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viernes, 5 de diciembre de 2008

Infierno judío y cristiano. Dios no es infierno

Publicado por El Blog de X. Pikaza

He venido tratando de los novísimos y en especial del infierno, con una aportación extraordinaria de Ariel Álvarez. Termino la serie con unas reflexiones mías, sobre el signo del infierno en el Antiguo Testamento (judaísmo) y en el Nuevo Testamento (cristianismo), para decir que en Dios no hay infierno. Que si lo hay (¡y lo hay, sin duda!) lo hemos creado nosotros, los hombres, en este mundo. Ha comenzado el Adviento, quiero volver al Cristo de la Vida. Por eso pongo hoy una imagen del Jardín de las Delicias, del Bosco. Ésta es mi última meditación de los novísimos. Un poco larga, algo erudita, quizá repetitiva. Pero pienso que alguien podrá detenerse en ella y pensar sobre la forma de vencer el infierno, a partir de este mundo. Buen día.

1. Judaísmo

En el judaísmo más antiguo no se puede hablar del infierno, en el sentido posterior de la palabra. Los judíos más ortodoxos (valga esa palabra), los fieles a Yahvé, han sido muy sobrios respecto a este tema. El mismo descubrimiento de la divinidad de Dios (de Yahvé) les ha llevado a rechazar el culto de los muertos que, a su juicio, son simplemente muertos, no héroes sagrados ni almas divinas que vuelven a la tierra, de la que pueden nacer nuevamente.

En esa línea, lo que podríamos llamar “infierno”, entendido como mundo inferior, no tiene carácter divino, ni está vinculado a la salvación o condena de los hombres, sino que es el “sheol” (como el hades de los griegos más antiguos), donde van los hombres y acaban, tras la muerte. Por se dice que “los muertos no alaban a Dios” (cf. Sal 88, 5.10; 115, 17). En ese sentido no se puede hablar de un “castigo” de Dios contra los hombres perversos; el castigo, si existe, sólo puede darse en esta vida, no hay recompensa (ni castigo) tras la muerte. Pues bien, a través de un largo proceso, en el que influye quizá la apocalíptica irania y el contacto con otras religiones (como la griega) y, sobre todo, el desarrollo de la conciencia moral y del sentido de la historia, han llevado a los judíos a plantear el posible tema del infierno o castigo para los ángeles culpables y para los hombres.

1. Henoc. Infierno de los ángeles culpables. Estrictamente hablando, dentro de la cultura israelita, el primer infierno conocido es el de los ángeles violadores, que han invadido, pervertido y destruido a los hombres. El texto sabe que las almas de los asesinados (de las que hablaremos después) han elevado su lamento, quedándose ante Dios, como la sangre de Abel, que clama desde la tierra (1 Hen 7, 6; 8, 4; cf. Gen 4, 10-11). Pero en un primer momento son los mismos ángeles vencidos y apresados (los Vigilantes: Semyaza/Azazel y sus servidores) los que se quejan y lamentan, desde su infierno (cárcel), iniciando un proceso penitencial que acabará siendo inútil: Dios no perdona a los ángeles perversos, pues su pecado ha sido y sigue siendo imperdonable, de manera que jamás saldrán de su “infierno”. Ellos se arrepienten y piden a Henoc que escriba un memorial de súplica, para que Dios les perdón. Henoc lo hace y sube hasta el cielo de Dios con esa comisión y memorial, pidiendo por “las almas de los ángeles caídos” (cf. 1 Hen 13, 3-6). Pues bien, Dios no les perdona.

La tradición israelita ha destacado la necesidad de la → conversión de los pecadores y la posibilidad del perdón de Dios (cf. Ex 32-34). Más aún, la teología del templo asegura que los hombres pueden conseguir el perdón de sus pecados, a través del arrepentimiento. Según el judaísmo no había pecado que no pudiera perdonarse. Pues bien, posiblemente, algunos del círculo de Henoc pen¬saron que el perdón de Dios podía aplicarse incluso a los mismos Vi¬gilantes y a sus hijos monstruosos, los gigantes, condenados al infierno; ese parece haber sido el argumento de un libro titulado Los Gigantes, libro donde se narraba la conversión y el perdón no sólo de ellos (los Gigantes), sino también de sus padres, los ángeles caídos (Vigilantes). Habría, por tanto, una reconciliación integral, una apocatástasis, de forma que los mismos ángeles caídos y sus “hijos” (los gigantes) saldrían al fin del infierno.

