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domingo, 8 de abril de 2012

Tensa espera. Entierro y tumba de Jesús


Publicado por El Blog de X. Pikaza

La historia externa de Jesús culmina y de algún modo termina en su muerte. Pero, en otro sentido, él permanece y despliega su vida en los primeros cristianos y lo hace especialmente a través de dos símbolos: una negativo (tumba vacía) y otra positivo (experiencias de de resurrección).

Las religiones han sacralizado con frecuencia a los muertos (pidiendo que vuelvan a Dios, o queriendo impedir que retornen al mundo). Así solemos quemarlos, o ponerlos bajo tierra, o taparlos bajo una losa, a fin de que no vuelvan como antes, que no salgan (que “duerman” del todo), y nosotros podamos seguir vivos, sin que ellos nos lo impiden, hasta que al fin nos entierren también o nos quemen en la pira, para que todo siga igual (y continúe la violencia asesina de la historia). Pero la tumba de Jesús fue diferente .

He tratado varias veces de este tema, en este blog y en otros lugares, de manera que no quería haberlo presentado de nuevo este año. Pero la discusión sobre la Notificación de la Comisión para la Doctrina de la Fe, sobre algunos libros de A. T. Queruga ha vuelto a destacar la importancia de este tema. Son muchos los lectores que han puesto sus comentarios en mi blog. Y así, para responder a los que ellos preguntan y para situar el tema de la pascua, quiero volver a presentar, en resumen, mi propia visión del entierro y tumba de Jesús.

Éste es un tema en el que nadie tiene una respuesta definitiva, pues las fuentes (evangelios, Pablo…) no son “unívocas”, pero en el fondo de ellas emerge la certeza de que el sepulcro de Jesús fue “especial”. De todas formas, debo confesar desde aquí que la fe cristiana en la pascua de Jesús no deriva de la forma de entender su entierra y de concebir su tumba, sino de la experiencia de la resurrección. Buena espera pascual para todos.

1. Un Mesías sin tumba

Su memoria no estuvo vinculada a un monumento funerario, donde se habrían guardado y seguirían venerándose por siglos sus restos sagrados, como sucede con muchos sepulcros del valle de Josafat, frente a las murallas de Jerusalén (tumbas de héroes y grandes personajes). Los seguidores de Jesús comenzaron su andadura histórica con «menos» (no tenían siquiera el consuelo de la tumba). Pero esa carencia se volvió abundancia: No tenían una tumba, tenían a Jesús entero y vivo, animándoles a retomar el camino del Reino.

Desde ese fondo han de entenderse algunos textos centrales de los evangelios donde Jesús condena la religión de los sepultureros aprovechados, que oprimen a los vivos por dar un tipo de culto a los muertos. Así dice: «Deja que los muertos entierren a los muertos...» (Lc 9, 59-60; cf. Mt 8, 21-22); «Ay de vosotros que edificáis sepulcros a los profetas…» (Lc 11, 47-48; cf. Mt 23, 29-32). Este Jesús, que protestaba contra los constructores violentos de tumbas, no habría comprado en Jerusalén una parcela para enterrarse, ni quiso que le edificaran una tumba. No murió para dejar un monumento glorioso, sino para seguir viviendo en aquellos que mueren y esperan el Reino .

Mateo lo ha destacado en su polémica contra los escribas y fariseos (entre los cuales podrían estar incluso algunos judeo/cristianos): «Con esto dais testimonio contra vosotros mismos de que sois hijos de aquellos que mataron a los profetas. ¡Vosotros, pues, colmad la medida de vuestros padres!» (Mt 23, 31-32). Al construir monumentos de los profetas asesinados, y decir así que ellos quieren distanciarse de sus padres asesinos, los hijos siguen aprobando la violencia de esos padres y viviendo de ella.

Jesús condena de esa forma la conducta de aquellos que necesitan (necesitamos) destruir para afirmarse, matar para justificarse, de manera que la misma estructura social de este mundo aparece en ese fondo como culto a la destrucción. Primero matamos y después (al mismo tiempo) divinizamos o sacralizamos a los muertos, para justificarnos mejor. Pues bien, Jesús denunció ese mecanismo de muerte (vinculado al sistema religioso/social de Jerusalén) y por eso, entre otras cosas, le mataron.

2. Pero en su caso no hubo santo entierro, ni sepultura honorable.

La tradición más antigua es muy sobria y sólo dice que fue enterrado (1 Cor 15, 4), para indicar que murió del todo (resucitó “al tercer día”, tras la muerte completa) y no pudo revivir en este mundo viejo (en contra de quienes afirman que despertó en la tumba y marchó a Cachemira donde moriría más tarde, de muerte natural).

