“Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él”. Podemos acoger a ese Dios y lo podemos rechazar. Nadie nos fuerza.
Italia / Religión – Este 2012, año de la evangelización y de la fe, leeremos Hechos de los Apóstoles. Para la Iglesia, es un texto fundamental y normativo: relata la fe y la evangelización de la primera comunidad cristiana.
El libro no habla de Jesús, sino de nosotros, sus discípulos, con proyectos que no siempre son de Dios, son a menudo humanos, muy humanos; más aún, de Satanás, como dice Jesús a Pedro, nuestro representante (Mc 8, 33). Por eso Hechos de los Apóstoles habla primero de qué no hacer y después de qué hacer.
Primero: ¿qué no hacer? Este año de gracia, ¡no perderse en cálculos y estrategias de poder! El Reino no viene de la espada de Pedro. Su ridículo gesto en Getsemaní profetiza lo que hacemos apenas podemos. Pero el poder mundano solo corta orejas e impide escuchar la Palabra. La señal de ataque para las doce legiones de ángeles termina siempre en vergüenza y fuga (Mt 26, 51ss). Por eso Jesús nos pide no apartarnos de Jerusalén, lugar de la cruz. No debemos buscar victorias ni soñar improbables “Emaús” (Lc 24, 13ss; cf. 1 Mac 4, 1ss). En el Calvario vemos la única “teoría” vencedora: Dios se muestra cara a cara, amor más fuerte que la muerte (Lc 23, 40-48). Palpamos cuánto somos amados y recibimos el espíritu de Dios. Fuera de allí bebemos otro espíritu.
Segundo: ¿qué hacer? Aquí me permito contar un secreto, tan obvio como olvidado: la evangelización se hace con el evangelio escuchado y asimilado hasta que se hace carne de nuestra carne. La Palabra, encarnada en Jesús, se hace Palabra en el Evangelio para encarnarse en nosotros. ¡El hombre llega a ser lo que escucha!
El cristianismo no es una ideología con respetables prescripciones y prohibiciones. Es una historia concreta: la del Hijo que se hace hermano de todos para revelar el amor del Padre. Nuestra fe es amar a ese Dios crucificado por blasfemia por los religiosos y los poderosos, ese Dios libre y liberador que nunca nadie ha visto y que la carne de Jesús nos ha mostrado. Esta fe viene de escuchar la Palabra, testimoniada primero con la vida y relatada después con las palabras del mismo Evangelio. Este desuela lo que somos: somos hijos si seguimos haciendo y enseñando lo que el Hijo “comenzó a hacer y a enseñar”, como está escrito en el “primer libro” (Hch 1,1), o sea, en el Evangelio.
Es cristiano quien vive al estilo de Jesús. Esto no es privilegio de unos pocos devotos: es un don para todos. Jesús no ha construido un recinto para reunir a los buenos. Rompió cercos e instituciones sagratísimas para abrirnos a nuestra verdad: todo hombre es hermano del otro. Solo así Dios es Padre de todos y el Hijo todo en todos.
La Iglesia nace de la respuesta a la última pregunta de los discípulos a Jesús: “¿Es ahora cuando vas a restablecer el Reino de Israel?” (Hch 1, 6). Ellos desean, como nosotros, una revancha de la derrota del Maestro. No saben todavía que su victoria es la cruz. El Reino de Dios no es poder que domina, sino amor que sirve a todos. El Reino de Dios es el opuesto al nuestro (cf. Lc 22, 24-27; Jue 9, 8-15): nos libera de las falsas imágenes de Dios y del hombre. Su “carta magna” comienza así: “Felices ustedes, los pobres, porque de ustedes es el Reino de Dios” (Lc 6, 21-26). Las Bienaventuranzas condensan el Evangelio; son el autorretrato de Jesús. Es el Reino de Dios, que antes estaba “en medio de nosotros” (Lc 17, 21). Ahora estará “en nosotros” con la fuerza de su Espíritu que nos hace hijos, enviados del Padre a todos los hermanos, ninguno excluido. La evangelización nos lleva con María al pie de la cruz (cf. Gal 3, 1). Allí, una vez embriagados del vino nuevo, “no podemos callar lo que hemos visto y oído”. Y somos movidos a dar testimonio “hasta los confines de la tierra” (Hch 4, 20; 1, 8).
