Solemnidad de San Pedro y San Pablo
Publicado por Misioneros Redentoristas
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Celebramos, como iglesia, la solemnidad de San Pedro y San Pablo. Dos personajes con grandes diferencias en su forma de ver la totalidad de vida y la misma vivencia de la fe, pero con profundas experiencias con el Dios manifestado en Jesús, su Hijo, el Cristo salvador. Ministerios diferentes, complementarios y necesarios dentro de la Iglesia.
Pedro era un rudo pescador sin formación intelectual, casado y con hijos. Su nombre original era Simón, que en hebreo significa “el que escucha a Dios”. Jesús le puso de sobrenombre Pedro, es decir, piedra.
Tanto ayer como hoy encontramos, básicamente, dos formas de ser Pedro, o de ejercer el ministerio petrino. Simón Pedro fue piedra, por una parte, por la terquedad en su manera de pensar y en sus ansias por un mesianismo triunfalista que lo sacara de pobre y lo llevara a probar las mieles del poder. Por esto, cuando Jesús le advirtió que iba a tener problemas con los ancianos y maestros de la Ley, Simón Pedro se convirtió en piedra de tropiezo que quiso hacer desistir a Jesús en su camino hacia Jerusalén. Jesús rechazó fuertemente esta actitud: “¡Quítate de mi vista, Satanás, escándalo eres para mí, porque tus pensamientos no son los de Dios sino los de los hombres!” (Mt 16,24). En la transfiguración fue otra vez piedra de tropiezo para Jesús al proponerle que se quedaran en la montaña, en vez de bajar a la llanura y seguir con esa misión peligrosa. Jesús invitó a Pedro y a sus demás compañeros a vencer el miedo y a tener ánimo. (Mt 17,1-8). En la experiencia discipular de las comunidades del Cuarto Evangelista (Evangelio según San Juan), Pedro también es presentado como piedra de tropiezo, cuando se muestra celoso por la cercanía de Jesús con la figura del Discípulo Amado. (Jn 21,20-22).
Por otra parte, Simón Pedro es también una piedra viva de la Iglesia fundada sobre Jesús, la Piedra desechada por los arquitectos y convertida en piedra angular (1Pe 2,4-5 / Sal 117). Simón Pedro se convierte en el portavoz de los discípulos al captar el verdadero significado de la actuación de Jesús. De esta manera hace parte de los bienaventurados del Reino, gracias a la profunda experiencia de fe con Jesús que le ha permitido conocerlo y confesarlo.
Cuando Simón Pedro se abre a una nueva experiencia, cuando se adhiere profundamente a la Piedra angular que es Jesús, deja de ser piedra de tropiezo y se convierte en piedra viva, en columna fuerte y en el líder legítimo del nuevo pueblo de Dios fundado en Jesús. La proclamación de la fe en Jesús por parte de Pedro es prototipo de discipulado y cimiento capaz de superar todas las fuerzas del mal que abundan en el mundo y amenazan de muerte a nuestra humanidad y al mismo proyecto salvífico de Dios.
Con esta actitud Pedro puede participar en la comunidad de la autoridad de Jesús, atar o desatar, tomar decisiones, aceptar o no la entrada al nuevo pueblo de Dios que construye su Reino. Así como el nuevo Pedro, los que proclaman la fe de esta manera reciben la gracia de Dios para ofrecer un asilo seguro a quienes se ven amenazados por las fuerzas que destruyen la vida, y pueden negar el asilo a quienes no aceptan la propuesta salvífica de Jesús o se ponen en contra de ella.
Si la autoridad de Pedro se torna fundamentalista, agresiva y condenatoria, se deslegitima y se convierte en piedra de tropiezo. Si se abre a Jesús será una piedra viva en la construcción del nuevo pueblo de Dios.
Pablo, al contrario de Pedro, perteneció a una familia de la aristocracia judía de la diáspora y recibió una formación intelectual muy sólida. Nació en Tarso de Cilicia, Asia Menor (Hch 9,11.30; 11,35; 21,39; 22,3). Una ciudad muy grande, para la época, unos 300.000 habitantes. Poseía un puerto muy activo y pasaba por allí el camino romano que unía oriente y occidente. Era también un centro importante de cultura.
Como buen judío recibió formación en su casa, en la sinagoga local de Tarso y en la escuela local ligada a la sinagoga. Además, por estar en una ciudad romana tuvo la oportunidad de aprender la filosofía griega difundida por todo el imperio. Recibió estudios de especialización en Jerusalén a los pies de Gamaliel (Hch 22,3; Fil 3,6), el maestro más acreditado en aquel entonces, nieto y discípulo del célebre fariseo y doctor Hillel.
