Todo lo que dicen las parábolas no hay que tomarlo al pie de la letra. No se trata de ser «prostituta o ladrón» para entrar en el Reino de Dios. Tampoco se puede decir que las «prostitutas y los ladrones», aún siéndolo o por serlo, tengan que entrar en el Reino.
Sin embargo, esta parábola expresa un sentido común, muy extendido entre nosotros. Vamos a examinar nuestras actitudes y a revisar nuestra vida y a decidirnos a cambiar.
La gente dice: «¿Para qué sirve ir a misa, sino se vive lo que la misa es?» Muchos comulgan, o comulgamos, pero la gente cree que no tienen, o no tenemos, nada que ver con Jesucristo. Los llamados popularmente «beatas y beatos», los consumidores de ritos, los que hacen cosas serias y nos las viven, no tienen ni han tenido nunca buena prensa. ¿De qué sirve casarse por Iglesia, si luego al marido o a la mujer se les da el «pego»? ¿De qué aprovecha el estar bautizado, si luego no es capaz de vivir lo que significa el hombre nuevo? ¿Para qué ir a misa, si no eres capaz de compartir absolutamente nada con el hermano necesitado? ¿Para qué confesarse, si nunca se cambia de vida?
Somos igual que el segundo hijo de la parábola: ante la orden del Padre de que vaya a trabajar a la viña, le dice: «Voy, Señor. Pero no fue».
Para Jesucristo, como para mucha gente sensata, no es auténtico el que dice: «Señor, Señor», sino el que «hace la voluntad del Padre» (7,21). Recordad que este mismo problema nos lo planteamos en el Adviento. Juan el Bautista nos lo recordó con tremenda energía. No sirve de nada acercarte al bautismo, si uno no se ha convertido. Eso es pretender engañar a Dios y Dios no es tonto. En última instancia, nos engañamos a nosotros mismos (3,1-12).
Por otra parte, hay entre la gente una sabiduría, que a nosotros nos sabe a cuerno quemado, pero que expresa una verdad, que coincide con la parábola de Jesús.
Se dice: «ésta o éste será como sea, pero atiende a sus vecinos, cuida a los que están enfermos, no tiene nada suyo, no tiene tiempo para sí, su casa está abierta, siempre se le encuentra dispuesto, puedes acudir a él». Es ese tipo de gente que está atenta, que acompaña al que está solo, que hace la compra a los ancianos y les limpia su casa, que cuida de los hijos cuando la madre tiene que ir al trabajo, que trabaja en el barrio, que está todo el día trabajando por los otros en acciones solidarias… Hay mucha gente que no es «santa», ni «piadosa», ni «cristiana», que no tiene buena fama, ni reputación, que está marginada y sellada y despreciada… que, sin embargo, están mucho más cerca que muchos de nosotros del Reino de Dios.
Gentes que han comprendido que Dios está en el otro, que Cristo está en la ayuda al hermano, que hacer la voluntad de Dios no es hacer ritos, sino amar a fondo perdido. Hay gente que tiene un templo, un altar, un rito, en la acción de la entrega al necesitado. –El Padre se acercó al primer hijo y lo mandó a trabajar a la viña. «Él le contesto: No quiero. Pero después se arrepintió y fue».
«¿Cuál de los dos hizo lo que el Padre quería?»
El que se arrepiente y comienza a hacer lo que Dios quiere, ése es el que cumple la voluntad de Dios, aunque no haga tantas cosas, como los que no cumplen la voluntad de Dios y disimulan haciendo ritos. La voluntad de Dios es una: la entrega al amor. Los que hacen «como que sí», pero es que no; los que aparentamos caridad, pero estamos llenos de egoísmo; los que no nos arrepentimos y formulamos profesiones de fe, no tenemos nada que hacer.
«Os aseguro que los publicanos y las prostitutas –los seres más despreciados de Israel, los que no hacían caso de las prescripciones rabínicas–, os llevan la delantera en el camino del Reino de Dios… [porque] creyeron». Creer es arrepentirse: hacer en la vida lo que Dios quiere de nosotros.