Algunos cristianos posteriores han querido saber dónde se alzaba su tumba, suponiendo que seria «honorable», como las que hacían construir algunos ricos en Jerusalén. Pero, en contra de esa posibilidad (¡tumba sagrada!), se viene elevando desde antiguo un argumento muy sólido: Los romanos solían dejar a los ejecutados en el patíbulo, para escarmiento de otros (como pasto de aves o animales carroñeros), o los arrojaban a una fosa común para que se consumían, sin cultos funerarios, como escarmiento de posibles imitadores.

En esa línea, muchos afirman que Jesús no fue enterrado con honor, sino arrojado por los verdugos romanos a una fosa o pudridero de malditos, a los que nadie religiosamente puro podía acercarse, pues su contacto manchaba. En una línea convergente, otros piensan que, según los evangelios, resulta más probable que le enterraran algunos notables judíos, es decir, delegados del Sanedrín o de los sacerdotes, que pidieron a Pilato los cuerpos de los ajusticiados, pues, en otro caso, si quedaban al raso a lo largo de la noche, habrían manchado la tierra y corrompido la ciudad, sobre todo en una fiesta como Pascua (Jn 19, 31-37; cf. Dt 21, 22-23).

Hech 13, 29 se mantiene en esa línea, cuando afirma que «los judíos bajaron a Jesús de la cruz y lo enterraron». Sea como fuere (le enterraran los romanos o los representantes de la autoridad judía), no hubo un santo entierro, en sentido piadoso: Le bajaron de la cruz y le pusieron bajo tierra los representantes de jueces y asesinos, para que todo siguiera su curso, como si nada hubiera sucedido. Desde esa perspectiva, podemos resumir las dos opiniones, añadiendo una tercera, que sigue encontrando apoyo entre los historiadores. Éstas son las tres opiniones:

1. Le enterraron unos soldados romanos. Los judíos podrían haber pedido a Pilatos que bajara de la cruz a los ajusticiados (para que no mancharan el aire en el día de fiesta) y luego los soldados romanos les arrojaron a una fosa común o sumidero para condenados, allá cerca, en un hueco de la cantera abandonada de la crucifixión (bien analizada por los arqueólogos), en el Gólgota o lugar de la Calavera (cf. Mc 15, 22; Lc 23, 33).

2. Le enterraron los delegados del sanedrín (sacerdotes). Otros piensan que los representantes de la autoridad judía pidieron los cadáveres y los enterraron con prisa, antes de la noche del sábado pascual, sin unción ni ceremonias, en la fosa común de ajusticiados e impuros, quizá al otro lado de la colina, en el valle de la Gehenna (asociada con un tipo de infierno). En este caso, lo mismo que en el anterior, los discípulos (mujeres) habrían mirado de lejos, pero sin participar en el entierro él, ni separar el cadáver de Jesús de los otros, ni enterrarle de manera “limpia”.

3. Tercera posibilidad, unos amigos. Jesús pudo haber tenido un amigo influyente, llamado José de Arimatea (o Nicodemo), aristócrata bueno, que pidió a Pilato el cuerpo y lo enterró corriendo (¡llegaba el sábado!), pero con honor, mientras las mujeres amigas miraban de lejos, sin acercarse a su tumba, noble y pura, excavada en la roca. Ciertamente, los cristianos reconocieron siempre que ellos no habían enterrado a Jesús, no sólo porque huyeron (a excepción de unas mujeres), sino porque carecían de autoridad para hacerlo. Pero pudieron saber que le enterró un buen judío, amigo de Jesús, y que las mujeres lo vieron.

Pero, si éste es el caso, si José era amigo de Jesús ¿por qué no llamó a las mujeres o se acercaron ellas para acompañarle y ayudarle? Ciertamente, hay cosas que no encajan bien en esa tercera perspectiva, pero los cristianos podían decir que el entierro de Jesús fue honorable y su sepulcro fue limpio, propiedad de un rico, pues sólo los ricos podían tener sepulcro noble en el entorno de Jerusalén (en la ciudad no se enterraba). Los evangelios (partiendo de Mc 15, 42-47), ha desarrollado simbólicamente esa tercera posibilidad (que puede ser una variante de la segunda), diciendo que los romanos (o los sacerdotes) influyentes confiaron el cadáver de Jesús a un judío notable (¿simpatizante mesiánico escondido?), hombre rico y decidido, que no actuó como cristiano, sino como delegado del gobernador o del sanedrín, enterrando a Jesús en su sepulcro, excavado en la roca, sin contar con los familiares, ni con sus discípulos, ni con las mujeres amigas (que estaban mirando de lejos).

