Publicado por El Blog de X. Pikaza
Domingo 2 de Pascua. Jn 20, 19-29. La liturgia nos sitúa ante el Evangelio de Juan (=Jn) que, siguiendo en la línea de Mc 16, 1-8, podemos definir como testimonio global de la resurrección. El Jesús que habla y actúa a lo largo de sus textos es el mismo Señor resucitado, que sabe todo hace todo lo que el mismo Dios puede hacer, conociendo los más altos misterios. En ese sentido, el evangelio de Juan es una experiencia pascual continuada y proyectada sobre el tiempo de la historia.
Sólo en esa perspectiva pascual se comprenden sus signos y discursos, empezando por las Bodas de Caná (2, 1-12) y terminando en la resurrección de Lázaro y la unción de Betania (11, 1-12, 8). El Sermón de la Cena (Jn 13-17) es palabra del Jesús glorioso, gran Sacerdote de Dios que nos habla desde su entrega pascual y su ascenso a lo divino; en clave de triunfo pascual y entronización ha de entenderse también la escena de su muerte (Jn 19).
Pues bien, a pesar de eso, fiel a su propia visión incarnatoria (¡y el Logos se hizo carne...!: 1,14), Jn ha introducido unos capítulos pascuales estrictamente dichos (Jn 20-21)que se encuentran en algún sentido cerca de Lc 24, 36-49 (cf. 16ª estación).
Para Jn la pascua es un misterio que define el conjunto de la vida de Jesús, de tal forma que puede proyectarse y se proyecta sobre el pasado de su historia, desde el comienzo del mensaje hasta la muerte del crucificado; pero, al mismo tiempo, ella es una realidad muy concreta, con una experiencia peculiar de encuentro con Jesús, de forma nueva, después de la ruptura previa de la muerte.
En ese sentido, Jn supone un correctivo respecto a Mc, que no ofrecía ninguna experiencia pascual directa, de encuentro con el resucitado. A los ojos de Jn no basta con citar y recrear la historia de Jesús, pues la pascua tiene su propia entidad y hay que contarla por sí misma, como ahora indicaremos.
(Recojo el tema de Camino de Pascua, Sígueme, Salamanca 1996, cap. 18. Buen domingo a todos).
Signos de pascua
El tema ha sido evocado por el texto, en gran parte paralelo, de Lc 24, 36-49. Está reunida la comunidad, formada por un grupo grande de creyentes (siempre más que los Doce). Es evidente que en ella se ha integrado, ofreciendo su mensaje, María Magdalena, la única que ha creído ya viendo al Señor (cf.. 20, 11-18); también está el discípulo querido, que no ha tenido que ver a Jesús para creer, pues le basta la experiencia del sepulcro vacío (cf. 20, 8).
Parece que los demás no creen, pero es evidente que están reunidos y separados, en una casa cerrada, por medio de los judíos (20, 19). Forman comunión, pues Jesús les ha convocado; por fidelidad a Jesús se encuentran reunidos. Son iglesia en frágil, oración y dudas, son comunidad que necesita la presencia del Señor. En este contexto se inscribe la visión:
A la tarde de aquel día primero de la semana,
y estando cerradas las puertas del lugar donde estaban los discípulos,
por el medio a los judíos,
vino Jesús y se colocó en medio de ellos diciendo:
- ¡La paz con vosotros!
Y diciendo esto les mostró las manos y el costado.
Los discípulos se alegraron viendo al Señor. Y les dijo de nuevo:
- ¡La paz con vosotros!
Como me ha enviado el Padre os envío también yo.
Y diciendo esto sopló y les dijo:
- Recibid el Espíritu Santo,
a quienes perdonéis los pecados les serán perdonados;
y a quienes se los retengáis les serán retenidos (20, 19-23).
Esta es escena y palabra fundante de iglesia. Los discípulos se encuentran reunidos en forma de comunidad eclesial que se ha separado ya del judaísmo. Integran un grupo amenazado, miedoso. Jesús les conforta con su palabra, su presencia sensible (manos y costado), su envío y su poder de perdón.
