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domingo, 6 de julio de 2008

Más que palabras

Por Judith M. Kubicki
Publicado por Mirada Global

Nueva York / Religión – Desde las reformas que siguieron al Concilio Vaticano II, la Iglesia ha manifestado un renovado interés (algunos lo pueden llamar obsesión) con el lenguaje de la liturgia. Los padres del Concilio comprendieron la importancia del lenguaje y tomaron la osada decisión de votar para permitir el uso del idioma vernáculo en la liturgia. Esa decisión, con todo lo maravillosa y hermosa que fue, también desencadenó una avalancha de verbosidad que golpeó algunas parroquias locales más fuertemente que a otras. El impulso de explicar y comentar incluso los más mínimos detalles de la liturgia pueden haber estado inspirados en la buena voluntad, pero el aluvión de palabras aburrió luego a los feligreses, y algunos se sintieron tentados de añorar viejos tiempos de la religión en los cuales el Padre farfullaba entre dientes en Latín.

La promulgación reciente del Vaticano de Liturgiam Authenticam (2001) y Summorum Pontificum (2007) enfatizó diferentes inquietudes con respecto al lenguaje. Liturgiam Authenticam se centra en la regulación de las traducciones, mientras que Summorum Pontificum reduce las restricciones a la celebración de la Eucaristía en Latín de acuerdo al llamado Rito Tridentino. Este fuerte énfasis en la traducción literal de textos latinos y la creciente libertad de acción para celebrar el viejo Rito Latino ha mantenido el lenguaje en el centro de gran parte del debate litúrgico. Muchas de las preocupaciones expresadas son importantes y ameritan ser atendidas. Sin embargo, la liturgia –por su actividad ritual– habla de muchas otras maneras además de simplemente palabras. Estas formas no verbales de expresión a menudo se descuidan, en detrimento de la oración litúrgica con contenido profundo de la religión.

El lenguaje de la liturgia es más que textos impresos en un papel, que se leen en voz alta en el momento adecuado. El lenguaje de la liturgia, que es en sí un símbolo, también incluye a otros símbolos y acciones simbólicas. Todos los elementos de la liturgia (pan, vino, copa, agua, fuego, libro, vestiduras, altar, crucifijo); todos los gestos y posturas (procesar, inclinarse, comer, beber, firmar, cantar, rociar, pararse, arrodillarse) y todos los elementos del entorno (arte y arquitectura, color y textura, luz y sombra, sonido y silencio) se puede decir que conforman la matriz de símbolos que la constituyen. El dinamismo de esta interacción de símbolos tal vez puede ser comprendido más fácilmente si se considera un principio fundamental de la física cuántica. Tal como lo explica Diarmuid O’Murchu, la física cuántica describe el universo como un lugar donde todo está interconectado o interrelacionado. Las conexiones se hacen mediante la energía concentrada en paquetes llamados cuanta, que fluyen a través de toda la realidad. Igual que los bultos de energía descritas en la teoría cuántica, los símbolos litúrgicos interactúan entre sí, transfiriendo e incrementando la energía, derramando luz y develando significado. El significado del cual nos hablan tiene que ver con la fe y la identidad cristiana, nuestra relación con Dios y entre nosotros, y nuestra participación en el misterio pascual de nuestro Señor Jesucristo.

Si queremos incentivar una participación plena, activa y consciente en la liturgia, se le debe dar más cuidado y atención a la manera cómo celebramos los símbolos no verbales de ésta. Además de promover la participación –uno de los objetivos principales de la reforma a la liturgia– este cuidado y atención también permitirá que los símbolos no verbales entreguen el mensaje del Evangelio con mayor claridad, integridad e inclusión.

PARTICIPACIÓN ACTIVA Y PLENA

Hay varias dimensiones para la participación activa. A veces se requiere jugar un rol específico, tales como presidir, oficiar de chantre, monaguillo o miembro del coro. Para la mayoría de nosotros, sin embargo, la participación implica asumir el rol del fiel en el banco de la iglesia. Aún así, la congregación no desempeña adecuadamente su responsabilidad de mayor participación con sólo responder a las oraciones o cantar los himnos o aclamaciones. La responsabilidad mayor viene después: es la respuesta de nuestras vidas a la irresistible invitación que nos entrega el mensaje del Evangelio. La invitación puede hacerse más atractiva a través de la interacción de la actividad simbólica que capta tanto los corazones como la imaginación de los fieles.

