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lunes, 29 de septiembre de 2008

XXVII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO: La gracia no es solo un don a disfrutar en egoísta estima de nosotros mismos

Mateo 21, 33-43




Todos hemos oído hablar de Qum Ram, las famosas cuevas del Mar Muerto en donde se hallaron invalorables manuscritos de escritos bíblicos y textos hebreos, arameos y griegos anteriores y contemporáneos a Cristo. Han servido de valiosísimo contexto para entender mejor nuestras Escrituras. Menos conocidos, pero no por ellos menos importantes, son los manuscritos de Nag Hammadi .

También ellos fueron descubiertos recientemente, en el 1945, por un familia musulmana de camelleros de Egipto. Nag-Hammadi queda no lejos de Luxor, pasando la famosa necrópolis de Abidos, en una colina del desierto a pocos kilómetros del Nilo. Juntando estiércol para sus fogatas los camelleros observaron, oculta en una la ladera, una cueva clausurada con una roca. Removieron a ésta y hallaron una vasija de cerámica, sellada con un tapón relleno de pez. Creyendo que se habían topado con un tesoro en metálico, al no poder abrir el tapón rompieron el recipiente y, de inmediato, al contacto con el oxígeno, se pulverizaron decenas de manuscrito milenarios. Solo quedaron algunos en pergamino o encuadernados, mejor protegidos. Lamentablemente los descubridores se pelearon por ellos y rompieron unos cuantos. La historia de los manuscritos es triste porque, en el sucesivo paso de éstos de mano en mano, billetes mediante, hasta llegar a los científicos se perdieron y deterioraron muchísimos.

De todos modos cuando pudieron verlos los estudiosos, conformaban una importante biblioteca de textos religiosos cristianos y, para mejor, escritos en la lengua de los faraones, el copto.

Es sabido que el Egipto faraónico, con el cual se había amalgamado la civilización griega y, luego, la romana, después de su última faraona, Cleopatra, fue tempranamente evangelizado. La tradición atribuye a Marcos el evangelista la introducción del cristianismo en Egipto. El asunto es que, ya en la época de Constantino, se podía afirmar que Egipto era un país predominantemente cristiano, de tal manera que cuando el emperador Teodosio mandó jubilar, en el 380, a los últimos restos de las castas sacerdotales del viejo Egipto idólatra, nadie lo sintió. Ya había cientos de monasterios, basílicas e iglesias construidos todo a lo largo del Nilo. La teología crecía floreciente en Alejandría, con su biblioteca enriquecida cada vez más, ahora también con obras de pensamiento cristiano. La autoridad del Patriarca de Alejandría casi rivalizaba moralmente con la de los antiguos faraones y, a nivel mundial, gozaba del mismo prestigio que la de los patriarcas de Roma, de Antioquía y, luego, de Constantinopla. Recordemos a los grandes San Atanasio y San Cirilo de Alejandría.

El término 'copto' deriva del árabe Qibt, que no es sino un apócope del griego Aigyptios, 'egipcio', derivado de Hikuptah, la 'morada de Ptah', nombre religioso de la antigua capital, Menfis .