No son los Doce, sino la comunión de todos los creyentes. Son la iglesia la que está reunida y recibe la gracia de la experiencia pascual y la tarea de realizar la misión (envío y perdón) del Señor resucitado. La prueba de la pascua es la presencia y acción misionera del Señor resucitado que se muestra a sus discípulos, haciéndoles testigos de su gracia, enviados de su reino.
Sabe Jn que no hay pruebas externa, pero sabe también que son muchos los que pedían y siguen pidiendo. Por eso ha creado este bellísimo texto de experiencia pascual donde ha presentado en forma simbólica los grandes signos de la pascua. El signo clave es el gesto y presencia de Jesús que transforma a los creyentes reunidos por el miedo, enviándolos al mundo como mensajeros de su gracia.
- La Pascua es ante todo paz. Jesús saluda a sus discípulos dos veces, con la misma palabra: paz a vosotros (Eirênê hymin: 20,19.21). Sobre un mundo atormentado por la guerra y la violencia, ofrece Cristo paz fundante, creadora. Sobre una comunidad encerrada por el miedo extiende el Cristo pascual la gracia de su vida hecha principio de misión universal.
- La pascua es presencia gloriosa del crucificado. El Señor resucitado es el mismo Jesús que se entregó por los hombres. Como señal de identidad, como expresión de permanencia de su pasión salvadora, Jesús mostró a sus discípulos las manos y el costado (20, 20), en gesto que después va a recibir nuevo contenido ante el rechazo de Tomás (cf. 20, 24-29). Creer en la pascua es mirar, es descubrir a Jesús crucificado como Señor glorioso. En el fondo está la misma experiencia teológica de Lc: ¡Era necesario que el Cristo muriera...! (Lc 24, 26.46).
- La pascua se vuelve así Pentecostés. Jesús resucitado sopla sobre sus discípulos diciendo recibid el Espíritu Santo (20,22), en gesto que evoca sin duda una nueva creación. El mismo Dios había soplado en el principio sobre el ser humano, haciéndole viviente (Gén 2, 7). Ahora sopla Jesús, como Señor pascual, para culminar la creación que en otro tiempo había comenzado. Recordemos que Lucas 24 y Hech. 1 habían separado cuidadosamente los matices, poniendo primero la pascua y después Pentecostés (cf. 17ª estación). Juan ha vinculado ambos momentos, uniéndonos en un único misterio: la misma aparición pascual se vuelve efusión del Espíritu de Dios (que es Espíritu del Cristo rescatado) sobre el conjunto de la iglesia.
- La pascua se vuelve misión: ¡como el Padre me ha enviado así os envío yo! (20, 21). A lo largo de todo el evangelio, Jn ha presentado a Jesús como enviado de Dios: misión es toda su existencia. De ahora en adelante, los cristianos son enviados de Jesús. Realizan una obra que es propia del Señor resucitado: expanden y despliegan su camino, realizan su misterio sobre el mundo.
- El texto culmina en un signo de perdón: a quienes perdonéis los pecados... (20, 23). El camino de Jesús se vuelve gracia creadora de perdón. Este es a los ojos de Jn el gran problema del mundo: no hay perdón, los hombres se encuentran divididos, destruidos; carecen de medios para expresar el perdón, no hay para ellos sacrificios que puedan transformarles. Ha perdido su sentido el sacerdocio de Jerusalén, no consigue perdonar el templo. Pues bien, sobre ese desierto de pecado (falta de perdón), Jn ha interpretado la pascua como experiencia transformante de perdón.
Ciertamente, el texto divide a las personas de una forma que parece simétrica (a quienes perdonéis, a quienes retengáis...), de tal modo que alguno pudiera pensar que la iglesia es una institución neutral, que reparte perdón o no perdón de forma indiferente. Pues bien, en contra de eso, a la luz de todo el evangelio, debemos afirmar que la iglesia es sólo signo y fuente de perdón definitivo. Ella misma expresa el perdón y así lo encarna y anuncia sobre el mundo. Por eso, donde ella ofrece perdón hay perdón y donde ella muestra que no existe perdón es que los hombres siguen enfrentados.