A menudo puede haber una disonancia entre el texto de la liturgia y sus símbolos no verbales. El texto del rito de la vigilia Pascual, por ejemplo, proclama "Cristo es la luz". En vez de vivir este gran misterio sumidos en genuina oscuridad, a menudo cantamos la proclamación a plena luz del día. O en otros casos, sólo los monaguillos presencian la bendición del fuego pascual que parpadea más allá de nuestros ojos, en la parte de atrás de la iglesia. Otro ejemplo podría ser los textos de muchos himnos de comunión que hablan de comer el cuerpo de Cristo y beber Su sangre. El mensaje se contradice cuando a la feligresía sólo se les da la ostia y no la copa. Esto es aún más problemático cuando la Eucaristía es concelebrada por muchos participantes, quienes comparten de la copa a plena vista de la feligresía a quienes no se les da la misma oportunidad.

COMUNICANDO EL MENSAJE

La asamblea que se reúne para celebrar la Eucaristía cada domingo ha sido informada por medio de una variedad de mensajes verbales (incluyendo las Escrituras, los padres de la Iglesia, la Instrucción General del Misal Romano, las declaraciones papales y de la curia) que este es el cuerpo de Cristo. Más aún, a los fieles se les dice que el bautismo los incorpora al misterio pascual de Cristo y que es la fuente de su llamado al ministerio y su dignidad individual como templos del Espíritu Santo. La unidad como comunidad reunida es esencial para la experiencia y testimonio de estas verdades. Sin embargo, estos mensajes no serán más que palabras a menos que estén acompañados por los innumerables símbolos no verbales a través de los cuales la liturgia puede transmitir estas verdades con elocuencia y elegancia. Estos incluyen el rito de la aspersión, que sirve para recordar a los miembros de la asamblea su propio bautizo y su relación con la celebración de la Eucaristía. Incluso cosas tan simples como la ubicación, el tamaño y la belleza de la fuente bautismal hablan de la centralidad de este sacramento para la vida cristiana. Además, incluir a la feligresía en el rito del incienso realza a la asamblea como una de las maneras de la presencia de Cristo.

Otros símbolos no verbales significativos incluyen las posturas y movimientos de la asamblea. La Instrucción General es a la vez clara y enfática cuando declara que "una postura común, que se ha de observar por todos los participantes, es un signo de la unidad de los miembros de la comunidad cristiana reunida para la sagrada Liturgia". Pero esta postura puede convertirse en fuente de disonancia cuando no se observa una postura común o cuando no se da facilita el aprovechamiento de las opciones que la Instrucción General reconoce como apropiadas en determinadas circunstancias.

Por supuesto, también sucede que cambios recientes en la observancia de ciertos nombres a veces han hecho más difícil la interpretación clara y auténtica de los símbolos no verbales. Numerosos textos (en las categorías mencionadas antes) hablan sobre un pan y una copa como símbolos de nuestra unidad en el cuerpo único de Cristo. No obstante, hoy en día, antes del ritual del fraccionamiento, nuestros altares están tapados de numerosas copas y platos de pequeñas hostias. Tales acciones pueden hacer que nuestras palabras suenen incoherentes y el rito del fraccionamiento, superfluo.

Las reformas del Concilio Vaticano II nos enseña que celebrar la Eucaristía no es una acción que lleva a cabo sólo quien preside y en la cual la feligresía es solamente un espectador. Más bien, la Eucaristía es una acción que lleva a cabo una asamblea reunida bajo la dirección de un sacerdote ordenado y con la asistencia de una variedad de pastores. Los comités de liturgia parroquiales a menudo tienen dificultades para convencer a sus fieles que esto es así. Tal vez sea porque los símbolos no verbales y los gestos simbólicos están transmitiendo un mensaje distinto. Cuando todos los pastores que sirven en la proximidad del altar manipulan objetos de gran calidad y belleza –misales, vasos consagrados y cosas parecidas- mientras la asamblea canta y reza con misales desechables que se ven raídos después de una semana de uso, no es de sorprenderse que la asamblea no se vea a sí misma como integrante de la acción litúrgica. Si queremos apuntar al hecho que la acción eucarística está ocurriendo dentro de toda la asamblea, ¿por qué no decorar todas las áreas de la iglesia –el santuario y las naves de igual manera- para las festividades como Navidad y Pascua?