Todo el mundo sabe que, salvo el estrecho valle regado por el Nilo, Egipto se encuentra en medio de un gran desierto. Ese desierto tiene gran importancia en la historia de la Iglesia, porque ha sido la cuna del eremitismo y monaquismo católico. En efecto, estando todas las grandes ciudades a orillas del río o en sus islas, cuando las persecuciones de los primeros tiempos, los cristianos no tenían más remedio que huir al yermo, donde vivían aislada y pobremente. Pero, aún acabada la persecución, muchos cristianos voluntariamente comenzaron a vivir allí, dedicados al Señor, como forma de vida religiosa. Subir al desierto se decía, en griego, ' ana-choreo '; de allí que a estos cristianos se los comenzó a llamar 'anacoretas' o, también, luego, 'eremitas', de ' éremos ', 'desierto', 'yermo', en griego. Y aunque al comienzo vivían solos (de allí su nombre 'monje', de ' mónajos ', 'célibe', 'soltero', en griego), los jóvenes que querían iniciarse en esa vida se ponían bajo la dirección de monjes más ancianos, maestros de vida espiritual a quienes imitar. Así, lentamente, se pasó al semi-anacoretismo donde de a dos, tres o cuatro, vivían estos religiosos en eremitorios adosados. Poco a poco, como en la Tebaida, estas pequeñas comunidades fueron federándose y agrupándose las unas cerca de las otras, alrededor de alguna iglesia donde hubiera un presbítero que les pudiera celebrar Misa. Esa forma de vida se inspiró principalmente en la vida de San Antonio. Pero también allí, en Egipto, fue donde surgió otro tipo de vida: la de las grandes comunidades monásticas, en edificaciones más o menos extensas, a veces pequeñas ciudades. Llamadas luego cenobios o monasterios, con su vida en común fuertemente organizada, bajo la autoridad y reglas de un abad o padre común -eso quiere decir 'abad'- y sacerdotes a su servicio. El que dio forma definitiva a esta manera de vivir común fue San Pacomio, con su famosa "Regla", hacia el 330. Los vocablos 'cenobio' y 'cenobita' vienen, precisamente, del griego koinos bios , 'vida en común'. Es en este tipo de vida que, luego, se inspirará el monaquismo occidental con San Martín de Tours y, más tarde, San Benito. Nuestros monjes actuales, pues, son herederos de aquellos viejos cristianos egipcios, coptos.

El asunto es que todos estos monasterios e iglesias tenían sus riquísimas bibliotecas. En realidad fue allí donde nació la escritura copta que hoy conocemos, diferente a la de los jeroglíficos, hierática o demótica, sin sonido. Trascripción a letras griegas -más siete signos nuevos para sonidos que el griego no tenía- del idioma de los constructores de las pirámides, el copto es hoy la lengua todavía hoy usada, por lo menos en la liturgia copta, más antigua del mundo. El cristianismo bautizó y asumió la cultura faraónica de un modo mucho más respetuoso que lo que lo habían hecho los griegos. De hecho es solo por los cristianos que podemos alcanzar, viviente y sonoro, el lenguaje sin sonidos de los jeroglíficos y las verdaderas tradiciones egipcias. Al copto se tradujeron los libros canónicos de nuestra Escritura y, con él, se escribieron multitud de obras cristianas.

Egipto siguió evolucionando aceleradamente bajo la fe verdadera llegando a ser uno de los países más ricos, civilizados y prósperos del mundo conocido. Trágicamente, en el 641, se abate sobre Egipto la plaga musulmana. La biblioteca de Alejandría es incendiada por el califa Omar y, poco a poco, la persecución despuebla iglesias y monasterios, transformando la mayoría de ellos en ruinas. Penosamente, como en todos los lugares que invade, el tosco Islam degradó la cultura egipcia y, paulatinamente, pauperizó a su población. De ser uno de los países más ricos del mundo, el granero del imperio Romano, luz de la ciencia y de la Iglesia, pasó a ser un inmenso feudo de sultanes, califas, taifas, emires y jequecillos, salpicado de imponentes ruinas, lleno de mezquitas retrógradas, esclavos y harenes, y con una población cada vez más pobre e inculta. Situación que ni siquiera con la ayuda de Occidente ha podido superar hasta nuestros días.

Es en medio de este flagelo donde se pierden centenares de miles de manuscritos coptos. La vasija venturosamente hallada en Nag Hammadi probablemente representa el intento de algún viejo monje de salvar aunque más no fuera una parte de la biblioteca de su monasterio.

No es momento de enumerar los títulos de las obras aparecidas en los trece códices allí encontrados, con más de 900 paginas en total escritas en apretada grafía copta.

Hoy nos interesa destacar, de todos esos escritos, un titulo especialmente notorio, el denominado Evangelio de Tomas. Los investigadores exultaron de contentos cuando fue encontrado, porque pensaron que habían hallado un quinto evangelio y algunos creyeron que era más antiguo todavía que los que actualmente poseemos. Hoy se tiende a datarlo más tardíamente: hacia el primer tercio del siglo IV. Su atribución a Tomás el mellizo es ficticia, por supuesto. Aún así exégetas de nota sostienen que algunas de sus noticias podrían venir de fuentes muy antiguas y distintas a las de nuestros evangelios, prestando importante información sobre la historia de la redacción de estos.

