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viernes, 1 de agosto de 2008

XVIII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO - CICLO A: Homilía Católica


Comentando la Palabra de Dios

Is. 55, 1-3. La Palabra de Dios ha descendido sobre la tierra como la lluvia, para hacerla fecunda. Ha venido a formar un Pueblo nuevo, el de los hijos de Dios; ha venido, como un nuevo David, a reunir a todas las naciones en un solo pueblo; ha venido a sellar una nueva alianza perpetua entre Dios y nosotros.
En Cristo, Dios se ha hecho uno de nosotros, para reunir a los hijos dispersos por el pecado; mediante su sacrificio se ha sellado la nueva y definitiva alianza entre Dios y nosotros: Dios nuestro Padre, nosotros sus hijos. Esto lo celebramos al comer sin pagar el trigo que hecho pan se convierte en el Cuerpo de Cristo, y el vino que se convierte en su sangre.
La Palabra ha regresado al Seno del Padre no con las manos vacías, sino con la humanidad redimida. Unámonos al Señor y vivámosle fieles prestando atención al Señor, escuchando y siendo fieles a sus enseñanzas. Entonces viviremos en una auténtica Alianza con Él y seremos dignos de participar eternamente del Banquete que ha preparado para nosotros.

Sal. 145 (144). Mientras es el Hoy de la salvación de Dios para nosotros, no endurezcamos nuestro corazón ante Él. Reconocemos que somos pecadores; sin embargo Dios nos llama a la conversión, pues no sólo quiere perdonarnos nuestros pecados, sino que, haciéndonos hijos suyos, nos quiere llevar, sanos y salvos, a su Reino celestial.
El Señor no sólo se preocupa de alimentar nuestro cuerpo como lo hace un padre providente para con sus hijos, sino que, además, ha depositado en nosotros su Espíritu Santo, y nos alimenta con el Cuerpo y Sangre de su propio Hijo para que tengamos Vida, y Vida en abundancia. Dios jamás nos ha rechazado; Él nos creó y jamás ha dejado de amarnos. Por eso hemos de volver la mirada hacia Él, rico en perdón y en misericordia, y hemos de abrir nuestro corazón para que su salvación sea nuestra, para que su Espíritu nos guíe por el camino del bien.
Que Él nos conceda caminar en su presencia con gran amor hacia Él y hacia nuestro prójimo para que no sólo nos llamemos hijos de Dios, sino para que lo seamos en verdad y lo demostremos con nuestras buenas obras.

Rom. 8, 35-38. ¿Qué cosa podrá apartarnos del amor con que nos ama Cristo? Dios, en Él, se ha hecho Dios-con-nosotros; Él ha hecho su morada en nosotros; Él se ha hecho nuestro compañero en la vida para hacernos llegar, en Él, al hombre perfecto. Y si Dios nos dio a su propio Hijo, ¿podrá negarnos algo? En verdad que nos ama como nadie más lo ha hecho ni podrá hacerlo. Si Dios se ha decidido a amarnos en Cristo Jesús, ¿podrá alguien o algo apartarnos de ese amor que Él nos tiene? Aquel que se atreva a tocarnos le estará tocando las niñas de los ojos a Dios; y el Señor podría decir de nosotros lo mismo que le dijo a Abraham: Bendito quien te bendiga y maldito quien te maldiga; o como decía a sus profetas: No tengas miedo, yo estoy contigo. Dios nos ha escogido a nosotros; nos ha hecho partícipes de su misma Vida y de su mismo Espíritu. Hemos sido edificados sobre el cimiento de los apóstoles, teniendo a Cristo como Piedra Angular; somos un solo cuerpo, cuya Cabeza es Cristo.
Dios nos ama, y su amor por nosotros jamás se acabará, pues cuanto Dios da jamás lo retira; sólo nosotros podríamos cerrarnos al amor de Dios; sólo nosotros podríamos cerrarnos a su Luz y quedarnos en tinieblas, pues nosotros, sólo nosotros, tenemos el poder de cerrarle la puerta al Señor. Ojalá y nunca lo hagamos, pues no encontraríamos otro camino de Salvación; y ni siquiera nosotros, con nuestras buenas obras hechas al margen de Cristo, podríamos lograr salvarnos.