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Silvano Fausti, S.J. Biblista y escritor. Artículo publicado en revista Popoli, www.popoli.info y en revista Mensaje, www.mensaje.cl
El libro no habla de Jesús, sino de nosotros, sus discípulos, con proyectos que no siempre son de Dios, son a menudo humanos, muy humanos; más aún, de Satanás, como dice Jesús a Pedro, nuestro representante (Mc 8, 33). Por eso Hechos de los Apóstoles habla primero de qué no hacer y después de qué hacer.
Primero: ¿qué no hacer? Este año de gracia, ¡no perderse en cálculos y estrategias de poder! El Reino no viene de la espada de Pedro. Su ridículo gesto en Getsemaní profetiza lo que hacemos apenas podemos. Pero el poder mundano solo corta orejas e impide escuchar la Palabra. La señal de ataque para las doce legiones de ángeles termina siempre en vergüenza y fuga (Mt 26, 51ss). Por eso Jesús nos pide no apartarnos de Jerusalén, lugar de la cruz. No debemos buscar victorias ni soñar improbables “Emaús” (Lc 24, 13ss; cf. 1 Mac 4, 1ss). En el Calvario vemos la única “teoría” vencedora: Dios se muestra cara a cara, amor más fuerte que la muerte (Lc 23, 40-48). Palpamos cuánto somos amados y recibimos el espíritu de Dios. Fuera de allí bebemos otro espíritu.
Segundo: ¿qué hacer? Aquí me permito contar un secreto, tan obvio como olvidado: la evangelización se hace con el evangelio escuchado y asimilado hasta que se hace carne de nuestra carne. La Palabra, encarnada en Jesús, se hace Palabra en el Evangelio para encarnarse en nosotros. ¡El hombre llega a ser lo que escucha!
El cristianismo no es una ideología con respetables prescripciones y prohibiciones. Es una historia concreta: la del Hijo que se hace hermano de todos para revelar el amor del Padre. Nuestra fe es amar a ese Dios crucificado por blasfemia por los religiosos y los poderosos, ese Dios libre y liberador que nunca nadie ha visto y que la carne de Jesús nos ha mostrado. Esta fe viene de escuchar la Palabra, testimoniada primero con la vida y relatada después con las palabras del mismo Evangelio. Este desuela lo que somos: somos hijos si seguimos haciendo y enseñando lo que el Hijo “comenzó a hacer y a enseñar”, como está escrito en el “primer libro” (Hch 1,1), o sea, en el Evangelio.
Es cristiano quien vive al estilo de Jesús. Esto no es privilegio de unos pocos devotos: es un don para todos. Jesús no ha construido un recinto para reunir a los buenos. Rompió cercos e instituciones sagratísimas para abrirnos a nuestra verdad: todo hombre es hermano del otro. Solo así Dios es Padre de todos y el Hijo todo en todos.
La Iglesia nace de la respuesta a la última pregunta de los discípulos a Jesús: “¿Es ahora cuando vas a restablecer el Reino de Israel?” (Hch 1, 6). Ellos desean, como nosotros, una revancha de la derrota del Maestro. No saben todavía que su victoria es la cruz. El Reino de Dios no es poder que domina, sino amor que sirve a todos. El Reino de Dios es el opuesto al nuestro (cf. Lc 22, 24-27; Jue 9, 8-15): nos libera de las falsas imágenes de Dios y del hombre. Su “carta magna” comienza así: “Felices ustedes, los pobres, porque de ustedes es el Reino de Dios” (Lc 6, 21-26). Las Bienaventuranzas condensan el Evangelio; son el autorretrato de Jesús. Es el Reino de Dios, que antes estaba “en medio de nosotros” (Lc 17, 21). Ahora estará “en nosotros” con la fuerza de su Espíritu que nos hace hijos, enviados del Padre a todos los hermanos, ninguno excluido. La evangelización nos lleva con María al pie de la cruz (cf. Gal 3, 1). Allí, una vez embriagados del vino nuevo, “no podemos callar lo que hemos visto y oído”. Y somos movidos a dar testimonio “hasta los confines de la tierra” (Hch 4, 20; 1, 8).
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Silvano Fausti, S.J. Biblista y escritor. Artículo publicado en revista Popoli, www.popoli.info y en revista Mensaje, www.mensaje.cl
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