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martes, 5 de agosto de 2008

XIX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO - CICLO A: Homilía y Recursos para la Homilía

Publicado por Agustinos España


HOMILÍA: "¡ANIMO, SOY YO, NO TENGÁIS MIEDO!"

La victoria de Dios sobre las aguas es un tema muy importante de la cosmogonía judía. El pensamiento bíblico ha heredado, en efecto, de las viejas tradiciones semíticas la idea de una creación del mundo en forma de un combate entre Dios y las aguas, hasta que el poder creador de Dios se impuso a las aguas y a los monstruos del mal que contenía (Sal 103/104, 5-9; 105/106, 9; 73/74,13-14; 88/89, 9-11; Hab 3, 8-15; Is 51, 9-10).

Incluso la historia de la salvación aparece como una victoria de Yahvé sobre las aguas: tal es el significado de la victoria sobre el mar Rojo (Sal 105/106, 9) y de la victoria escatológica sobre el mar (Ap 20, 9-13).

Ahora bien: el poder de Cristo sobre las aguas impresionó evidentemente a los primeros cristianos, que vieron en el relato de la tempestad calmada (Mt/08/23-27) y en el caminar sobre las aguas (nuestro Evangelio) la manifestación de quien vuelve a reanudar la obra de la creación y la lleva a su plena realización triunfal. El Día de Yahvé debía ser un día de victoria sobre las aguas (Hab 3, 8-15; Is 51, 9-10); Yahvé está, pues, entre nosotros, para completar esa obra (cf. v. 33). El caminar sobre las aguas es, por tanto, una especie de epifanía del poder divino que reside en Cristo.

Este diálogo de Pedro con Jesús exclusivo de Mt, parece presentar a Pedro como un prototipo de discípulo por su amor a Jesús y por la insuficiencia de su fe. No es aquí un líder que haya captado mejor que otros su relación con Jesús, sino que se hace portador de la situación en que se encuentra «todo» discípulo. La duda parece ser un integrante continuo y siempre presente en los que quieren vivir su fe día tras día.

Pedro es aquí la figura del que confunde el entusiasmo un tanto presuntuoso con la fe, y no se da cuenta que debe su salvación más a un gesto salvador de Jesús, como lo hace observar el mismo Maestro (v. 31). Si la fe conlleva una gran carga de duda, también contiene la promesa del apoyo de Jesús a todo el que cree. Dios no solamente rehabilita al hombre por la muerte de Jesús, sino que también lo salva, es decir, lo acompaña en su caminar diario (cf Rm 5.)

Pedro quiere poner a prueba la palabra de Jesús, que ya se les ha presentado en su categoría divina con la frase «Yo soy», «...si eres tú...» La fe de Pedro busca su apoyo más en el milagro que en la palabra de Jesús. Fe, por tanto, muy imperfecta, porque la verdadera fe se halla determinada por una abertura total a Dios y una confianza absoluta en su palabra, aun en las necesidades más extremas de la vida. La fe imperfecta («hombres de poca fe») es precisamente aquella que se acepta como consecuencia de algo extraordinario y milagroso.

Ante las fuerzas de las olas Pedro dudó. Una duda que equivale a falta de fe, falta de confianza en la palabra de Dios o de Jesús, como en el caso presente (no debió dudar de la palabra de Jesús).

La actitud de Pedro es verdaderamente paradigmática. En ella se personifica y simboliza todo caminar hacia Jesús. Un caminar que no está exento de dudas (28, 17; Rom 14, 1.23) porque, junto a la certeza y seguridad absolutas que la palabra de Dios garantiza, está el riesgo de salir de uno mismo hacia lo que no vemos. Sólo una fe perfecta, como la de Abraham -salió de su tierra hacia lo desconocido, fiándose exclusivamente en la palabra de Dios-, supera el riesgo humano en la seguridad divina. El riesgo de la fe está precisamente en que a nuestros pies les falta la arena... y entonces nos vemos suspendidos en el vacío.

Entonces el único grito apropiado es el lanzado por Pedro: «Señor, sálvame». Acudir a Jesús convencidos de lo que significa y realiza su nombre: «salvador» (1, 21).

«¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?» Evidentemente todo parecería más fácil si la presencia de Jesús frente a nuestra barca -y frente a la barca del mundo, y frente a la barca de la Iglesia- fuese una presencia más clara, fuera un empujón que resolviera nuestros problemas de golpe. Pero resulta que no; la presencia y la compañía de Jesús no es ningún empujón que lo arregle todo: es una presencia suave, misteriosa, humana.

Es una presencia semejante a la presencia de Dios que hemos oído en la primera lectura -esa lectura también poética, llena de belleza-. Una presencia que no es un viento huracanado que agrieta los montes, ni un terremoto que rompa los peñascos, ni un fuego que lo arrase todo. Sino que es la presencia de un susurro: la presencia del amigo que acompaña y ofrece su mano.