Como ciudadano romano, formado para ser rabino y doctor, y para retomar los negocios de su padre, tenía un gran futuro por delante y la posibilidad de una brillante carrera. Fariseo, de la tribu de Benjamín, como él mismo lo confesó (Fil 3), se convirtió en perseguidor de la Iglesia porque estaba convencido, según lo había aprendido, de que ésta era una grave amenaza para el pueblo judío. (Hch 9,1-19; Gal 1,11-24; Fil 3).
Pero, en el camino de Damasco descubrió realmente quién era Jesús y su Iglesia, se cayó del caballo en el que montaba con toda arrogancia, y de perseguidor pasó a ser anunciador de la Buena Noticia del Reino de Dios. (Hch 9,1-19). Él mismo confiesa que por amor a Cristo todo lo demás lo considera basura y que lo abandonó todo con el fin de ganar a Cristo (Fil 3,8). “Lo que tenía por ganancia lo tengo ahora por pérdida por amor a Cristo” (Fil 3,7).
Esto se comprende aún más cuando sabemos que una vez los judíos aceptaban a Cristo en su vida eran expulsados de la comunidad judía y perdían inmediatamente todos sus derechos. Pablo perdió por lo tanto sus posesiones familiares, sus amistades, su clientela judía y casi hasta pierde la vida (Hch 9,23). Luego, ya convertido al cristianismo, fue enviado como misionero ambulante (Hch 13,2-3), sin domicilio, sin taller, ni clientela fija.
Como maestro reconocido pudo haber puesto precio a su enseñanza, pedir ofrenda en las plazas donde enseñaba o instalarse en la casa de algún adinerado como profesor particular de sus hijos, lo cual le hubiera permitido llevar una vida tranquila. Pero Pablo renunció a todo eso y trabajó con sus propias manos (1Cor 4,12), pues no quiso ser un peso para ninguna comunidad (1Tes 2,9; 2Tes 3,7-9; 2Cor 12,13-14). Por eso invitó a otros a que no siguieran el ejemplo de los maestros sino a que a hicieran lo mismo que él hizo (2Tes 3,7-10). El trabajo fue para él, no el reflejo de la condición de esclavos, sino una gran oportunidad para llegar a más personas, para comprender la vida de los pobres y para vivir con más autenticidad el Evangelio: “Empeñen su honra en llevar una vida tranquila, ocupándose de sus propias cosas y trabajando con sus propias manos. Así llevarán una vida honrada a los ojos de los de fuera y no pasarán necesidades” (1Tes 4,11-12).
Desde que entró a la comunidad cristiana se destacó por su visión y talante misionero. A tal punto de provocar una de las crisis más profundas que vivió la Iglesia naciente: la entrada de paganos al cristianismo. Al principio sólo se anunciaba el evangelio a los judíos (Hch 11,19). Si un no judío quería entrar a la Iglesia debía hacerse judío y luego convertirse al cristianismo. Pero un grupo de Antioquía, liderado por Pablo y Bernabé, empezaron a anunciar y a aceptar paganos en las comunidades sin exigirles que se circuncidaran, es decir sin exigirles que aceptaran la Ley y las tradiciones judías, y ahí se armó la de Troya. Los cristianos se dividieron en dos: quienes exigían la circuncisión para ser cristianos y quienes pensaban que tal exigencia era una fatiga inútil.
Entonces se convocó al primer Concilio de la historia del cristianismo, realizado en Jerusalén. El concilio se declaró a favor de la entrada de los paganos sin imposición de la circuncisión. No obstante el Concilio ya se había manifestado, no todos lo interpretaban de la misma manera, y ahí vino un fuerte conflicto entre Pablo y Pedro.
Pedro llegó a visitar a la comunidad de Antioquía. Fiel al espíritu del Concilio, convivía con todos los hermanos, sin distinción alguna entre paganos y judíos (Gal 2,12). Pero en ese momento llegaron, procedentes de Jerusalén, unos judeocristianos tradicionalistas que no se mezclaban con paganos. Por miedo a las críticas de ese grupo Pedro se apartó de los paganos (Gal 2,12), seguido luego por Bernabé y otros judeocristianos, lo cual representó un duro golpe para los cristianos no judíos, pues se consideraron como cristianos de segunda categoría.