Esta experiencia de gracia pascual pertenece al conjunto de la comunidad. Aquí no está reservada a los Doce o los presbíteros, no es algo que se deba encerrar en una jerarquía. La iglesia entera, desde el don pascual de Cristo, es signo y principio de perdón sobre la tierra. Allí donde el perdón se expresa y se hacer carne en una comunidad está presente y se hace visible el Señor resucitado.
Tocar a Jesús. Signo de Tomás (20, 24-29).
Bastaban las señales anteriores: la paz de Cristo, el recuerdo de su entrega (manos y costado), el perdón en el Espíritu. Pero el texto sigue diciendo que faltaba Tomás, precisamente uno de los Doce. No es un cristiano normal el que ha dejado de participar en la asamblea; es uno de los antiguos compañeros de Jesús, de sus Doce seguidores. Los otros discípulos le dicen hemos visto al Señor (20, 25), pero él duda: pide un signo (si no veo en sus manos la huella de los clavos...) y Jesús se lo concede:
Y ocho días después, estaban de nuevo sus discípulos en casa
y Tomás con ellos;
llegó Jesús, estando las puertas cerradas, se puso en medio y
dijo:
- ¡Paz a vosotros!
Luego dijo a Tomás:
- Trae tu dedo aquí y mira mis manos,
trae tu mano y métela en mi costado
y no seas incrédulo sino fiel!
Respondió Tomás y dijo:
- ¡Señor mío y Dios mío!
Y Jesús le dijo:
- Porque has visto has creído.
¡Felices los que no han visto y han creído! (Jn 20, 26-29).
En medio de la comunidad reunida, como signo supremo de falta de fe y de confesión creyente, ha destacado Jn la figura de Tomás, elaborando en torno a él esta bellísima escena pascual. Tomás es la expresión del ser humano al que le cuesta creer; quiere signos, necesita certezas y en algún sentido Jesús se las ofrece.
Este pasaje muestra en parábola aquello que 1 Jn 1, 1-3 ha dicho como confesión creyente. En algún sentido, todos nosotros queremos tocar a Jesús, palparle y sentirle cercano, en gesto en gesto que llamamos mística de pascua. Así dicen los testigos fundantes de la iglesia:
Lo que existía desde el principio, lo que oímos,
lo que vieron nuestros ojos,
lo que contemplamos y palparon nuestras manos
sobre la Palabra de la Vida,
y la Vida se ha manifestado y hemos visto y damos testimonio...
Eso que vimos y oímos os lo anunciamos ahora (1 Jn 1, 1-3).
El término palpar ha de entenderse aquí en sentido muy profundo, más allá del simple roce corporal de manos. Sólo en encuentro personal que afecta a toda la existencia, los cristianos pueden afirmar que han palpado la Palabra de la vida. Se expresa así una nueva experiencia de corporalidad resucitada que desborda el puro encuentro de las manos exteriores.
En ese aspecto podemos y debemos afirmar que los cristianos tocamos a Jesús resucitado con las manos de la fe, en un espacio nuevo de corporalidad pascual. La pascua no se puede interpretar como experiencia de una idea; ella no nos pone en contacto con fantasmas. Al encontrarnos con Jesús hallamos (tocamos y palpamos) la vida del Mesías que transforma (fortalece) nuestra vida.
Se recogen de esa forma rasgos que hemos visto ya al tratar de Lc 24, 40, donde se decía que Jesús mostraba a sus discípulos pascuales las manos y el costado (igual que en Jn 20, 20). Pero ahora, por medio de Tomás, podemos profundizar en línea de corporalidad, viendo y tocando las llagas de la pasión salvadora de Jesús.
