Homilia y Recursos para la Homilía
Publicado por Agustinos España
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LA HOMILÍA
Seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa.
Esta expresión conecta este pasaje con el Tercer Isaías (Is 61, 6). El autor imagina al pueblo de Israel situado en el concierto de las naciones del mismo modo que la casta sacerdotal se hallaba frente a las tribus del pueblo elegido. Todas esas tribus pertenecían a Dios y, sin embargo, solo los sacerdotes se acercaban a EL; de igual modo, toda la Humanidad es propiedad de Dios, pero sólo el pueblo elegido puede encontrarse con El en la liturgia y la Palabra, sólo el pueblo de Israel puede presentarse ante El representando a la Humanidad y ser signo de la voluntad de Dios ante las naciones.
La Iglesia es realmente solidaria de la Humanidad ante Dios, porque su función no consiste en monopolizar la salvación y el bien -ambos existen en todo hombre de buena voluntad-, sino en expresar por su culto espiritual lo que aún está oculto en la Humanidad y en presentarse a esta última como el signo del plan que Dios ofrece a su libertad.
El pasado domingo leíamos la llamada personal de Jesús: «Sígueme» (una llamada dirigida especialmente a los «pecadores»). Pero esta llamada personal no es individual. No se termina en aquello que se denominaba «salvar el alma». Sino que JC llama para enviar. Es decir, para continuar su tarea -su misión- de conducir la humanidad hacia el Padre, hacia el Reino, la plenitud que el hombre anhela y que Dios realiza porque ama.
Quizá en los últimos años se ha insistido -a veces unilateralmente- en la necesidad de formar «comunidades cristianas», de «sentirse comunidad», sin percibir suficientemente que la comunidad no es un fin en sí misma. Louis Evely escribía: «Es verdad que los cristianos se reunirán entre ellos para compartir la Palabra, el Pan y el Perdón, pero su encontrarse momentáneo simboliza y prepara la unificación del mundo y se termina con una dispersión hacia los no cristianos. Una comunidad cristiana es una contradicción en sus términos. Los cristianos no están para vivir entre ellos, como tampoco la sal o la levadura no están para conservarse en un pote. Los cristianos sólo forman asambleas litúrgicas, provisionales y proféticas» («Avui», 14 de mayo). Más allá de la exageración de estas palabras, debe reconocerse que se hallan confirmadas sustancialmente por las de Jesús al llamar a los apóstoles. El mismo número de doce es símbolo de una convocación universal (las doce tribus que son figura de un nuevo pueblo que debe incluir a toda la humanidad)
«Gratis habéis recibido...»
Es decir, no habéis pagado nada por cuanto os he dado. Ni siquiera vuestras obras, pues el origen del Evangelio es el amor de Dios que justifica al impío y que nos amó precisamente «cuando nosotros estábamos sin fuerza». Esta misericordia de Dios que vive en el corazón de Cristo es la que le mueve a enviar ahora a sus Apóstoles: «Al ver Jesús a las gentes se compadecía de ellas porque estaban extenuadas y abandonadas como ovejas sin pastor». Y ese mismo amor gratuito y misericordioso es el que inspiró antes la llamada personal de Jesús a cada uno de sus discípulos: «Yo os he elegido, y os he enviado para que vayáis y déis fruto».
"Dadlo gratis".
Es decir, no lo retengáis ni reservéis, no lo escondáis ni domestiquéis, sino predicadlo y publicadlo, que llegue a todos. Decid en las plazas lo que se os ha dicho al oído, que corra como un rumor entre las gentes. Y dad lo que habéis recibido, no otra cosa. No se trata de un producto del que tengáis que hacer propaganda para colocarlo a gusto o a disgusto; por lo tanto, no lo adulteréis para sacar ventaja. Dad lo que habéis recibido; es decir, sed fieles a la Tradición. Pero esto no tiene por qué entenderse como una entrega mecánica y una repetición literal de palabras muertas, pues habéis recibido también el Espíritu y mis palabras son palabras de vida. La fidelidad a la Tradición es dar curso libre a la palabra viva de Cristo y no impedir la fuerza del Espíritu que sopla donde quiere.