¿A qué género de «hijo» pertenecemos?
Sin embargo, esta parábola expresa un sentido común, muy extendido entre nosotros. Vamos a examinar nuestras actitudes y a revisar nuestra vida y a decidirnos a cambiar.
La gente dice: «¿Para qué sirve ir a misa, sino se vive lo que la misa es?» Muchos comulgan, o comulgamos, pero la gente cree que no tienen, o no tenemos, nada que ver con Jesucristo. Los llamados popularmente «beatas y beatos», los consumidores de ritos, los que hacen cosas serias y nos las viven, no tienen ni han tenido nunca buena prensa. ¿De qué sirve casarse por Iglesia, si luego al marido o a la mujer se les da el «pego»? ¿De qué aprovecha el estar bautizado, si luego no es capaz de vivir lo que significa el hombre nuevo? ¿Para qué ir a misa, si no eres capaz de compartir absolutamente nada con el hermano necesitado? ¿Para qué confesarse, si nunca se cambia de vida?
Somos igual que el segundo hijo de la parábola: ante la orden del Padre de que vaya a trabajar a la viña, le dice: «Voy, Señor. Pero no fue».
Para Jesucristo, como para mucha gente sensata, no es auténtico el que dice: «Señor, Señor», sino el que «hace la voluntad del Padre» (7,21). Recordad que este mismo problema nos lo planteamos en el Adviento. Juan el Bautista nos lo recordó con tremenda energía. No sirve de nada acercarte al bautismo, si uno no se ha convertido. Eso es pretender engañar a Dios y Dios no es tonto. En última instancia, nos engañamos a nosotros mismos (3,1-12).
Por otra parte, hay entre la gente una sabiduría, que a nosotros nos sabe a cuerno quemado, pero que expresa una verdad, que coincide con la parábola de Jesús.
Se dice: «ésta o éste será como sea, pero atiende a sus vecinos, cuida a los que están enfermos, no tiene nada suyo, no tiene tiempo para sí, su casa está abierta, siempre se le encuentra dispuesto, puedes acudir a él». Es ese tipo de gente que está atenta, que acompaña al que está solo, que hace la compra a los ancianos y les limpia su casa, que cuida de los hijos cuando la madre tiene que ir al trabajo, que trabaja en el barrio, que está todo el día trabajando por los otros en acciones solidarias… Hay mucha gente que no es «santa», ni «piadosa», ni «cristiana», que no tiene buena fama, ni reputación, que está marginada y sellada y despreciada… que, sin embargo, están mucho más cerca que muchos de nosotros del Reino de Dios.
Gentes que han comprendido que Dios está en el otro, que Cristo está en la ayuda al hermano, que hacer la voluntad de Dios no es hacer ritos, sino amar a fondo perdido. Hay gente que tiene un templo, un altar, un rito, en la acción de la entrega al necesitado. –El Padre se acercó al primer hijo y lo mandó a trabajar a la viña. «Él le contesto: No quiero. Pero después se arrepintió y fue».
«¿Cuál de los dos hizo lo que el Padre quería?»
El que se arrepiente y comienza a hacer lo que Dios quiere, ése es el que cumple la voluntad de Dios, aunque no haga tantas cosas, como los que no cumplen la voluntad de Dios y disimulan haciendo ritos. La voluntad de Dios es una: la entrega al amor. Los que hacen «como que sí», pero es que no; los que aparentamos caridad, pero estamos llenos de egoísmo; los que no nos arrepentimos y formulamos profesiones de fe, no tenemos nada que hacer.
«Os aseguro que los publicanos y las prostitutas –los seres más despreciados de Israel, los que no hacían caso de las prescripciones rabínicas–, os llevan la delantera en el camino del Reino de Dios… [porque] creyeron». Creer es arrepentirse: hacer en la vida lo que Dios quiere de nosotros.
¿A qué género de «hijo» pertenecemos?
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