Pues bien, en un momento dado, entre los siglos III-II a. C., los responsables de la escuela de Henoc habrían rechazado esa postura: no hay perdón para los ángeles caídos, ni reconciliación entre asesinos celestes y víctimas humanas. La misma seriedad del delito de los ángeles y sus hijos monstruos (gigantes) exigía una condena definitiva, el infierno eterno. Por eso, el libro de los Gigantes fue expurgado del ciclo de Henoc y en su lugar se introdujo el nuevo libro de Las parábolas (1 Hen 37-71) en las que el vidente actúa como Hijo de Hombre y Juez escatológico de Dios, no para salvación, sino para castigo sin fin de los culpables. En esa línea, el texto actual de 1 Hen 12-16 ha rechazado expresamente la posibilidad de una conversión eficaz (efectiva) de los ángeles perversos, manteniendo para ellos la condena del infierno eterno. Ésta es la respuesta de Henoc, su delegado, que había subido para interceder por ellos: «No os valdrá vuestra súplica por todos los días de la eternidad, pues firme es la sentencia contra vosotros: no tendréis paz... Ya no subiréis al cielo por toda la eternidad, pues se ha decretado ataros por todos los días de la eternidad. Pero antes habréis de ver la ruina de vuestros hijos predilectos, y no os servirá el haberlos tenido, pues caerán por la espada delante de vosotros. Ni valdrá vuestro ruego ni vuestros peticiones y súplicas por ellos, y vosotros mismos no podréis pronunciar ninguna de las palabras del escrito que redacté» (1 Hen 14, 4-7).

Cierto tipo de teología cristiana posterior (católica) suele distinguir dos tipos de “infierno” o castigo. (a). Los ángeles culpables, transformados en demonios, no pueden cambiar, ni recibir la gracia, de manera que tienen que permanecer en el infierno para siempre. (b) Por el contrario, los hombres pueden arrepentirse y salir del infierno (por la gracia de Cristo). Pero en 1 Hen 12-16 resulta más difícil distinguir esos niveles y separar a los Vigilantes (ángeles violadores) de sus hijos perversos, los Gigantes monstruosos (también aniquilados sin remedio) y del resto de los pecadores (que pueden ser los enemigos de Israel, hombres «perversos»). Da la impresión de que el autor de que Henoc está condenando irremediablemente (sin posible gracia) no sólo a los Vigilantes y Gigantes, sino a todos sus «partidarios».

2. Varios infiernos: Viaje de Henoc al país de los muertos. Henoc ha subido hasta Dios con el encargo de interceder por los ángeles culpables, pero Dios le responde que para ellos no existe perdón: están destinados al infierno eterno (cf. 1 Hen 15, 2-6). Dios actúa así como juez implacable, que rechaza sin posible gracia (por puro talión) a los Vigilantes y deja abierto el tema sobre la suerte de los hombres, aunque parece que condena también para siempre a los perversos. Desde este fondo se entiende la visión de los infiernos que Henoc va recorriendo.
a. Infierno de los astros caídos. Henoc comienza viendo una región desértica y terrible donde padecen los astros perversos: «Éste es el lugar donde se acaban los cielos y la tierra, el cual sirve de cárcel a los astros y potencias de los cielos. Los astros que se retuercen en el fuego (siete estrellas) son los que han trasgredido lo que Dios había ordenado antes de su orto, no saliendo a tiempo… Éstas son aquellas estrellas que trasgredieron la orden de Dios altísimo y fueron atadas aquí hasta que se cumpla la miríada eterna, el número de los días de su culpa» (1 Hen 18, 14-16; 21, 6). ¿Habrá tras esa miríada eterna un tiempo de retorno y conversión de los astros caídos? ¿Habrá una reconstitución del universo?
b. Infierno de los vigilantes, ángeles perversos. El texto habla de un «abismo de columnas de fuego que descienden», como templo invertido, donde penan y purgan su pecado los Vigilantes: «Aquí permanecerán los ángeles que se han unido a las mujeres. Tomando muchas formas, ellos han corrompido a los hombres y los seducen, para que hagan ofrendas a los demonios como a dioses, hasta el día del gran juicio en que serán juzgados, hasta que sean destruidos. Y sus mujeres, las que han seducido a los ángeles celestes, se convertirán en sirenas» (1 Hen 19, 1-3).