Desde la perspectiva del cristianismo honorable, esa tercera posibilidad es muy significativa: Ese hombre rico garantizó la pureza del entierro y sepultura de Jesús (de forma que después se pudo hablar de un sepulcro vacío…). Pero en línea de evangelio, siguiendo el mensaje de Jesús, podemos preguntar: ¿Por qué sería «puro» un sepulcro nuevo y limpio, exclusivo de Jesús, mientras que una fosa común hubiera sido «impura»? A la luz del mensaje y de la vida de Jesús, una fosa común es tan pura como un sepulcro ostentoso de ricos.

Sea como fuere, desde el punto de vista histórico y teológico, parece más coherente pensar que Jesús murió y le enterraron con los rechazados (cf. Is 53, 9: «fue con los impíos su sepultura»), de manera que su muerte fue como su vida: Un gesto de solidaridad con los maldecidos y expulsados del buen orden social.

Además, históricamente, lo más verosímil es que fuera enterrado con autorización de los romanos, en un sepulcro común, y es muy posible que el encargado de enterrarle se llamara José de Arimatea, un buen judío a quien los cristianos recuerdan por eso con cariño. Lo mismo habría sucedido con los otros dos “ladrones”.

3. Sin tumba propia, bajó al infierno (tema teológico).

Sea como fuere, las mujeres no pudieron encontrar el cadáver de Jesús el domingo (tras el gran descanso sabático), porque lo habían arrojado a una fosa común que no podían abrir (no se podían remover los cuerpos de los ajusticiados), o porque el sepulcro donde presumiblemente le había colocado el hombre judío al que ellas vieron de lejos, se encontró vacío, por la causa que fuere. En ese contexto, se puede plantear la pregunta: ¿Por qué las mujeres no fueron a dialogar con José de Arimatea, como han dicho varios evangelios apócrifos, que han dado mucha importancia a su testimonio? .

La tradición añade que las mujeres y demás amigos (discípulos) de Jesús no pudieron encontrar su cadáver, ni embalsamarle y enterrarle con honores, y así volver a tiempo fijado, año tras un año, para celebrar la memoria de su muerte (para recoger sus huesos y enterrarlos por segunda vez en una arqueta funeraria a la espera de la resurrección final).

Jesús acabó sin tumba propia, pero, en compensación, tuvo buenos amigos, quizá escondidos al principio, pero visibles luego, partiendo de las mujeres y siguiendo por los hombres (que le habían abandonado en su condena), convertidos en testigos de su vida y esperanza. En ese contexto, podemos afirmar que los cristianos eran (son) amigos de un muerto cuyo cadáver no habían conseguido honrar, enterradores sin entierro, lamentadores sin cuerpo para lamentarse .

En ese contexto simbólico debemos añadir, con una tradición cristiana, que Jesús descendió al infierno, a través de su muerte. No le enterraron con gloria, al toque de trompeta, elevando sobre su cadáver una pirámide de honores o excavando un hipogeo glorioso. No tuvo un funeral con sacerdotes y notables, con muchos seguidores, sino que le inhumaron rápido, cumpliendo una ley sagrada, los sepultureros oficiales, judíos o romanos, con ganas de acabar pronto, antes que llegara la noche, para que no siguieran los cuerpos colgados al aire, manchando la santidad del sábado de pascua. Así descendió Jesús al “infierno” de la historia humana, que es la muerte “deshonrada”, para iniciar desde los muertos un camino de vida.

Su historia acabó donde debía: En la fosa común de los asesinados, al lado de los miles de expulsados, que mueren de un modo violento y son arrojados, aplastados, sin honor, en cualquier cuneta o pudridero de la humanidad triunfante. Allí quisieron echarle y le echaron junto a los otros dos (¿con la intervención de un hombre llamado José de Arimatea?), para que la gente normal pudiera seguir celebrando de forma orgullosa la fiesta del Dios de la victoria de los «buenos». En ese contexto, la Iglesia ha dicho que Jesús bajó al infierno, fosa común, para dar vida a los muertos (credo).

4. Lógicamente, no pudieron encontrar su cuerpo.

¿Cómo separar a Jesús de los otros ajusticiados? ¿Cómo distinguir sus huesos de los huesos de miles y miles de hombres y mujeres arrojados a la gran fosa de una historia que expulsa a sus víctimas? (cf. Ez 37, 1-8). Por eso, las mujeres de Mc 16, 1-8 miraron hacia su sepultura (fosa de condenados), pero no lograron encontrar ni embalsamar su cuerpo con honor, ni llevarlo a casa, como quería Magdalena (Jn 20, 11-15), para que todo siguiera como estaba. Pues bien, ellas descubrieron pronto que había una razón más honda. No pudieron encontrarle porque él (Jesús) se hallaba presente en Dios y en el mensaje que había iniciado y sembrado en la tierra: ¡Si el grano de trigo no muere…! (Jn 12, 24).