El único servicio conveniente a la verdad es siempre el servicio desinteresado. El que hace su negocio dice lo que le conviene, y su palabra no es de fiar. El que predica el Evangelio no puede exigir ninguna recompensa, aunque espera, ¡cómo no!, que se cumpla también para él la promesa que anuncia. El que predica ha de saber que su palabra si es palabra evangélica sólo puede suscitar el amor o el odio, dos respuestas igualmente gratuitas.
Para esta misión, a la que Jesús les envía «de dos en dos» (Marcos), les otorga poder sobre todo mal. Se lo anuncia comunicándoles el poder general que les da de curar todas las enfermedades, destacando los dos casos más graves de ellas: podrán «resucitar muertos y limpiar leprosos». Además, «arrojar demonios».
La misión es una lucha contra el maligno, contra todo lo que destruye la posibilidad de ser hombre verdadero: el egoísmo, la injusticia, la comodidad... Donde llega la palabra del discípulo, el mal no tiene más remedio que dar la cara y retroceder... Saldrá a la luz la mentira, la ambición, la hipocresía... Por ello deben contar con la oposición y con la resistencia. Oposición que tiene una razón muy profunda: Jesús no invita únicamente a cambiar de conducta en cosas sin importancia, sino a modificar sustancialmente la manera de pensar y de vivir; a convertirse.
El tema de la predicación será el anuncio de la cercanía del reino de Dios. La misma que Jesús. Misión directamente mesiánica, que implicaba un cambio total de mentalidad y de vida. Debían liberar al pueblo de las deformaciones mesiánicas ambientales, que los rabinos les habían enseñado.
«Id y proclamad que el reino de los cielos está cerca».
En esta frase estaba sintetizado todo. Lo absoluto es el reino de Dios: la presencia misteriosa de Dios en medio de los hombres. Jesús quiere que los suyos introduzcan en el mundo la experiencia de su amor. No irán a los abandonados para compadecerlos, sino para comunicarles que hay alguien que los ama gratuitamente: el Padre del cielo.
Esta expresión podemos traducirla más o menos así: Anunciad que Dios está interviniendo en favor de los hombres; proclamad que llega como Salvador. Mirad que comienza un tiempo nuevo para vosotros...
La breve frase de Jesús fue el catecismo de aquel pequeño grupo.
No iban a enseñar alta teología ni complejas doctrinas. Más que como maestros, fueron enviados como testigos de una evidencia: están sucediendo en el mundo cosas nuevas; miradlas: ya no sois los abandonados de Dios y de los hombres... Se os ama, y mirad cómo...
Efectivamente, los llamados «milagros» no eran más que los signos evidentes de la presencia del Reino. Eran los signos que en aquella época podían interpretarse como muestras de que Dios estaba interviniendo; poco importa, por ahora, si esos son los signos que el hombre de hoy puede interpretar como huellas del paso de Dios.
Con estos elementos ya podemos ir respondiendo a nuestra inquietud de cuál pudiera ser el cometido de la Iglesia. Es una pena que la palabra «iglesia» tenga para nosotros ciertas connotaciones, si no peyorativas, al menos excesivamente ligadas al poder de la jerarquía y a ciertos hechos históricos en gran medida alejados del pensamiento evangélico. Por eso este Evangelio puede resultarnos como «algo no vivido ni visto». En tal caso, motivo más para que descubramos hasta qué punto nuestras discusiones religiosas suelen estar mal planteadas desde el comienzo. De acuerdo con el Evangelio, son «iglesia» las personas que se sienten «llamadas» para poner en evidencia el amor salvador de Dios a los hombres abandonados, con palabras, sí, pero sobre todo con una vida generosamente entregada al servicio de los demás.
RECURSOS PARA LA HOMILÍA
Nexo entre las lecturas
Sabed que el Señor es Dios, que Él nos ha hecho y somos suyos, su pueblo y ovejas de su rebaño. Es el tema de la elección de Dios el que nos ofrece un lazo de unidad entre las lecturas de este décimo primer domingo del tiempo ordinario. Se trata de la llamada de Yahveh para ser su pueblo y ovejas de su rebaño. (SAL). Si el pueblo guarda la alianza el Señor será su Dios y él su propiedad personal entre todas las naciones (1L). El Evangelio, por su parte, nos habla de una nueva elección, la de los apóstoles para que anuncien la buena noticia; para que hagan presente que en Jesucristo, se han cumplido todas las promesas anunciadas por Dios a su pueblo. Dios se compadece de su pueblo al verlo “como ovejas que no tienen pastor”(EV). Su misericordia es eterna y va de edad en edad.. Pablo en el texto de la carta a los romanos nos expresa la profundidad de esta misericordia pues Dios nos amó cuando todavía éramos pecadores. Si siendo pecadores tuvo tanta misericordia de nosotros, cuánto más la tendrá ahora que estamos reconciliados con él (2L). El tema de la elección de Dios se abre a una gozosa esperanza.