La fe pascual viene a expresarse de esa forma como experiencia mística del sufrimiento y muerte del Mesías. Los mismos signos de muerte (clavos que han atado a Jesús de pies y manos al madero, lanza que ha cortado su costado) vienen a mostrarse ya como señal de vida.
Jesús ha respondido mostrando la herida: mete tu dedo aquí, mete tu mano... (Jn 20, 27). Sólo así, en contacto de corporalidad a corporalidad, en encuentro con la Vida triunfante del Cristo, puede realizarse la experiencia de la pascua. Lo que importa de verdad no es el aspecto externo de la herida, la forma en que Jesús ofrece pecho y manos en nivel de carne antigua. Nueva es la experiencia de corporalidad trasformada: el mismo cuerpo de muerte se ha vuelto principio de pascua.
El mismo viejo cuerpo del amor concreto y de la entrega, el cuerpo que han matado (con heridas de lanza y clavos), se convierte así en un signo de vida. Frente a los riesgos de un falso espiritualismo gnóstico que quiere olvidarse de la carne, frente a todos los intentos de entender la pascua como puro cambio de conciencia (algo que sucede en el nivel interna de la transformación mental), Jn ha querido explicitar la corporalidad mística del Cristo de la pascua.
De esa forma ha combatido Jn la gran herejía de aquellos que afirmaban: Cristo no ha venido en carne, es sólo un mero espíritu (cf. 1 Jn 4, 2-3). Combate también la herejía de aquellos que añaden: Cristo fue carne cuando estaba sobre el mundo, pero ahora, en su gloria pascual, es puro espíritu; ha dejado atrás las ataduras y miserias de su cuerpo. Pues bien, en contra de eso, nuestro texto ha querido resaltar la corporalidad de la resurrección y lo ha hecho de esta forma, destacando el valor concreto de las llagas de manos y costado.
La muerte de Jesús no ha sido un puro accidente del pasado, no es algo que se olvida, señal de pura imperfección y vida baja de la tierra. La muerte ha sido el gesto supremo de la entrega de Jesús, el signo de su amor perfecto. Por eso, la experiencia positiva de esa muerte continúa en la gloria de la pascua. El Señor resucitado sigue siendo aquel que lleva en sus manos y costado las heridas de su entrega, los signos de su amor crucificado en favor de los hombres.
Sólo en esa perspectiva pascual se comprenden sus signos y discursos, empezando por las Bodas de Caná (2, 1-12) y terminando en la resurrección de Lázaro y la unción de Betania (11, 1-12, 8). El Sermón de la Cena (Jn 13-17) es palabra del Jesús glorioso, gran Sacerdote de Dios que nos habla desde su entrega pascual y su ascenso a lo divino; en clave de triunfo pascual y entronización ha de entenderse también la escena de su muerte (Jn 19).
Pues bien, a pesar de eso, fiel a su propia visión incarnatoria (¡y el Logos se hizo carne...!: 1,14), Jn ha introducido unos capítulos pascuales estrictamente dichos (Jn 20-21)que se encuentran en algún sentido cerca de Lc 24, 36-49 (cf. 16ª estación).
Para Jn la pascua es un misterio que define el conjunto de la vida de Jesús, de tal forma que puede proyectarse y se proyecta sobre el pasado de su historia, desde el comienzo del mensaje hasta la muerte del crucificado; pero, al mismo tiempo, ella es una realidad muy concreta, con una experiencia peculiar de encuentro con Jesús, de forma nueva, después de la ruptura previa de la muerte.
En ese sentido, Jn supone un correctivo respecto a Mc, que no ofrecía ninguna experiencia pascual directa, de encuentro con el resucitado. A los ojos de Jn no basta con citar y recrear la historia de Jesús, pues la pascua tiene su propia entidad y hay que contarla por sí misma, como ahora indicaremos.
(Recojo el tema de Camino de Pascua, Sígueme, Salamanca 1996, cap. 18. Buen domingo a todos).