c. Cavidades o infiernos de los hombres muertos. Forman el tercero de los grandes lugares de esta geografía y se encuentran divididos en tres o cuatro compartimentos. El único «sheol» de la tradición israelita antigua, campo de sombra (sin futuro ni salida) para todos los muertos, ha venido a tomar varias formas, convirtiéndose en diversos lugares de premio, castigo o espera para los difuntos. Precisamente en el extremo de occidente, allí donde parece que este mundo acaba, se abren cuatro cavidades lisas y profundas: «Son para que se reúnan en ellas los espíritus, las almas de los muertos… para que perma¬nezcan aquí hasta el día de su juicio, hasta que llegue su plazo...» (1 Hen 22, 3-5). Las almas de los muertos esperan separadas por compartimentos. Son espíritus, han perdido el cuerpo antiguo. Pero es evidente que poseen un tipo de corporalidad; por eso aguardan en sus propios espacios, en los confines de la tierra. Tienen algo en común: su lamento. Las almas de los justos viven ya una especie de gloria anticipada «allí donde mana una fuente de agua viva y sobre ella hay una luz» (1 Hen 22, 9). Los pecadores que no fueron castigados en el mundo empiezan a sufrir en esas cavidades hasta el día del juicio, cuando se complete y ratifique para siempre su castigo (1 Hen 22, 11). Los pecadores castigados ya en el mundo parecen seguir sufriendo, sin necesidad de someterse a nuevo juicio (cf. 1 Hen 22, 13).

d. Los justos asesinados en el tiempo de los pecadores elevan su voz ante Dios, pidiendo la venganza final (cf. 1 Hen 22, 7.12). Ésta es quizá la primera “teología israelita” del infierno, que no ha sido aceptada por la Biblia canónica, pero que ha ejercido un influjo enorme en toda la tradición posterior, de judíos y cristianos (e incluso musulmanes). Ese infierno está vinculado a la caída de los astros y de los ángeles perversos y sólo será “eterno o sin fin” para los malvados.

3. ¿Un infierno en Daniel? Su texto básico es mucho más sobrio y habla del futuro, vinculando el fin de este mundo con el juicio de Dios: «En aquel tiempo se levantará Miguel, el gran príncipe que está para servir a los hijos de tu pueblo. Será tiempo de angustia, cual nunca hubo desde que hubo gente hasta entonces; pero en aquel tiempo será libertado tu pueblo, todos los que se hallen inscritos en el libro. Muchos de los que duermen en el polvo de la tierra serán despertados: unos para vida eterna, otros para vergüenza y confusión perpetua. Los sabios resplandecerán como el resplandor del firmamento; y los que enseñan la justicia a la multitud, como las estrellas, para siempre» (Dan 12, 1-2). Ésta es la palabra clave de la Escritura israelita, vinculada a la esperanza de los mashkilim o sabios apocalípticos (Dan 12, 3; en LXX los synientes). El protagonista del cambio es → Miguel, el Gran Príncipe, que está al servicio de Israel. Su figura y su presencia nos sitúa ante la lucha angélica, la batalla de los ángeles buenos contra los perversos, que aparece en Nuevo Testamento cristiano en Ap 12, 7 y Judas 1, 9. Éste Miguel, que había aparece ya en Dan 10, 31.21 como figura celeste, ayudando a los israelitas, se alzará al final, para luchar no sólo en contra de opresores de Israel, sino en contra de los ángeles perversos. En este contexto se dice que “será liberado tu pueblo, aquellos que se encuentran escritos en el Libro…”. Del juicio angélico-militar (con la victoria de Miguel) pasamos al “juicio forense” (como en Dan 7, 10), que no se realiza por la armas sino conforme a la sabiduría superior, propia del derecho. Sólo ahora se puede hablar de “cielo” e infierno, tras la resurrección.

Parece que el cielo se entiende en forma de eternidad astral: “Los sabios resplandecerán como el resplandor del firmamento; y los que enseñan la justicia a la multitud, como las estrellas, para siempre”. Éste es el cielo de los sabios, es decir, de aquellos que conocen, el cielo de los “maestros”, es decir, de aquellos que enseñan a los otros. Ciertamente, puede haber ángeles perversos, que son astros caídos… Pero, en sí mismos, los astros del firmamento son un signo de la eternidad positiva. Los verdaderos sabios israelitas se vuelven “astros del firmamento de Dios”; la resurrección de los justos se interpreta, según eso, como una transformación astral de los hombres. Quizá se podría decir que el cuerpo resucitado es “cuerpo astral”: de esa manera, los justos (los sabios, los apocalípticos) abandonan y superan este cuerpo hecho de nacimiento y muerte, para adquirir un cuerpo “celeste” que ya no nace ni muere.