Mt. 14, 13-21. No sólo anunciar el Evangelio. No sólo contemplar la miseria y el hambre de los demás. Necesitamos tener un corazón compasivo, capaz de saber compartir lo propio con los demás. Hay que levantar la mirada al cielo y pronunciar una bendición sobre lo que Dios nos ha concedido; hay que bendecir a Dios porque nos ha puesto en el camino de los pobres y necesitados. Hay que partir nuestro pan y saciar el hambre de los demás.
Jesús ha puesto sus dones en nuestras manos para que los distribuyamos, especialmente la Eucaristía; pero que esto no nos haga pensar que en la distribución de la Eucaristía termina todo nuestro compromiso de amor para con nuestro prójimo. El Señor involucra a sus apóstoles en la distribución del pan que ha puesto en sus manos. Y esto es lo que Él quiere de todos los que nos unimos a Él, de tal forma que, desapareciendo nuestros egoísmos, comencemos a hacer realidad el amor fraterno y solidario entre nosotros.
Aprendamos a proclamar el Evangelio a los demás; aprendamos a buscar la solución a las diversas enfermedades y males que padecen muchos hermanos nuestros; pero aprendamos también a socorrer a los necesitados con nuestros propios bienes, recordando aquello que nos dice el Señor: La limosna borra la multitud de pecados, pues el que sienta a los pobres a su mesa vive en paz con ellos y sabrá acercarse a Dios para recibir su perdón; y el Señor también lo recibirá como a su hijo a quien jamás ha dejado de amar.

La Palabra de Dios y la Eucaristía de este Domingo.

El Señor nos reúne para instruirnos con su Sabiduría Divina, a nosotros, sedientos de verdad y de amor. En Cristo hemos conocido el amor de Dios. Él se hizo uno de nosotros para experimentar nuestras limitaciones y pobrezas; sólo así puede compadecerse de sus hermanos.
Por eso no le es indiferente el dolor del hombre, sino que, haciéndolo suyo, nos redime de él mediante la entrega de su propia vida. Jesús es Dios-con-nosotros. Él camina con nosotros para enseñarnos el camino de la auténtica liberación y felicidad del hombre. Él nos dirá que hay más alegría en dar que en recibir; y Él lo dio todo, incluso su propia Vida, por nosotros. Este Misterio de salvación es el que hoy celebramos en esta Eucaristía. En ella el Señor se ha multiplicado como alimento, como Pan de Vida eterna para la humanidad de todos los tiempos y lugares. Y el Señor quiere que nos unamos a Él; que vivamos en comunión de Vida y de Misión con Él. Aprovechemos este sacramento de vida y de Gracia del Señor para con nosotros.

La Palabra de Dios, la Eucaristía de este Domingo y la vida del creyente.

La Iglesia es un Pueblo de Profetas. En medio de un mundo que se afana por muchas cosas y que ha perdido de vista el auténtico amor, la verdadera solidaridad con los desprotegidos, el servicio a los pobres, y que ha perdido la capacidad de compadecerse e inclinarse ante los que sufren, el corazón materno de la Iglesia no pude traicionar a la humanidad doliente.
Ser auténticos profetas nos debe llevar a pronunciar el Mensaje de salvación, tal vez no para agradar a los demás, especialmente a los poderosos, sino para salvarlos, aun cuando nuestras palabras les resulten incómodas. Nosotros debemos ser los primeros en vivir la fidelidad a nuestro Dios y Padre, y nuestra solidaridad con los que sufren angustias, tristezas, vejaciones, injusticias y pobrezas; esto nos llevará a convertirnos en la Palabra que vuelve a tomar carne en su Iglesia y sale a buscar al pecador para salvarle, y al que sufre azotado por muchos males para ayudarle a recobrar su dignidad y encaminarlo hacia su perfección en Cristo, como hijo de Dios, sin importar el tener que hablar con claridad acerca de aquello desde lo cual el pecador debe convertirse, y no sólo volver a Dios como hijo, sino también volverse hacia su prójimo como hermano.

Roguémosle a nuestro Dios y Padre que nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de saber amarlo sobre todas las cosas, pero también la gracia de saber amar a nuestro prójimo como Cristo nos ha amado a nosotros. Amén.

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