Signos de pascua
El tema ha sido evocado por el texto, en gran parte paralelo, de Lc 24, 36-49. Está reunida la comunidad, formada por un grupo grande de creyentes (siempre más que los Doce). Es evidente que en ella se ha integrado, ofreciendo su mensaje, María Magdalena, la única que ha creído ya viendo al Señor (cf.. 20, 11-18); también está el discípulo querido, que no ha tenido que ver a Jesús para creer, pues le basta la experiencia del sepulcro vacío (cf. 20, 8).
Parece que los demás no creen, pero es evidente que están reunidos y separados, en una casa cerrada, por medio de los judíos (20, 19). Forman comunión, pues Jesús les ha convocado; por fidelidad a Jesús se encuentran reunidos. Son iglesia en frágil, oración y dudas, son comunidad que necesita la presencia del Señor. En este contexto se inscribe la visión:
A la tarde de aquel día primero de la semana,
y estando cerradas las puertas del lugar donde estaban los discípulos,
por el medio a los judíos,
vino Jesús y se colocó en medio de ellos diciendo:
- ¡La paz con vosotros!
Y diciendo esto les mostró las manos y el costado.
Los discípulos se alegraron viendo al Señor. Y les dijo de nuevo:
- ¡La paz con vosotros!
Como me ha enviado el Padre os envío también yo.
Y diciendo esto sopló y les dijo:
- Recibid el Espíritu Santo,
a quienes perdonéis los pecados les serán perdonados;
y a quienes se los retengáis les serán retenidos (20, 19-23).
Esta es escena y palabra fundante de iglesia. Los discípulos se encuentran reunidos en forma de comunidad eclesial que se ha separado ya del judaísmo. Integran un grupo amenazado, miedoso. Jesús les conforta con su palabra, su presencia sensible (manos y costado), su envío y su poder de perdón.
No son los Doce, sino la comunión de todos los creyentes. Son la iglesia la que está reunida y recibe la gracia de la experiencia pascual y la tarea de realizar la misión (envío y perdón) del Señor resucitado. La prueba de la pascua es la presencia y acción misionera del Señor resucitado que se muestra a sus discípulos, haciéndoles testigos de su gracia, enviados de su reino.
Sabe Jn que no hay pruebas externa, pero sabe también que son muchos los que pedían y siguen pidiendo. Por eso ha creado este bellísimo texto de experiencia pascual donde ha presentado en forma simbólica los grandes signos de la pascua. El signo clave es el gesto y presencia de Jesús que transforma a los creyentes reunidos por el miedo, enviándolos al mundo como mensajeros de su gracia.
- La Pascua es ante todo paz. Jesús saluda a sus discípulos dos veces, con la misma palabra: paz a vosotros (Eirênê hymin: 20,19.21). Sobre un mundo atormentado por la guerra y la violencia, ofrece Cristo paz fundante, creadora. Sobre una comunidad encerrada por el miedo extiende el Cristo pascual la gracia de su vida hecha principio de misión universal.
- La pascua es presencia gloriosa del crucificado. El Señor resucitado es el mismo Jesús que se entregó por los hombres. Como señal de identidad, como expresión de permanencia de su pasión salvadora, Jesús mostró a sus discípulos las manos y el costado (20, 20), en gesto que después va a recibir nuevo contenido ante el rechazo de Tomás (cf. 20, 24-29). Creer en la pascua es mirar, es descubrir a Jesús crucificado como Señor glorioso. En el fondo está la misma experiencia teológica de Lc: ¡Era necesario que el Cristo muriera...! (Lc 24, 26.46).
- La pascua se vuelve así Pentecostés. Jesús resucitado sopla sobre sus discípulos diciendo recibid el Espíritu Santo (20,22), en gesto que evoca sin duda una nueva creación. El mismo Dios había soplado en el principio sobre el ser humano, haciéndole viviente (Gén 2, 7). Ahora sopla Jesús, como Señor pascual, para culminar la creación que en otro tiempo había comenzado. Recordemos que Lucas 24 y Hech. 1 habían separado cuidadosamente los matices, poniendo primero la pascua y después Pentecostés (cf. 17ª estación). Juan ha vinculado ambos momentos, uniéndonos en un único misterio: la misma aparición pascual se vuelve efusión del Espíritu de Dios (que es Espíritu del Cristo rescatado) sobre el conjunto de la iglesia.