Todo esto es importante para nosotros. Es como una invitación a reforzar nuestra relación con Dios, nuestra relación con Jesús. Y es, sobre todo, una invitación a creer y una invitación a orar.

Una invitación a creer que, en verdad, Dios nuestro Padre y JC nuestro hermano están ahí, junto a nosotros, junto a nuestra barca. Están ahí, ofreciendo su compañía y su amistad, y sostienen nuestro camino incluso cuando el viento contrario nos impide avanzar y parece que no hay solución. Una invitación a creer, una invitación a escuchar las palabras que el mismo Señor nos transmitía en el salmo que hemos recitado: «Dios anuncia la paz. La salvación está cerca de sus fieles».

Y una invitación a orar, a aprender a orar. La oración es ponerse ante el Padre, ponerse ante Jesús y presentarle nuestra realidad, nuestras ilusiones y nuestros desencantos, nuestras pobrezas y nuestras esperanzas. Las nuestras y las de la gente que tenemos a nuestro alrededor, y las del mundo entero. Y así, con sencillez, sin necesidad de grandes razonamientos, como el que se dirige a un amigo verdadero, manifestarle nuestra esperanza en él, nuestra confianza en su amor, nuestros deseos de que su vida crezca en nosotros y en todos los hombres.

Lo importante es saber gritar como Pedro: «Señor, sálvame». Saber levantar hacia Dios nuestras manos vacías, no sólo como gesto de súplica sino también de entrega confiada de quien se sabe pequeño, ignorante y necesitado de salvación.

No olvidemos que la fe es «caminar sobre agua», pero con la posibilidad de encontrar siempre esa mano que nos salva del hundimiento total.



RECURSOS PARA LA HOMILÍA

Nexo entre las lecturas

En la Sagrada Escritura la teofanía o manifestación de Dios posee un lugar preeminente. Dios se manifiesta con su poder y grandeza y el hombre queda cautivado por esta visión. Este domingo nos encontramos con dos teofanías especiales. En el libro de los Reyes se nos narra el paso de Yahveh ante Elías, que se refugiaba en una cueva en el monte Horeb. A diferencia de otras manifestaciones divinas, aquí el Señor se hace presente, no como viento impetuoso, terremoto o tormenta, sino por medio de la suave brisa( 1L). En el evangelio la teofanía es propiamente Cristofanía, es decir manifestación de Cristo y de su poder sobre las potencias naturales. Los discípulos que se encontraban en medio de la tormenta en el lago de Tiberíades, ven caminar por las aguas a Jesús. En cuanto Jesús sube a la barca, el viento amaina y los apóstoles se postran ante él. Esta aparición de Jesús en medio de las aguas, se vincula con el acto de fe y con la subsiguiente duda de Pedro. “Si eres tú -le dice a Jesús que se acerca caminando por las aguas- mándame ir a Ti”. En el corazón de Pedro hay una mezcla de fe incipiente y de duda temerosa. “Sí, creo en él, pero no tengo todas las certezas en la mano”-parece decir Pedro-. En todo caso, la Teofanía, bien sea aquella del libro de los Reyes, bien sea la del lago de Tiberíades, viene a reforzar la fe de quienes contemplan tales escenas. Elías sale de esa experiencia resulto a cumplir su misión profética. Los apóstoles robustecen su fe en Cristo y le siguen con pie seguro por los caminos de la misión. A Dios que se revela, se le debe dar la aquiescencia y el obsequio de la inteligencia y de la voluntad. Cfr. Constitución Dogmática Dei Filius del Concilio Vaticano I Cap. 3


Mensaje doctrinal

1. Encuadramiento litúrgico. Los domingos XV, XVI y XVII del tiempo ordinario de este ciclo A forman una cierta unidad. En ella se presenta el discurso en parábolas de Jesús. Dichas parábolas versan principalmente sobre el reino de los cielos. El siguiente esquema nos ayuda a comprender mejor:


Domingo XV --- Evangelio: Parábola del sembrador --- Primera lectura: Eficacia de la palabra de Dios (Is 55,10-11)
Domingo XVI --- Evangelio: Parábola de la cizaña --- Primera lectura: Potencia y paciencia de Dios (Sab 13,13)
Domingo XVII --- Evangelio: Parábola del campo y la perla --- Primera lectura: Oración de Salomón(1 Re 3,5.7-12)

El tema de fondo es el Reino de los cielos y la segunda lectura versa sobre la carta a los Romanos.
Los domingos XVIII, XIX y XX forman una nueva unidad que sirve de paralelismo a la unidad mencionada en los tres domingos precedentes. El tema de fondo es la “comunidad de los discípulos, la Iglesia” y su fe en Jesús.
Domingo XVIII --- Evangelio: La multiplicación de los panes --- Tema: Fe en Jesús que viene en ayuda de sus discípulos
Fe en Jesús que da de comer a la multitud
Domingo XIX --- Evangelio: Jesús camina por las aguas --- Tema: Fe en Jesús que viene en ayuda de sus discípulos
Domingo XX --- Evangelio: La cananea --- Tema: Fe en Jesús que viene en ayuda de sus discípulos
Fe en Jesús que escucha la oración de una madre
Este sencillo esquema nos ayuda a colocar de un modo más apropiado nuestras reflexiones en torno a la liturgia dominical.