A Pablo le molestó sobremanera tal actitud de Pedro y le reclamó con fuerza: “Pero cuando vi que no procedían con rectitud, según la verdad del Evangelio, dije a Cefas en presencia de todos: si tú, siendo judío, vives como gentil y no como judío, ¿cómo fuerzas a los gentiles a judaizar?” (Gal 2,14). “La reacción de Pablo revela la profundidad de la experiencia que tuvo en el camino de Damasco. Fue allá donde él experimentó, por un lado, la propia incapacidad de alcanzar la justicia por la observancia de la Ley; y por otro lado, la misericordia de Dios que lo acogía en gracia y le comunicaba la justicia por la fe en Jesucristo. Reaccionando contra Pedro, Pablo, en cierto modo, estaba defendiendo la experiencia de Dios que tuvo en el camino a Damasco, y sacaba de ella una lección para la vida de toda la Iglesia”[1]
No obstante sus diferencias, Pablo nunca desconoció la autoridad de Pedro. Peleó, le reclamó con fuerza su actitud hipócrita (Gal 2,13), pero nunca desconoció que era la autoridad de la Iglesia, ni quiso formar rancha aparte. Muchas veces se refiera a él como Cefas, es decir, cabeza. (Gal 2,9.11.14; 1Cor 1,12; 3,22; 9,5; 15,5).
En la Iglesia deben estar bien articulados los ministerios petrino y paulino. El ministerio petrino está representado por el Papa y, junto a él, el Vaticano y los demás obispos de la Iglesia. El ministerio paulino, aunque no exclusivamente, lo vemos en los teólogos de vanguardia, en los misioneros arriesgados que se insertan en la realidad de la gente y su ethos cultural, para anunciar un Evangelio vivo y vivificador, y en todo aquel discípulo que se ha encontrado con Jesús resucitado y se ha convertido en apóstol más allá de sus fronteras personales, sociales y de cualquier frontera que limite su compromiso apostólico.
Normalmente, en el ministerio petrino predomina más el punto de vista institucional. El poder, la disciplina y el orden, necesarios en cualquier institución, ocupan aquí un puesto central, pues se trata nada más y nada menos que de un organismo de carácter mundial: la Iglesia Católica. El ministerio petrino exige la obediencia y la adhesión cordial a los postulados del centro.
Pero, el ministerio petrino es mucho más que disciplina y orden, no vive para sí mismo sino para la comunidad cristiana y la vida concreta de los discípulos de aquel que da sentido a dicho ministerio, Jesús el Cristo. Por esto, el ministerio petrino debe estar con los ojos bien abiertos a las necesidades reales de un mundo en continua transformación y evolución, y a los desafíos que piden respuesta desde la fe. Respuestas que presuponen la fidelidad a lo genuinamente evangélico y, a su vez, libertad y creatividad, para responder adecuadamente a las necesidades reales de las personas.
Asimismo, el ministerio paulino debe tener en cuenta la autoridad y buscar con celo la unidad de la Iglesia, tal como lo quiso Jesús (Jn 17,11.21-26). Si Pedro representa la continuidad, el poder y lo institucional, Pablo representa la ruptura, la creatividad y el coraje para lo nuevo. “La base petrina y la base paulina son igualmente importantes. La sabiduría está en armonizar estas dos energías de tal forma que pueda darse lo nuevo sin amenazar la continuidad, al contrario, enriqueciéndola. Hay momentos en que debe prevalecer la continuidad; hay otros en que debe fortalecerse la novedad”.[2]
El relativismo en todo sentido que tanto ha criticado nuestro papa Benedicto XVI, el vicario de Pedro, el consumismo alienante y deshumanizador en el que viven sujetas muchas personas, y la forma como muchas personas se desvían de lo auténticamente evangélico, nos hace ver la necesidad de ser prevenidos a la hora de hacer rupturas y aceptar los cambios.
En muchas de nuestras diócesis hay un grave déficit de sacerdotes, lo cual crea un vacío que es muy bien aprovechado inmediatamente por otras iglesias. Los apuros por los que pasan muchos pobres de nuestros campos y de los centros urbanos para vivir dignamente debe interrogarnos y movernos para buscar nuevas líneas de acción para acompañar a millones de hermanos nuestros que tratan de seguir el camino de aquel que ofrece vida abundante a quienes crean en él. La situación interna y externa de nuestras Iglesias latinoamericanas, la inconformidad de muchos católicos, la emigración creciente de éstos hacia sectas cristianas de carácter popular y carismático, muchas veces como consecuencia del énfasis institucional que ahoga lo carismático, nos pone a pensar también en la necesidad de hacer más énfasis en la dimensión paulina y el carácter innovador para hacer frente a todo esto.