- La pascua se vuelve misión: ¡como el Padre me ha enviado así os envío yo! (20, 21). A lo largo de todo el evangelio, Jn ha presentado a Jesús como enviado de Dios: misión es toda su existencia. De ahora en adelante, los cristianos son enviados de Jesús. Realizan una obra que es propia del Señor resucitado: expanden y despliegan su camino, realizan su misterio sobre el mundo.
- El texto culmina en un signo de perdón: a quienes perdonéis los pecados... (20, 23). El camino de Jesús se vuelve gracia creadora de perdón. Este es a los ojos de Jn el gran problema del mundo: no hay perdón, los hombres se encuentran divididos, destruidos; carecen de medios para expresar el perdón, no hay para ellos sacrificios que puedan transformarles. Ha perdido su sentido el sacerdocio de Jerusalén, no consigue perdonar el templo. Pues bien, sobre ese desierto de pecado (falta de perdón), Jn ha interpretado la pascua como experiencia transformante de perdón.
Ciertamente, el texto divide a las personas de una forma que parece simétrica (a quienes perdonéis, a quienes retengáis...), de tal modo que alguno pudiera pensar que la iglesia es una institución neutral, que reparte perdón o no perdón de forma indiferente. Pues bien, en contra de eso, a la luz de todo el evangelio, debemos afirmar que la iglesia es sólo signo y fuente de perdón definitivo. Ella misma expresa el perdón y así lo encarna y anuncia sobre el mundo. Por eso, donde ella ofrece perdón hay perdón y donde ella muestra que no existe perdón es que los hombres siguen enfrentados.
Esta experiencia de gracia pascual pertenece al conjunto de la comunidad. Aquí no está reservada a los Doce o los presbíteros, no es algo que se deba encerrar en una jerarquía. La iglesia entera, desde el don pascual de Cristo, es signo y principio de perdón sobre la tierra. Allí donde el perdón se expresa y se hacer carne en una comunidad está presente y se hace visible el Señor resucitado.
Tocar a Jesús. Signo de Tomás (20, 24-29).
Bastaban las señales anteriores: la paz de Cristo, el recuerdo de su entrega (manos y costado), el perdón en el Espíritu. Pero el texto sigue diciendo que faltaba Tomás, precisamente uno de los Doce. No es un cristiano normal el que ha dejado de participar en la asamblea; es uno de los antiguos compañeros de Jesús, de sus Doce seguidores. Los otros discípulos le dicen hemos visto al Señor (20, 25), pero él duda: pide un signo (si no veo en sus manos la huella de los clavos...) y Jesús se lo concede:
Y ocho días después, estaban de nuevo sus discípulos en casa
y Tomás con ellos;
llegó Jesús, estando las puertas cerradas, se puso en medio y
dijo:
- ¡Paz a vosotros!
Luego dijo a Tomás:
- Trae tu dedo aquí y mira mis manos,
trae tu mano y métela en mi costado
y no seas incrédulo sino fiel!
Respondió Tomás y dijo:
- ¡Señor mío y Dios mío!
Y Jesús le dijo:
- Porque has visto has creído.
¡Felices los que no han visto y han creído! (Jn 20, 26-29).
En medio de la comunidad reunida, como signo supremo de falta de fe y de confesión creyente, ha destacado Jn la figura de Tomás, elaborando en torno a él esta bellísima escena pascual. Tomás es la expresión del ser humano al que le cuesta creer; quiere signos, necesita certezas y en algún sentido Jesús se las ofrece.