Así, lo que podía parecer suprema maldición (¡morir sin hora, quedar sin buen entierro!) vino a presentarse como bendición suprema, revelación del Reino. Jesús había penetrado en el abismo de la muerte, no para quedar allí (por eso, no pudieron labrarle un sepulcro, como a Mahoma en Medina, a Pedro y Pablo en Roma, a Lenin en Moscú), pues él mismo era Vida para todos. Venerar a Jesús en una tumba significaría olvidar el evangelio. Lógicamente, el ángel de pascua dijo a las mujeres: «No está aquí, id a Galilea… y allí le encontraréis…» (cf. Mt 16, 7-8).

Histórica y teológicamente, para los cristianos, lo que importa no es la desaparición físico-biológica de su cadáver, sino la experiencia pascual de sus seguidores. Por eso, cuando los textos evangélicos (a partir de Mc 15, 42-16, 8) evocan una tumba honorable, no están hablando de un dato físico, sino de un misterio de fe: Dios mismo ha recogido a Jesús desde el abismo de la muerte, para transformar su vida y así resucitarle, con los crucificados y expulsados de la historia. Jesús no está allí donde quisieron arrojarle y encerrarle con prisa, para que su cuerpo no contaminara el aire de Pascua; no sigue pudriéndose en una tierra de muerte, sino que está presente en el Dios que es la vida de los hombres y mujeres que le siguen. Por eso, los cristianos no son guardianes de un sepulcro cerrado, sino mensajeros de una tumba abierta, vacía de muerte, llena de Vida pascual. En esa línea el posible dato de la tumba rica que a Jesús le habrían dado, para recordarle allí, resulta secundario e incluso molesto para el evangelio de la Cruz cristiana. Los muertos como Jesús no necesitan sepultura rica .

El recuerdo de Jesús no está fijado en una tumba venerable, como la del Rey David, sepultado con majestad y gloria en Jerusalén (cf. Hech 2, 29). Él no actúa tampoco como espíritu-fantasma, a través de otros personajes, que reciben su poder y pueden realizar así prodigios (como piensa Herodes, refiriéndose al Bautista; cf. Mc 6, 14-16), sino que está presente en la vida de sus discípulos que expanden su evangelio. Sea como fuere, tuviera o no una tumba propia, Jesús ha sido y sigue siendo para los cristianos un muerto que está vivo, sin monumento funerario .

Dos excursos

– En este contexto pueden situarse, mutatis mutandis, estas palabras: «Las Madres de Plaza de Mayo [Buenos Aires] reivindicamos a nuestros 30.000 hijos desaparecidos sin hacer distinciones… Las Madres de Plaza de Mayo sabemos que nuestros hijos no están muertos; ellos viven en la lucha, los sueños y el compromiso revolucionarios de otros jóvenes. Las Madres de Plaza de Mayo encontramos a nuestros hijos en cada hombre o mujer que se levanta para liberar a sus pueblos. Los 30.000 desaparecidos viven en cada uno que entrega su vida para que otros vivan. Las Madres de Plaza de Mayo rechazamos las exhumaciones porque nuestros hijos no son cadáveres. Nuestros hijos están físicamente desaparecidos pero viven en la lucha, los ideales y el compromiso de todos los que luchan por la justicia y la libertad de sus pueblos. Los restos de nuestros hijos deben quedar allí dónde cayeron. No hay tumba que encierre a un revolucionario. Un puñado de huesos no los identifica porque ellos son sueños, esperanzas y un ejemplo para las generaciones que vendrán» (cf. www.redescristianas.net/2007/03/05/ y www.madres.org/)

– Jesús no es un cuerpo para monumento, ni es momia incorrupta, huesos santos, sobre los que pueden alzarse pirámides o basílicas funerarias, sino un hombre sin sepulcro, un Muerto Vivo, pues ha empezado a vivir de manera más alta no sólo en el Dios que resucita a los muertos (cf. Rom 4, 23; en pura trascendencia), sino en la vida de los hombres y mujeres que le aceptan y retoman su proyecto de Reino. Desde ese fondo se entienden los bellísimos relatos de los evangelios (Mc 16, 1-8; Mt 28, 1-15; Lc 23; Jn 20) sobre la tumba vacía, que la Iglesia ha transmitido, no como prueba histórica, sino como signo de su fe pascual. Esos textos poseen gran valor simbólico y catequético, pero en un plano de historia física y de biología (saber cómo se descompuso o desmaterializó el cadáver de Jesús), debemos tener mucha sobriedad, pues resulta difícil alcanzar conclusiones seguras. Por otra parte, Jesús no hubiera querido una tumba de honor, mientras otros no la tuvieran; no buscó una tumba, sino que llegara el Reino.

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