Pedro era un rudo pescador sin formación intelectual, casado y con hijos. Su nombre original era Simón, que en hebreo significa “el que escucha a Dios”. Jesús le puso de sobrenombre Pedro, es decir, piedra.
Tanto ayer como hoy encontramos, básicamente, dos formas de ser Pedro, o de ejercer el ministerio petrino. Simón Pedro fue piedra, por una parte, por la terquedad en su manera de pensar y en sus ansias por un mesianismo triunfalista que lo sacara de pobre y lo llevara a probar las mieles del poder. Por esto, cuando Jesús le advirtió que iba a tener problemas con los ancianos y maestros de la Ley, Simón Pedro se convirtió en piedra de tropiezo que quiso hacer desistir a Jesús en su camino hacia Jerusalén. Jesús rechazó fuertemente esta actitud: “¡Quítate de mi vista, Satanás, escándalo eres para mí, porque tus pensamientos no son los de Dios sino los de los hombres!” (Mt 16,24). En la transfiguración fue otra vez piedra de tropiezo para Jesús al proponerle que se quedaran en la montaña, en vez de bajar a la llanura y seguir con esa misión peligrosa. Jesús invitó a Pedro y a sus demás compañeros a vencer el miedo y a tener ánimo. (Mt 17,1-8). En la experiencia discipular de las comunidades del Cuarto Evangelista (Evangelio según San Juan), Pedro también es presentado como piedra de tropiezo, cuando se muestra celoso por la cercanía de Jesús con la figura del Discípulo Amado. (Jn 21,20-22).
Por otra parte, Simón Pedro es también una piedra viva de la Iglesia fundada sobre Jesús, la Piedra desechada por los arquitectos y convertida en piedra angular (1Pe 2,4-5 / Sal 117). Simón Pedro se convierte en el portavoz de los discípulos al captar el verdadero significado de la actuación de Jesús. De esta manera hace parte de los bienaventurados del Reino, gracias a la profunda experiencia de fe con Jesús que le ha permitido conocerlo y confesarlo.
Cuando Simón Pedro se abre a una nueva experiencia, cuando se adhiere profundamente a la Piedra angular que es Jesús, deja de ser piedra de tropiezo y se convierte en piedra viva, en columna fuerte y en el líder legítimo del nuevo pueblo de Dios fundado en Jesús. La proclamación de la fe en Jesús por parte de Pedro es prototipo de discipulado y cimiento capaz de superar todas las fuerzas del mal que abundan en el mundo y amenazan de muerte a nuestra humanidad y al mismo proyecto salvífico de Dios.
Con esta actitud Pedro puede participar en la comunidad de la autoridad de Jesús, atar o desatar, tomar decisiones, aceptar o no la entrada al nuevo pueblo de Dios que construye su Reino. Así como el nuevo Pedro, los que proclaman la fe de esta manera reciben la gracia de Dios para ofrecer un asilo seguro a quienes se ven amenazados por las fuerzas que destruyen la vida, y pueden negar el asilo a quienes no aceptan la propuesta salvífica de Jesús o se ponen en contra de ella.
Si la autoridad de Pedro se torna fundamentalista, agresiva y condenatoria, se deslegitima y se convierte en piedra de tropiezo. Si se abre a Jesús será una piedra viva en la construcción del nuevo pueblo de Dios.
Pablo, al contrario de Pedro, perteneció a una familia de la aristocracia judía de la diáspora y recibió una formación intelectual muy sólida. Nació en Tarso de Cilicia, Asia Menor (Hch 9,11.30; 11,35; 21,39; 22,3). Una ciudad muy grande, para la época, unos 300.000 habitantes. Poseía un puerto muy activo y pasaba por allí el camino romano que unía oriente y occidente. Era también un centro importante de cultura.
Como buen judío recibió formación en su casa, en la sinagoga local de Tarso y en la escuela local ligada a la sinagoga. Además, por estar en una ciudad romana tuvo la oportunidad de aprender la filosofía griega difundida por todo el imperio. Recibió estudios de especialización en Jerusalén a los pies de Gamaliel (Hch 22,3; Fil 3,6), el maestro más acreditado en aquel entonces, nieto y discípulo del célebre fariseo y doctor Hillel.