Este pasaje muestra en parábola aquello que 1 Jn 1, 1-3 ha dicho como confesión creyente. En algún sentido, todos nosotros queremos tocar a Jesús, palparle y sentirle cercano, en gesto en gesto que llamamos mística de pascua. Así dicen los testigos fundantes de la iglesia:
Lo que existía desde el principio, lo que oímos,
lo que vieron nuestros ojos,
lo que contemplamos y palparon nuestras manos
sobre la Palabra de la Vida,
y la Vida se ha manifestado y hemos visto y damos testimonio...
Eso que vimos y oímos os lo anunciamos ahora (1 Jn 1, 1-3).
El término palpar ha de entenderse aquí en sentido muy profundo, más allá del simple roce corporal de manos. Sólo en encuentro personal que afecta a toda la existencia, los cristianos pueden afirmar que han palpado la Palabra de la vida. Se expresa así una nueva experiencia de corporalidad resucitada que desborda el puro encuentro de las manos exteriores.
En ese aspecto podemos y debemos afirmar que los cristianos tocamos a Jesús resucitado con las manos de la fe, en un espacio nuevo de corporalidad pascual. La pascua no se puede interpretar como experiencia de una idea; ella no nos pone en contacto con fantasmas. Al encontrarnos con Jesús hallamos (tocamos y palpamos) la vida del Mesías que transforma (fortalece) nuestra vida.
Se recogen de esa forma rasgos que hemos visto ya al tratar de Lc 24, 40, donde se decía que Jesús mostraba a sus discípulos pascuales las manos y el costado (igual que en Jn 20, 20). Pero ahora, por medio de Tomás, podemos profundizar en línea de corporalidad, viendo y tocando las llagas de la pasión salvadora de Jesús.
La fe pascual viene a expresarse de esa forma como experiencia mística del sufrimiento y muerte del Mesías. Los mismos signos de muerte (clavos que han atado a Jesús de pies y manos al madero, lanza que ha cortado su costado) vienen a mostrarse ya como señal de vida.
Jesús ha respondido mostrando la herida: mete tu dedo aquí, mete tu mano... (Jn 20, 27). Sólo así, en contacto de corporalidad a corporalidad, en encuentro con la Vida triunfante del Cristo, puede realizarse la experiencia de la pascua. Lo que importa de verdad no es el aspecto externo de la herida, la forma en que Jesús ofrece pecho y manos en nivel de carne antigua. Nueva es la experiencia de corporalidad trasformada: el mismo cuerpo de muerte se ha vuelto principio de pascua.
El mismo viejo cuerpo del amor concreto y de la entrega, el cuerpo que han matado (con heridas de lanza y clavos), se convierte así en un signo de vida. Frente a los riesgos de un falso espiritualismo gnóstico que quiere olvidarse de la carne, frente a todos los intentos de entender la pascua como puro cambio de conciencia (algo que sucede en el nivel interna de la transformación mental), Jn ha querido explicitar la corporalidad mística del Cristo de la pascua.
De esa forma ha combatido Jn la gran herejía de aquellos que afirmaban: Cristo no ha venido en carne, es sólo un mero espíritu (cf. 1 Jn 4, 2-3). Combate también la herejía de aquellos que añaden: Cristo fue carne cuando estaba sobre el mundo, pero ahora, en su gloria pascual, es puro espíritu; ha dejado atrás las ataduras y miserias de su cuerpo. Pues bien, en contra de eso, nuestro texto ha querido resaltar la corporalidad de la resurrección y lo ha hecho de esta forma, destacando el valor concreto de las llagas de manos y costado.
La muerte de Jesús no ha sido un puro accidente del pasado, no es algo que se olvida, señal de pura imperfección y vida baja de la tierra. La muerte ha sido el gesto supremo de la entrega de Jesús, el signo de su amor perfecto. Por eso, la experiencia positiva de esa muerte continúa en la gloria de la pascua. El Señor resucitado sigue siendo aquel que lleva en sus manos y costado las heridas de su entrega, los signos de su amor crucificado en favor de los hombres.
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