2. La peregrinación de la vida y la experiencia de Dios. Elías inicia un largo camino que lo conducirá al monte Horeb, es decir, al Monte Sinaí, lugar de la Teofanía de Dios y lugar de la Alianza entre Dios y los hombres. En un inicio, Elías emprende este viaje como una fuga (1 Re 19,3), pues teme por su vida ante las asechanzas de la Reina Jezabel, quien no le perdona que haya derrotado a los sacerdotes de Baal ( 1 Re 18, 20-40). Más adelante, este viaje encuentra las dificultades del camino: el sol inclemente, la sed, el desierto y se hace dramático. Elías se desea la muerte: “Basta, Señor, toma mi vida, que yo no soy mejor que mis padres”. Sin embargo, el Señor le manda un ángel que lo reanima, le ofrece alimento y le dice: “Levántate y come porque el camino es superior a tus fuerzas” (1 Re 19, 1-8).

Elías reemprende la marcha y camina cuarenta días con cuarenta noches hasta llegar al monte Horeb, en donde tendrá lugar el encuentro misterioso con Yahveh. El número de cuarenta es simbólico: cuarenta son los años que pasa el pueblo en el desierto antes de ingresar a la tierra prometida, cuarenta son los días que permanece Moisés en el Sinaí. En todo caso expresa un tiempo suficientemente largo cuya duración exacta no se conoce, pero que sirve de preparación y de purificación para la experiencia que se vivirá a continuación. Sin embargo, la teofanía que presenciará Elías es muy distinta a la que tuvo lugar en el tiempo de Moisés. Esta vez no hay truenos, relámpagos, fuego y nube. Esta vez Dios se manifiesta en el viento ligero, en el silencio, en la soledad de la montaña.

Esta peregrinación de Elías puede darnos indicaciones muy válidas sobre el peregrinar humano. Como a Elías, también al hombre le sucede que pasa por muy diversos y difíciles momentos en su caminar. Momentos de desolación interior, momentos de incertidumbre, momentos de intenso sufrimiento físico y moral. El hombre se descorazona ante un mundo que parece superior a sus fuerzas de comprensión. El misterio del mal y de la muerte parecen atenazar su corazón y reducirlo a la desconfianza, a la desesperanza, a la cancelación de cualquier esperanza que no sea de carácter intra mundano. En estas circunstancias, el hombre, o se abandona al placer o se abandona a la desesperación. Desearía no haber nacido, quisiera no encontrarse en esa situación dramática; desearía llegar cuanto antes al final de sus días. Sin embargo, la providencia y el amor de Dios salen a su encuentro de uno y mil modos para confortarlo y decirle: “Ánimo, levántate y come porque el camino es superior a tus fuerzas”. Ponte en camino, porque este peregrinar por el desierto, esta “noche obscura del alma” te prepara, te purifica para un encuentro más profundo y personal con Dios. Así como Elías en sus momentos de desolación no podía prever los resultados de su encuentro con Dios, así el hombre no llega ni siquiera a imaginar lo que el Señor le reserva en la revelación de su Alianza y de su amor. Ni el ojo vio, ni el oído oyó lo que el Señor tiene reservado para los que lo aman (1 Cor 2,9). Experimenta que su confianza en el Señor viene a menos al pasar por todos esos momentos obscuros. Sin embargo, la experiencia profunda de Dios supera todo cálculo y todo sufrimiento, el hombre purificado por el dolor, se encuentra con el rostro de Dios misericordioso, con esasuave brisa que le explica tantas horas de sed y le devuelve la ilusión de vivir, de sufrir y de donar su vida como una misión particular. Job lo dice también de un modo elocuente: Yo antes (de sufrir) te conocía sólo de oídas, pero ahora mis ojos te han visto (Job 42, 5) Ha sido el sufrimiento quien ha proporcionado a Job una nueva experiencia de Dios. Y son los místicos quienes nos pueden dar confirmación de ello. Dice San Juan de la Cruz:

Yo no supe dónde entraba,
pero, cuando allí me vi,
sin saber dónde me estaba,
grandes cosas entendí;
que me quedé no sabiendo,
toda ciencia trascendiendo
....