Como ciudadano romano, formado para ser rabino y doctor, y para retomar los negocios de su padre, tenía un gran futuro por delante y la posibilidad de una brillante carrera. Fariseo, de la tribu de Benjamín, como él mismo lo confesó (Fil 3), se convirtió en perseguidor de la Iglesia porque estaba convencido, según lo había aprendido, de que ésta era una grave amenaza para el pueblo judío. (Hch 9,1-19; Gal 1,11-24; Fil 3).
Pero, en el camino de Damasco descubrió realmente quién era Jesús y su Iglesia, se cayó del caballo en el que montaba con toda arrogancia, y de perseguidor pasó a ser anunciador de la Buena Noticia del Reino de Dios. (Hch 9,1-19). Él mismo confiesa que por amor a Cristo todo lo demás lo considera basura y que lo abandonó todo con el fin de ganar a Cristo (Fil 3,8). “Lo que tenía por ganancia lo tengo ahora por pérdida por amor a Cristo” (Fil 3,7).
Esto se comprende aún más cuando sabemos que una vez los judíos aceptaban a Cristo en su vida eran expulsados de la comunidad judía y perdían inmediatamente todos sus derechos. Pablo perdió por lo tanto sus posesiones familiares, sus amistades, su clientela judía y casi hasta pierde la vida (Hch 9,23). Luego, ya convertido al cristianismo, fue enviado como misionero ambulante (Hch 13,2-3), sin domicilio, sin taller, ni clientela fija.
Como maestro reconocido pudo haber puesto precio a su enseñanza, pedir ofrenda en las plazas donde enseñaba o instalarse en la casa de algún adinerado como profesor particular de sus hijos, lo cual le hubiera permitido llevar una vida tranquila. Pero Pablo renunció a todo eso y trabajó con sus propias manos (1Cor 4,12), pues no quiso ser un peso para ninguna comunidad (1Tes 2,9; 2Tes 3,7-9; 2Cor 12,13-14). Por eso invitó a otros a que no siguieran el ejemplo de los maestros sino a que a hicieran lo mismo que él hizo (2Tes 3,7-10). El trabajo fue para él, no el reflejo de la condición de esclavos, sino una gran oportunidad para llegar a más personas, para comprender la vida de los pobres y para vivir con más autenticidad el Evangelio: “Empeñen su honra en llevar una vida tranquila, ocupándose de sus propias cosas y trabajando con sus propias manos. Así llevarán una vida honrada a los ojos de los de fuera y no pasarán necesidades” (1Tes 4,11-12).
Desde que entró a la comunidad cristiana se destacó por su visión y talante misionero. A tal punto de provocar una de las crisis más profundas que vivió la Iglesia naciente: la entrada de paganos al cristianismo. Al principio sólo se anunciaba el evangelio a los judíos (Hch 11,19). Si un no judío quería entrar a la Iglesia debía hacerse judío y luego convertirse al cristianismo. Pero un grupo de Antioquía, liderado por Pablo y Bernabé, empezaron a anunciar y a aceptar paganos en las comunidades sin exigirles que se circuncidaran, es decir sin exigirles que aceptaran la Ley y las tradiciones judías, y ahí se armó la de Troya. Los cristianos se dividieron en dos: quienes exigían la circuncisión para ser cristianos y quienes pensaban que tal exigencia era una fatiga inútil.
Entonces se convocó al primer Concilio de la historia del cristianismo, realizado en Jerusalén. El concilio se declaró a favor de la entrada de los paganos sin imposición de la circuncisión. No obstante el Concilio ya se había manifestado, no todos lo interpretaban de la misma manera, y ahí vino un fuerte conflicto entre Pablo y Pedro.
Pedro llegó a visitar a la comunidad de Antioquía. Fiel al espíritu del Concilio, convivía con todos los hermanos, sin distinción alguna entre paganos y judíos (Gal 2,12). Pero en ese momento llegaron, procedentes de Jerusalén, unos judeocristianos tradicionalistas que no se mezclaban con paganos. Por miedo a las críticas de ese grupo Pedro se apartó de los paganos (Gal 2,12), seguido luego por Bernabé y otros judeocristianos, lo cual representó un duro golpe para los cristianos no judíos, pues se consideraron como cristianos de segunda categoría.