Mensaje doctrinal
1. El amor y la compasión de Dios. El tema de la compasión de Dios vuelve a aparecer en este undécimo domingo del tiempo ordinario y atraviesa y penetra las lecturas de este día. La compasión de Dios, hessed, no es una simple aflicción por el estado en el que se encuentra el hombre después de su caída. Ciertamente es un estado dramático pues, una vez cometido el pecado, se abre ante el hombre un abismo de miseria y caída que no conoce límites. Dios, en su misericordia y en su amor, no permaneció ajeno a la situación desgraciada y dramática del hombre. Las palabras de Jesús que expresan misericordia al ver a la multitud “extenuada y abandonada como ovejas sin pastor”, no se detienen en un mero sentimiento, sino que pasan a la acción. El amor cuando es crecido, no puede estar sin obrar. Gregorio de Nisa expresa con acierto el amor que Dios nutría por su creatura al verla desbarrancada en el pecado:
¿Por medio de quién necesitaba (el hombre caído en pecado) ser de nuevo llamado a la gracia del principio? ¿A quién importaba el levantamiento del que estaba caído, la reanimación del que había perecido, el encarrilamiento del que estaba extraviado? ¿A quién más, sino al Señor absoluto de la naturaleza? Porque solamente al que desde el principio otorgó la vida le correspondía y le era posible reanimarla incluso perdida. Esto es lo que escuchamos de parte del misterio de la verdad al enseñarnos que en el principio Dios creó al hombre, y que lo ha salvado después de su caída. (Or. Cat. VIII, PG 45, 39C)
Así pues, la compasión de Dios nace de su amor y se manifiesta en una intervención salvífica en favor de quien tan gravemente se había desbarrancado. Es un amor que sufre cuando ve privado al amado del bien original; es decir, cuando ve privado al hombre de la inocencia primera con la que lo creó: la gracia del principio.
Era tal la magnitud del desorden que se había introducido que sólo Dios podía salvar al hombre. Éste es regenerado por medio de un nuevo nacimiento; su regeneración excede las fuerzas de la criatura ; se encuentra en la línea de la creación. Sólo aquel que dio al hombre la vida en el principio, puede devolvérsela ahora, puede restaurarlo conforme a la primitiva imagen. Sólo Dios podía llamar de nuevo al hombre, y esto era conveniente. Es conveniente por ser una obra buena, y esta obra buena es coherente con el primitivo móvil de la creación: Dios creó al hombre por amor.
Mientras el pecado se describe como "abulia", falta de energía en el bien. La obra salvadora se ve como una nueva vocación, una nueva llamada, como una conducción de la mano del hombre por parte de Dios. Se trata _y por eso es necesario un poder creador_ de volver al hombre, que ha perdido su parentesco con Dios, su impasibilidad y su inmortalidad, al primitivo estado en que fue creado.
¿Cuál es, pues, la causa de que la divinidad se abaje a tan vil condición que la misma fe duda en creer que Dios, el ser infinito, incomprensible, inexpresable, el que está por encima de toda concepción y de toda grandeza, se mezcle con la impureza de la naturaleza humana…? Se pregunta Gregorio de Nisa Es tal el abajamiento, la kénosis de un Dios trascendente que resulta difícil para la fe consentir en la Encarnación. Ha sido de tal manera fuerte la unión de las naturalezas que todo aquello que sucede en la naturaleza humana es atribuido a la única persona del Verbo: el nacer, el morir, el sufrir... Así pues, si buscamos la causa del nacer de Dios entre los hombres tenemos que recurrir al amor divino y a su deseo de dispensar bienes. Sólo si atendemos a los bienes de origen divino que nos han sido dados, podemos reconocer al autor de los mismos. Al bienhechor lo reconocemos por los bienes recibidos. Si, pues, el amor a la humanidad es una marca propia de la naturaleza divina, ya tenemos la razón que buscábamos, ya tenemos la causa de la presencia de Dios entre los hombres. Conviene insistir en esta afirmación: "el amor a la humanidad es una marca propia de la naturaleza divina". Aquí se encierra el misterio de la presencia de Dios entre los hombres.
