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sábado, 14 de abril de 2012

II Domingo de Pascua (Jn 20, 19-31) - Ciclo: EL AYER ENSEÑA AL HOY



Es fácil distinguir a un grupo que se siente fuerte, triunfador, optimista, de otro que se ve derrotado, sin futuro.
Hoy, las lecturas bíblicas nos describen dos comunidades cristianas muy diferentes. En el evangelio nos encontramos con el grupo de los más próximos a Jesús, que, sin embargo, después de la resurrección estaban escondidos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos, replegados, sin horizontes, sin objetivos, en horas bajas.
En la primera lectura, en cambio, tomada de los Hechos de los Apóstoles, aparece una comunidad cristiana viva, entusiasta, sin complejos, comprometida. “Todos pensaban y sentían lo mismo; lo poseían todo en común. Ninguno pasaba necesidad, pues los que poseían tierras o casas las vendían, traían el dinero y lo ponían a disposición de los apóstoles”. Quizá a alguien, quizá a todos nosotros nos parezca exagerado. Tal vez. Pero ahí queda su testimonio y, de hecho, entre nosotros –hoy mismo- hay familias y personas que entregan a los demás un porcentaje significativo de sus ingresos.
¿A qué se debe esta diferencia tan palpable entre las dos comunidades?. La diferencia radica en que la primera todavía no creía en la resurrección, no creía en Jesús, en la presencia de Jesús; estaba decepcionada, desanimada, porque no estaban convencidos de que Jesús había resucitado. Al contrario, pensaban que todo el proyecto de Jesús se había derrumbado.
No hace falta ser muy inteligente o imaginativo para trasladar este escenario al día de hoy.
Primero, el mayor problema de nuestra sociedad en la actual crisis no es el déficit o la prima de riesgo, sino -y esto lo afirman observadores lúcidos- el pesimismo, la falta de esperanza, lo cual invita al repliegue, al encerramiento, a la desconfianza. Nos define la gráfica expresión evangélica, “al anochecer”.
En segundo lugar, en aquellas pequeñas comunidades cada uno recibía lo que necesitaba”. Es sabido que en nuestra sociedad, aunque hay familias e individuos, que saben repartir, existe la pobreza e incluso la miseria. Con alguna frecuencia la prensa nos sacude con noticias como las de esta semana que en Barcelona han muerto cuatro personas (tres hombres y una mujer), que habían buscado refugio en una chabola. Y la del ciudadano griego, que hace once días, se suicidó con una pistola, porque, según dejó escrito, “no rebuscaré comida en la basura”. Sin embargo, nuestro mundo posee los suficientes bienes para que no se den escenas como éstas. Basta que observemos los coches que pasan por las autopistas: la marca y el modelo, o que nos detengamos ante el escaparate de ciertas tiendas.
Hemos leído en el texto bíblico que “algunos vendían sus tierras y ponían el dinero a disposición de los demás”. También actualmente, en abril del 2012, se está vendiendo o comprando grandes extensiones de tierra en Europa del Este, en Asia, en América Latina y sobre todo en África. Lo están comprando Gobiernos ricos y multinacionales, pero no para ponerlas al servicio de los más necesitados, sino que se están preparando para cuando haya crisis alimentaria. No contentos con comprar materias primas, ahora se lanzan a por la tierra.
¿Qué hacer?. El evangelio no nos da soluciones concretas. Jesús sopló sobre ellos y les comunicó el espíritu, es decir, ánimo, alegría, esperanza, paz, perdón. Les trasformó. Y si tenemos sujetos, las obras, las acciones vendrán. De algún modo nos sirve de ejemplo el bravucón Tomás, protagonista en el evangelio de este domingo. Éste, lejos de prestar atención a las palabras de sus amigos, responde en tono chulesco : ” … si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo”. Tomás era terco y testarudo, pero en el fondo un sentimental. Por eso él y Jesús representaron una escena emotiva, sincera, admirable. Cuando Jesús le llamó y estuvieron frente afrente, Tomás se derrumbó y apenas balbuceó: “Señor mío y Dios mío”.
Hay quienes se ponen nerviosos porque tienen dudas de fe. Esa es buena señal. Lo que nos tiene que preocupar es si no tenemos dudas de fe. Porque ello significaría que la fe no nos importa, que tragamos (aceptamos) todo lo que nos echen, porque en nada afecta a nuestra vida. Si la fe repercute en nuestro vivir, es lógico que nos preocupe y que tratemos de comprenderla lo más posible y lo mejor posible. Santo Tomás posiblemente siguió teniendo dudas, pero dio la vida por Cristo.
Que a nosotros nos salga también del alma la misma confesión: ”Señor mío y Dios mío”, porque la fe no es una “herencia, sino una vivencia”.

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