Por ejemplo la versión de la parábola de nuestro evangelio de hoy, en el evangelio de Tomás es mucho más simple que la que hemos escuchado de Mateo o las de Lucas y Marcos. Eso podría ser indicio de lo primitivo de la narración. Dice así:

"Un hombre rico tenía una viña. La entregó a los campesinos para que la cultivasen y él pudiera recoger de ellos su fruto. Envió a su siervo para que los campesinos le diesen el fruto de la viña. Ellos agarraron al siervo, le pegaron y casi le matan. El siervo regresó y se lo dijo al dueño. El dueño dijo: "tal vez no le han conocido". Envió a otro servidor. Los campesinos le golpearon también. Entonces el señor envió a su hijo, diciendo "Quizá respetarán a mi hijo". Los campesinos, al saber que era el heredero de la viña lo agarraron y lo mataron. ¡Quien tenga oídos, que oiga! "

¿Ven? Mucho más corta: no se habla del castigo, ni de la pretensión absurda de que si lo mataban se quedarían con su herencia, ni de la cesión de la viña a otros que entregarían el fruto a su debido tiempo, ni de la piedra angular ... Hay muchos menos emisarios y el único muerto es el hijo, con lo cual el clímax se logra mejor.

Algunos exegetas dicen que así debió pronunciar la parábola Jesús y los añadidos de Mateo, por su lado, y de Lucas y Marcos, por el otro, son reelaboraciones posteriores. [En aquellas épocas nadie tenía pruritos por transmitir literalmente la palabra de los personajes históricos, sino de penetrar en su sentido más profundo en las circunstancias en que era recordada. Al fin y al cabo el que inspiró todos nuestros escritos sagrados fue el espíritu del Señor Resucitado, de tal manera que, de una manera u otra, todo es Su palabra.]

Pero si los que apuestan por la antigüedad de esta parábola en Tomás tienen razón nos encontramos con lo que pensaba de su próximo fin la conciencia humana de Jesús antes de la Pascua. Jesús se ha dado cuenta de que su destino será morir en manos de los jefes del pueblo de Israel. En los últimos meses de su vida no podía obviar el hecho de que su mensaje, si bien había recogido la simpatía de una gran mayoría de judíos, provocaba violenta reacción en los dirigentes religiosos y políticos de Israel, ya que vulneraba hasta los cimientos su posición. Ninguno estaba dispuesto a abandonar sus privilegios. Ya sabemos de la atracción casi magnética que no despega a ningún político o sindicalista de sus sitiales, sus caudales, sus autos con chofer y la cuota de autoridad que han obtenido lícita o ilícitamente. No los moverá, no, ni el clamor popular, ni el voto prefabricado y dirigido, ni ninguna pastoral o invectiva de algún oscuro profeta de Galilea sin poder económico y sin tanques. De hecho a los políticos que enfrentó Cristo solo los volteó, de la tiranía que ejercían, la otra tiranía de los ejércitos romanos y la insensatez, que los condujo a enfrentarse con la realidad que los llevó a la destrucción. Esa realidad que, a la larga, como decía Aristóteles, siempre es más fuerte que los voluntarismos y las ideologías de los hombres.

Si, al comienzo, sostenido por la confianza en Dios, Jesús, como hombre, pensó que podía instaurarse el Reino con su doctrina y enseñanzas, convirtiendo los corazones, o con la especie de cacerolazo pacífico que fue la prédica del Bautista, ya, después de años de predicación y de patentes milagros, se dio cuenta de que nada de eso bastaba para enfrentar a los poderes instalados de este mundo y a los pericardios endurecidos. Por eso, en esta parábola en la que repasa la historia de su pueblo, finalmente prevé su propia muerte y acepta su destino de profeta, de siervo de Dios que habrá de morir. Abundantes antecedentes había en las crónicas de Israel de la efectiva persecución y oposición que despertaron siempre los verdaderos profetas y del valor, frente a Dios, de la muerte de los justos.