2. De la misericordia a la elección. «Jesús, viendo a la muchedumbre, sintió compasión de ellos, porque estaban [...] como ovejas sin pastor». En el Evangelio es la compasión la que precede inmediatamente a la elección. Cristo siente compasión no sólo por la situación física de la muchedumbre -de modo que enviará a los apóstoles a sanar los cuerpos- sino, sobre todo, de su estado espiritual y de su salvación eterna. Cristo quiere que esa sangre que derramará «por todos los hombres» llegue a todos; que todos se puedan beneficiar de su redención. Pero para lograr esto necesitará de operarios, de muchos operarios, en este contexto se pone la elección de los Doce.
No es difícil entender por qué les manda ceñirse a la predicación al pueblo de Israel excluyendo a los gentiles. En realidad Israel fue el pueblo elegido el «reino de sacerdotes y la nación santa» que el Señor se quiso, y por lo tanto a ellos les correspondía en primer lugar el anuncio de la buena nueva. En la elección de Israel notamos un amor totalmente desinteresado por parte de Dios. Este amor es gratuito y de alcance universal: Dios quiso amarlo, y lo amó y le fue fiel hasta el fin. Pero al mismo tiempo este amor es una imagen del amor que después Dios tendrá a su Iglesia, su nuevo pueblo. Una vez que Cristo resucite, ordenará a sus discípulos que lleven la Buena Nueva a todas las gentes.
Sugerencias pastorales
1. La misión y la evangelización. La misión apostólica de los laicos consiste fundamentalmente en vivir santamente consagrando así el mundo a Dios (cf. Lumen Gentium, 34). Sin embargo el seglar también puede y debe, si tiene la posibilidad, colaborar activamente en la evangelización. No se trata de algo accidental, sino algo que toca la esencia misma de su vocación como bautizado. Es preciso que todos nos dejemos penetrar por el amor de Cristo hacia la humanidad, de forma que tengamos el mismo corazón de Él inflamado de amor por los hombres. Así nacerá, también en los fieles, la «compasión» que, con Cristo, surge al contemplar a las muchedumbres sin pastor. Es una necesidad que surge en la propia conciencia y que es preciso no acallar. El Papa en la encíclica Solicitudo rei socialis dice: La Solidaridad no es, pues, un sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas. Al contrario, es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos. (Solicitudo rei socialis 38). Ciertamente el Papa está haciendo una referencia a la solidaridad de carácter material, pero que es aplicable y de modo muy profundo, a los bienes del espíritu. Es necesario sentir en la propia alma la tristeza por el sufrimiento material y espiritual de nuestros prójimos. Nada de lo propiamente humano nos puede resultar indiferente.
2. Las vocaciones. También es cierto que el texto evangélico nos hace pensar inmediatamente en los ministros del altar, en los sacerdotes. Aunque en la Iglesia se da una progresiva recuperación en el número de las vocaciones sacerdotales y a la vida consagrada, es todavía muy insuficiente de frente a las grandes necesidades del mundo. Nos corresponde, por tanto, rezar siempre para que Dios envíe operarios a su mies y trabajar activamente para lograrlo. No podemos esperar que las vocaciones nazcan sin un verdadero compromiso de nuestra parte. En este sentido conviene avivar en nuestros corazones el sentido de misión de nuestra vocación cristiana: el tema de las vocaciones es una responsabilidad de todos y nos afecta a todos. ¡Cuánto bien podemos hacer en el seno de nuestra familias creando un ambiente favorable al surgimiento de nuevas vocaciones! En este sentido, es la madre quien desempeña un papel importantísimo. Ella es la educadora en la fe y la educadora del corazón de sus hijos. A través del amor plenamente desinteresado de la madre, los esposos y los hijos se abren a un amor de esta misma índole, un amor desinteresado capaz de arriesgar la propia vida por el ser amado.
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