comunidad del Discípulo amado. Estudio de eclesiología joánica, Sígueme, Salamanca 1983; J. M. Casabó Suque, La teología moral en San Juan, AB 14, Fax, Madrid 1970; C. H. Dodd, La Tradición histórica en el cuarto Evangelio, Cristiandad, Madrid 1977; Interpretación del cuarto evangelio, Cristiandad, Madrid 1978; X. Léon-Dufour, Lectura del Evangelio de Juan I-IV, Sígueme, Salamanca 1989 ss; J. Mateos y J. Barreto, El evangelio de Juan. Análisis lingüístico y comentario exegético, Cristiandad, Madrid 1979; I de la Potterie, La verdad de Jesús. Estudios de cristología joanea, BAC, Madrid 1979R. Schnackenburg, El evangelio de san Juan, Herder, Barcelona 1979/87; S. Vidal, Los escritos originales de la comunidad del discípulo “amigo” de Jesús, BEB 93,Sígueme, Salamanca 1997.

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