De todos modos, hay algo que es claro: aún en los estratos más antiguos de nuestros relatos, allí donde podemos encontrarnos con la auténtica y original palabra del Jesús de antes de la Pascua -quizá la parábola en el evangelio de Tomás-, constatamos cómo su conciencia humana tiene clara su superioridad respecto a los antiguos profetas, lo definitivo de su mensaje y, finalmente, su situación frente a Dios como la de un hijo frente al padre. El no es un servidor así no más, como llamaban a los profetas: el es el Hijo.

Ciertamente que la parábola en Mateo toma otra envergadura. Mateo escribe recordando las palabras del Señor ya desde la Resurrección, desde el triunfo definitivo de Jesús. Más: desde los hechos inexplicables que fueron el rechazo de la dirigencia de Israel y la sustitución del Pueblo de Israel por el nuevo pueblo de la Iglesia, conformada no solo por judíos sino por paganos, griegos, romanos, sirios, egipcios que se hacían cristianos sin pertenecer carnalmente a la descendencia de Judá.

Ya, pues, en ese tiempo de después de la Pascua, la filiación divina de Cristo resulta patente a todos sus discípulos, comprobada en el estado señorial del ascendido y sentado a la derecha de su Padre, del transformado en piedra angular. Todo el nuevo testamento vive de esta constatación gozosa de los que vivieron los acontecimientos pascuales y fueron sus testigos: Jesús es ciertamente el Hijo de Dios y Dios se define ahora no simplemente como el Creador, sino, antes que nada -al decir de Pablo-, como el Padre de Nuestro Señor Jesucristo y, por gracia, Padre nuestro. En esa maravilla están llamados a inserirse los cristianos que gratuitamente, por el bautismo, pueden llegar a ser hermanos de Jesús, hijos adoptivos de Su Padre.

Sin embargo nada de esto es puro privilegio. Así habían entendido su formar parte del pueblo elegido los judíos y sus dirigentes. Se consideraron no cultivadores de la viña, sino sus dueños. No encargados de trabajarla para dar frutos a su señor y a sus hermanos los hombres. Pensaron que podían vivir sus privilegios sin misión, sin responsabilidades, sin tener que rendir cuentas. Finalmente acallaron la voz de Dios no escuchando a los profetas y, al Hijo, lo enmudecieron en silencio de cruz. Por eso esa viña fue devastada. Y Mateo tiene en vista no solo los acontecimientos que terminaron con la destrucción de Jerusalén y la dispersión de los judíos, sino el pasaje de Isaías de nuestra primera lectura presagiando a Israel la catastrófica y sangrienta invasión de los asirios y la desaparición del reino del norte de Israel.

Pero la enseñanza de nuestra parábola, además de ser una profunda teología de la historia y una afirmación contundente de la filiación divina de Cristo, resulta válida para todos los tiempos: los pueblos que son infieles y se apartan de la ley de Dios y de su Señor Jesucristo, o los cristianos que se dicen tales sin vivir en serio su fe, tarde o temprano decaen y desaparecen. ¡Vaya a saber, además del Enemigo de siempre, qué oscuras infidelidades de los cristianos y de occidente han provocado la calamidad islámica, tal como, uno de los primeros ejemplos, la sufrió -y la sufre todavía- sangrientamente la Iglesia Copta! Ya en su tiempo Lutero afirmaba que el Islam no era sino consecuencia de los pecados de los católicos.

Así pues la parábola nos enseña que la gracia no es solo un don a disfrutar en egoísta estima de nosotros mismos: es un impulso a dar frutos, a crecer en santidad, a alcanzar ese mismo don a nuestros hermanos, a gritar el evangelio, a anunciar el Reino, a llevar a Cristo y, si es posible a la patria, a la victoria, so pena de que nos saqueen la viña y nos quiten espada, galones, cruz, bandera, tierra y honor y se los entreguen a otros.

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