Estaba tan embebido,
tan absorto y ajenado
que se quedó mi sentido
de todo sentir privado
de un entender no entendiendo
toda ciencia trascendiendo.


3. Jesús viene en ayuda de sus discípulos para robustecer su fe. En el evangelio de hoy Cristo se muestra como Señor de la naturaleza. Nos encontramos ante una especial cristofanía. Después de la multiplicación de los panes, Jesús reacciona de un modo desconcertante. Cuando todos las gentes lo buscaban para hacerlo rey y para celebrar su triunfo, Cristo se retira en soledad a la montaña. Se retira a orar, pues es consciente de su misión y de las renuncias que debe hacer para cumplirla. Los discípulos, sin duda, no comprendían aquel proceder. El texto griego dice que Jesús “obligó” a sus discípulos a subir a la barca, y así lo traduce la Biblia de Jerusalén. En realidad, no se les veía muy animados a marcharse sin el maestro. Jesús despide a la gente y se retira en oración.

Ciertamente, al enviarlos por delante cruzando el lago, Jesús pone a sus discípulos a la prueba. Las olas se agitan, el viento es contrario, la barca amenaza ruina. El único consuelo que pueden tener aquellos hombres es que su maestro reza por ellos, intercede por ellos ante Dios. Jesús es el viviente que intercede por nosotros (Hb 7,25). Es similar nuestra situación: muchas veces el Señor permite que pasemos por horas de “viento contrario”, el corazón se oprime y la confianza de llegar a buen puerto desfallece. ¿Nos habrá enviado el Señor al lago para perecer en él? Esta es la pregunta que atenaza el alma. Nos debe consolar la oración de Jesús que intercede por nosotros ante el Padre.

El último momento de la escena es la aparición de Jesús caminando por las aguas. Una teofanía del todo singular que, de algún modo, sintetiza la teofanía de Moisés en el Sinaí (rayos, truenos, tormenta) y la teofanía de Elías en la misma montaña (serenidad, viento apacible, silencio). Los discípulos se turban y creen ver un fantasma y gritan de miedo. Jesús los serena: ¡Ánimo!, que soy yo, no temáis. En griego se conserva el orden: sujeto-verbo. Así dice: “¡Ánimo! Yo soy, no temáis”. Esta palabra esconde una revelación de la divinidad de Jesús, pues nos envía a pasajes claves del Antiguo Testamento. “Yo soy” es una auto-definición de Dios como se ve en Ex 3, 14 cuando Moisés es enviado al faraón: “yo soy” me ha enviado a vosotros”. Cfr. Is 45, 18; 46, 9. La escena de Pedro es bellísima y nos muestra que si el príncipe de los apóstoles empieza a hundirse es porque le falta fe; no estaba aún unido fuertemente a Cristo por la fe. “El que cree no vacilará” dice Isaías 7,9. Sin embargo, es la misma fe que invita a Pedro a confiarse a la mano del Salvador. “Sé, Señor, que Tú puedes salvarme”.


Sugerencias pastorales

La situación de los apóstoles en la barca en medio de la tormenta, se puede comparar con la situación del cristiano en medio del mundo. Da la impresión de que Cristo lo ha obligado asubir a una barca y lo ha metido en una situación poco menos que imposible. El cristiano no tiene propiamente seguridades humanas. Ciertamente cuenta con ciertas apoyaturas, pero en realidad su vida sólo se explica en el misterio de Cristo, y su misión tiene mucho de una travesía en alta mar y con las olas encrespadas.

La tentación es la de olvidarse de Cristo y decir: ¿Por qué he de cruzar en una barca tan frágil por mares tan tempestuosos, si podría yo arreglar mi vida de modo más cómodo? ¿No será mejor renunciar a los grandes compromisos de mi fe y vivir como uno de tantos en busca del pan multiplicado? Sin embargo, Cristo viene en nuestra ayuda y nos repite: ¡Ánimo!, yo soy, no temáis. Y esto es la vida cristiana: confiarse en las manos de un Dios que se ha hecho hombre. De un Dios que nos ha revelado su misterio íntimo, el misterio trinitario y se ha puesto a caminar como uno de nosotros, más pobre que nosotros. Sólo quien descubra que es Dios quien camina por las aguas y me tiende su mano protectora, podrá seguir bogando en medio de temporales y vientos contrarios.

Concluyamos con un texto de P. Talec:

Tú no eres un Dios que salva con facilidad.
Sino que, como el guía de montaña,
nos das seguridad...
Porque Tú eres el Amor

Señor, cuando los vientos son contrarios
y sobre el mar cae ya la noche...
Que tu voz llegue hasta nosotros:
“Soy yo, no tengáis miedo”
Señor, a cada uno de nosotros
dinos: “Ven a mí”
Alza un poco tu voz
cuando nos mandes ir a ti

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