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sábado, 11 de octubre de 2008

XXVIII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO: Amigo, ¿cómo has entrado aquí?

Lecturas: Is. 25, 6-10a; Flp. 4, 12-14.19-20; Mt. 22, 1-14.
Por Raniero Cantalamessa

Un gran anuncio de esperanza y de alegría recorre de un extremo al otro la palabra de Dios de esta Misa: es un mensaje de consuelo de Dios a su pueblo. Isaías dice: Dios quitará el velo de luto, hará desaparecer la muerte, secará todas las lágrimas.

La historia y la literatura de todos los pueblos está llena, para decir la verdad, de estos plumazos de esperanza que impulsan —especialmente en momentos de grandes calamidades— a imaginar un futuro maravilloso, una especie de retorno a la mítica edad de oro. Por otra parte, también hoy la humanidad se ve acosada por una ideología que la empuja a mirar hacia adelante y poner toda su esperanza en un futuro donde se realizará la plena liberación y el hombre será por fin lo que nunca fue, es decir, él mismo.

¿Qué es lo que distingue las promesas del profeta bíblico de aquellas análogas de los poetas o de los profetas de la utopía? El hecho es que, a diferencia de éstas últimas, las promesas de Dios toman cuerpo en torno a un evento preciso del futuro, se basan en un compromiso y una promesa de Dios: Yahvé preparará un día una gran fiesta para todos los pueblos. Por el momento, la promesa permanece vaga y los hombres no saben qué es esa fiesta que Dios está preparando.

Pero he aquí que, al pasar a la lección evangélica, escuchamos estas palabras de Jesús: el reino de los cielos es como un rey que hace una fiesta de bodas para el hijo y manda llamar a los invitados: primero, a algunos invitados designados, más tarde, después del rechazo de éstos, a todos los hombres. El reino de los cielos es la fiesta de bodas; Jesús es el esposo; Dios Padre, el rey de la parábola, el autor y el origen de todo el proyecto.

Todas las promesas de Dios encontraron su cumplimiento con la venida de Jesucristo. Él, dirá san Pablo, es el "sí" de Dios a todas sus promesas (cfr. 2 Cor. I, 19-20). Él es el "Amén" por excelencia (Apoc. 3, 14). El reino de los cielos que él llevó a la tierra es, al mismo tiempo, la gran sala en la cual se celebra la fiesta y la fiesta misma: es la Iglesia y es la redención en ella preparada.

¿Por qué se lo llama fiesta de bodas? Porque la fiesta nupcial es signo por excelencia de alegría y la gran redención operada por Cristo es la gran alegría para todo el pueblo. Fiesta de bodas, sobre todo, porque Jesucristo vino al mundo para unirse con la humanidad en forma tan nueva, tan íntima, que se puede hablar de esponsales entre él y la Iglesia (cfr. Ef. 5, 25 ss.). Muchas veces Jesús se presentó con la imagen de un esposo. Él llama a sus discípulos los amigos del esposo, habla de las almas fieles como de vírgenes que van al encuentro del esposo; finalmente, Juan llama a la Iglesia la esposa del Cordero (Apocalipsis) y Pablo llega a decir que el matrimonio de los cristianos es un gran misterio, una realidad bella y profunda, justamente porque tiene como modelo la relación de esponsales que existe entre Cristo y su Iglesia (Ef. 5, 32 ss.).

Sería necesario detenerse en la mitad de la página del Evangelio para permanecer en este clima tan radiante y optimista. Pero la visión exaltadora que se ve en la misma mesa de Dios, como sus comensales y amigos del esposo, tiene una nube que la oscurece: el rechazo de los invitados. En la parábola, el rechazo de aquellos invitados de la primera hora aludía al rechazo que el pueblo hebreo había opuesto a Jesús y a su mensaje. Ellos, que eran los primeros, se volvieron los últimos; otros, los paganos, tomarán su lugar. El domingo pasado hemos escuchado, como conclusión de la parábola de los viñadores, que estos invitados de refuerzo somos nosotros, herederos del mundo pagano. Somos aquella segunda oleada de invitados, buscada en las bifurcaciones de los caminos, hecha de buenos y de malos (Lucas dice: ciegos, deformes, cojos).

¿Qué será de nosotros? ¿Estamos al resguardo de todo rechazo? ¿Estamos de veras seguros de no alejarnos más del Reino, de no ser echados de la fiesta hacia las tinieblas de afuera? También para nosotros la parábola contiene, en un pequeño rincón, una gran advertencia. Entre los nuevos invitados había uno que no estaba vestido para una boda; es decir, alguien que se encontraba allí por azar, cuyo corazón y cuyos pensamientos estaban en otra parte: un oportunista, diríamos hoy, o también, un parásito. Los otros comensales no están capacitados para individualizarlo; son engañados; lo creen uno de ellos. No pasa lo mismo con el anfitrión: su mirada, apenas entra en la sala, está sobre él: Amigo, ¿cómo has entrado aquí?

Amigo, ¿cómo has entrado aquí? Fuera de la parábola, esta pregunta es dirigida a cada uno de nosotros, que nos encontramos ahora en la gran sala nupcial que es la Iglesia, para el banquete que es la Eucaristía. Nos obliga a volver a entrar en nosotros mismos y a preguntarnos si también nosotros no estamos aquí sin la vestimenta apropiada, si no estamos por azar, por hábito, sin tomar parte y tener interés por lo que se desarrolla; si no estamos también nosotros con el corazón ausente y la mente perdida en el propio terreno y los propios asuntos.

Decía san Pablo a los primeros cristianos: que cada uno se examine atentamente a sí mismo antes de comer de este pan (1 Cor. 11, 28).

Lo que se cuestiona no es, evidentemente, sólo nuestro estar aquí —por qué hemos venido a Misa—, sino que es también, en forma más radical, nuestro estar en la Iglesia, nuestro ser cristianos. Quizás haya llegado la hora, una vez más, en que, aquellos que adoran a Dios lo deban adorar en espíritu y en verdad, como le decía Jesús a la samaritana (Jn. 4, 23), es decir, interiormente y con hechos, no por costumbre o con palabras. El momento de volver consciente y querido lo que se cumplió en nuestro bautismo. Tal vez esto era lo que deseaba decir el Señor con la imagen de la vestimenta. Estar vestidos con hábitos nupciales podría significar revestirse con obras evangélicas, con aquel manto de buena voluntad y caridad que cubra la desnudez de nuestra naturaleza.

Dios tiene necesidad de tales adoradores: es decir, de aquellos que adoran con hechos y no sólo con palabras, de aquellos que escuchan la palabra de Dios y la llevan a la práctica todos los días.

¿Pertenecemos a esta categoría? En todo caso, la palabra de Dios nos invita a integrarla. Nos dice que podemos hacerlo. Cristianos verdaderos, convencidos, felices de serlo: en suma, cristianos en espíritu y verdad. ¿Nosotros solos, sin ayuda? No; pero el Señor es mi pastor, hemos cantado en el salmo responsorial, por eso no nos falta nada; los medios están a nuestra disposición.

A él, buen pastor y esposo de la parábola, estamos por acercarnos en forma distinta. Por medio de su cuerpo eucarístico, pedimos que nos otorgue también su Espíritu y la fuerza de su resurrección.

(Tomado de “La Palabra y la Vida”, Raniero Cantalamessa ed. Claretiana, 1977, Pág. 228 y ss.)

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