DIVERSIDAD E INCLUSIVIDAD

El pasado Domingo de Ramos fui a misa en mi ciudad natal, Buffalo, N.Y. En la puerta de St. Joseph’s Church, los que recibían a los fieles entregaban a cada asistente una copia de la lectura de la Pasión. En mi experiencia pasada, a la concurrencia generalmente se le asignan las partes de la multitud agitadora, "los malos". Para mi sorpresa y gratificación, sin embargo, a los feligreses se les asignó la parte de Jesucristo. Deténganse a pensar en ello por un instante. Generalmente, la parte de Cristo es automáticamente asignada al sacerdote. Pero en este faso, la comunidad de la iglesia hizo la parte de Cristo. Este gesto dice muchísimo acerca de cómo esta parroquia (o el equipo de planificación de la liturgia) visualiza a la asamblea como el cuerpo de Cristo, una real instancia de la presencia de Cristo en ese tiempo y lugar. El mensaje, tanto el verbal como el no verbal, fue claro y contundente.

Los símbolos no verbales no sólo debieran ser armónicos con los mensajes verbales de la liturgia y la fe en general; también necesitan expresar palabras de hospitalidad e inclusión. En una iglesia donde la diversidad social y cultural es cada día más la regla que la excepción, nuestros gestos, posturas, música, arte y arquitectura pueden ser expresión de la heterogeneidad de una comunidad y acoger a nuevos miembros con sus dones y cultura únicos. Se puede apreciar el tono de respeto y aprecio con el cual una parroquia o diócesis incorpora la riqueza de su diversidad, no con gestos simbólicos, sino que con hospitalidad y abertura genuinas. Esto requiere paciencia, planificación y voluntad de aprender una nueva música, nuevas costumbres y nuevas maneras de expresar nuestra tradición católica.

MAGNANIMIDAD Y CORPOREIDAD

Quizás si se le pudiera hacer sólo una sugerencia para mejorar la manera como los símbolos no verbales se celebran en la liturgia, sería la de trabajar en el desarrollo de una imaginación sacramental o una cosmovisión sacramental. En otras palabras, necesitamos desarrollar la habilidad para reconocer los caminos invisibles de la presencia divina activa en los elementos mundanos de la vida diaria. Entonces, dentro de la liturgia, estos elementos deben celebrarse con generosidad, con una magnanimidad que reconoce que ellos median en un sacrum commercium, es decir, un intercambio sagrado entre Dios y la humanidad. Frente a la ilimitada generosidad de Dios, este tipo de prodigalidad es la única respuesta adecuada.

Reducir los símbolos ya sea artificialmente o por avaricia inhibe su habilidad de servir como sacramentos de nuestro encuentro con lo divino. Este es uno de esos casos claros en los que menos no es más. En vez de ello, necesitamos usar harta agua y aceite para los bautizos, prender velas de verdad, decorar con flores frescas, procesar con soltura y dignidad, empezar la Vigilia Pascual en la oscuridad, encender grandes fogatas pascuales, hacer música que brote de las profundidades de nuestro ser y entrar en una oración comunitaria que tenga grandes silencios.

El silencio comunitario es uno de los medios más importantes mediante los cuales podemos aprender a ver todos los símbolos litúrgicos como la expresión de la actividad de Dios en nuestras vidas y en nuestros rituales. Podemos aprehender nuestra fe cristiana sólo en y a través de nuestro cuerpo. Sin embargo, nuestro espíritu necesita el silencio profundo que habita en los misterios sagrados; entramos en él reflexionando sobre ellos y viviéndolos por dentro. Las oportunidades para el silencio incluyen no sólo pausas más largas después de las lecturas o después de la Comunión, pero también aquellos momentos en los cuales, con soltura y sin prisa nos trasladamos de una acción ritual a otra. El silencio nos permitirá contemplar y abrirnos a las miles de maneras en las cuales los símbolos no verbales nos hablan de Dios e invitan nuestra respuesta.

Debemos poner más atención a los símbolos no verbales de la liturgia y celebrarlos adecuadamente. Además de nuestra experiencia con textos litúrgicos, y a menudo incluso con mayor fuerza, ellos nos permiten contactarnos con la presencia de Dios que, como la ilusión de la energía, permea toda la creación pero sólo se puede asimilar cuando está personificada.

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Judith M. Kubicki
Profesora adjunta de teología en Fordham University, Nueva York, y presidente de la North American Academy of Liturgy. Su publicación más reciente es The Presence of Christ in the Gathered Assembly (Continuum, 2006) [La presencia de Cristo en la asamblea reunida]

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