A Pablo le molestó sobremanera tal actitud de Pedro y le reclamó con fuerza: “Pero cuando vi que no procedían con rectitud, según la verdad del Evangelio, dije a Cefas en presencia de todos: si tú, siendo judío, vives como gentil y no como judío, ¿cómo fuerzas a los gentiles a judaizar?” (Gal 2,14). “La reacción de Pablo revela la profundidad de la experiencia que tuvo en el camino de Damasco. Fue allá donde él experimentó, por un lado, la propia incapacidad de alcanzar la justicia por la observancia de la Ley; y por otro lado, la misericordia de Dios que lo acogía en gracia y le comunicaba la justicia por la fe en Jesucristo. Reaccionando contra Pedro, Pablo, en cierto modo, estaba defendiendo la experiencia de Dios que tuvo en el camino a Damasco, y sacaba de ella una lección para la vida de toda la Iglesia”[1]
No obstante sus diferencias, Pablo nunca desconoció la autoridad de Pedro. Peleó, le reclamó con fuerza su actitud hipócrita (Gal 2,13), pero nunca desconoció que era la autoridad de la Iglesia, ni quiso formar rancha aparte. Muchas veces se refiera a él como Cefas, es decir, cabeza. (Gal 2,9.11.14; 1Cor 1,12; 3,22; 9,5; 15,5).
En la Iglesia deben estar bien articulados los ministerios petrino y paulino. El ministerio petrino está representado por el Papa y, junto a él, el Vaticano y los demás obispos de la Iglesia. El ministerio paulino, aunque no exclusivamente, lo vemos en los teólogos de vanguardia, en los misioneros arriesgados que se insertan en la realidad de la gente y su ethos cultural, para anunciar un Evangelio vivo y vivificador, y en todo aquel discípulo que se ha encontrado con Jesús resucitado y se ha convertido en apóstol más allá de sus fronteras personales, sociales y de cualquier frontera que limite su compromiso apostólico.
Normalmente, en el ministerio petrino predomina más el punto de vista institucional. El poder, la disciplina y el orden, necesarios en cualquier institución, ocupan aquí un puesto central, pues se trata nada más y nada menos que de un organismo de carácter mundial: la Iglesia Católica. El ministerio petrino exige la obediencia y la adhesión cordial a los postulados del centro.
Pero, el ministerio petrino es mucho más que disciplina y orden, no vive para sí mismo sino para la comunidad cristiana y la vida concreta de los discípulos de aquel que da sentido a dicho ministerio, Jesús el Cristo. Por esto, el ministerio petrino debe estar con los ojos bien abiertos a las necesidades reales de un mundo en continua transformación y evolución, y a los desafíos que piden respuesta desde la fe. Respuestas que presuponen la fidelidad a lo genuinamente evangélico y, a su vez, libertad y creatividad, para responder adecuadamente a las necesidades reales de las personas.
Asimismo, el ministerio paulino debe tener en cuenta la autoridad y buscar con celo la unidad de la Iglesia, tal como lo quiso Jesús (Jn 17,11.21-26). Si Pedro representa la continuidad, el poder y lo institucional, Pablo representa la ruptura, la creatividad y el coraje para lo nuevo. “La base petrina y la base paulina son igualmente importantes. La sabiduría está en armonizar estas dos energías de tal forma que pueda darse lo nuevo sin amenazar la continuidad, al contrario, enriqueciéndola. Hay momentos en que debe prevalecer la continuidad; hay otros en que debe fortalecerse la novedad”.[2]
El relativismo en todo sentido que tanto ha criticado nuestro papa Benedicto XVI, el vicario de Pedro, el consumismo alienante y deshumanizador en el que viven sujetas muchas personas, y la forma como muchas personas se desvían de lo auténticamente evangélico, nos hace ver la necesidad de ser prevenidos a la hora de hacer rupturas y aceptar los cambios.
En muchas de nuestras diócesis hay un grave déficit de sacerdotes, lo cual crea un vacío que es muy bien aprovechado inmediatamente por otras iglesias. Los apuros por los que pasan muchos pobres de nuestros campos y de los centros urbanos para vivir dignamente debe interrogarnos y movernos para buscar nuevas líneas de acción para acompañar a millones de hermanos nuestros que tratan de seguir el camino de aquel que ofrece vida abundante a quienes crean en él. La situación interna y externa de nuestras Iglesias latinoamericanas, la inconformidad de muchos católicos, la emigración creciente de éstos hacia sectas cristianas de carácter popular y carismático, muchas veces como consecuencia del énfasis institucional que ahoga lo carismático, nos pone a pensar también en la necesidad de hacer más énfasis en la dimensión paulina y el carácter innovador para hacer frente a todo esto.
1- MESTERS Carlos, Una entrevista con el apóstol Pablo. Colección Biblia 31. Verbo Divino. Quito 2000.
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