El infierno, en cambio, no queda definido, sino que se interpreta en forma de “vergüenza y confusión perpetua”. ¿Es también una condena con los ángeles perversos? No se dice, ni sabemos en qué consiste esa “vergüenza” perpetua de los que no se salvan. De todas maneras, si la salvación tiene un carácter celeste (¡los justos serán como estrellas!), la condena tendrá un carácter któnico: estará vinculada a los abismos bajo tierra. Pero el texto no insiste en ello.

2. Cristianismo

Jesús asume la visión judía, pero introduciendo en ella un correctivo fundamental: más que el posible infierno futuro importa el “infierno actual”, liberar a los hombres y mujeres de la opresión satánica a la que se encuentran sometidos muchos de ellos. En ese contexto cobra sentido la visión de la “gehenna”, entendida como expresión del riesgo en que se encuentran aquellos que no viven conforme a los principios del reino. La gehenna o valle de Ben Hinóm, bien localizado en los textos antiguos (Jos 15, 8; 18, 16), de mala memoria (por ser lugar de dioses impuros y sanguinarios: cf. 2 Rey 23, 20), era el basurero de Jerusalén, donde se quemaban los residuo inútiles de la ciudad; así aparece desde antiguo como símbolo de aquellos hombres y mujeres que se vuelven incapaces de ser aceptados en el reino de Dios; en ese sentido emplea ese termino Marcos (cf. 9, 43-47), pero, sobre todo, Mateo, más cercano al contexto judío (cf. 5, 22-30; 10, 28; 19, 8; 23. 15.33). Significativamente, Pablo no ha desarrollado ninguna teoría del infierno, sino que se ha centrado en la libertad de los hijos de Dios y en la esperanza de la reconciliación final de los justos, dejando para Dios la solución de los grandes problemas finales.

Por otra parte, los textos básicos sobre el “infierno” aparecen sobre todo en un contexto parabólico, según la terminología usual del momento, tanto en Lc 15, 20-25 (el rico en el infierno, mientras Lázaro goza en el seno de Abrahán), como en Mt 13, 36-50 y 25, 31-46, donde parece hablarse de un paralelismo simétrico entre vida eterna y fuego eterno. A partir de aquí se ha elaborado la teología cristiana del infierno, entendido como posible condena eterna de los hombres perversos. Pues bien, todos esos textos nos sitúan ante un futuro abierto, ante el acontecimiento de la revelación de Dios. Desde ese fondo, asumiendo y transformando ese punto de partida, el credo cristiano (en su forma romana) habla del infierno (es decir, del lugar inferior de muerete y condena), pero sólo en un contexto de salvación, al decir que Jesús “bajó a los infiernos”, para rescatar a los muertos.

1. Bajó a los infiernos. La confesión pascual del Nuevo Testamento incluye la certeza de que Jesús fue sepultado, como indican de formas convergentes Pablo (1 Cor, 15, 4) y los evangelios (cf. Mc 15, 42-47 par). Pues bien, el Credo de los apóstoles añade que descendió a los infiernos expresando de esa forma un misterio de muerte y victoria sobre la muerte, que pertenece a la experiencia más honda de la iglesia antigua. Ciertamente, la muerte de Jesús aparece en el Nuevo Testamento como signo de pecado máximo, de manera que en ella desemboca y “toda la sangre de los justos derramada sobre la tierra, desde la sangre del justo Abel hasta la de Zacarías" (Mt 23, 35). Pero esa muerte aparece, al mismo tiempo, como principio de resurrección, fuente de gracia: «Entonces se rasgó el velo del templo, tembló la tierra, las piedras se quebraron y se abrieron los sepulcros, de tal forma que volvieron a la vida muchos cuerpos de los justos muertos... Al ver lo sucedido, el centurión glorificaba a Dios diciendo: ¡Realmente; este hombre era inocente! Y todas las gentes que habían acudido al espectáculo, al ver lo que pasaba, se volvieron a la ciudad golpeándose en el pecho» (cf. Mt 27, 51-53; Lc 23, 47-48; Mc 15, 39: ¡Era Hijo de Dios!).
Pues bien, en ese contexto la tradición añade que ¡bajó a los infiernos!, al lugar donde estaban todos los muertos, culminando de esa forma el camino anterior de su vida (entregada al servicio de los expulsados de la sociedad, de los enfermos y endemoniados). Conforme a la visión tradicional del judaísmo y de la iglesia antigua, este infierno (sheol, hades, seno de Abrahán...) era el destino de muerte de todos los difuntos, a no ser que Dios viniera a liberarles, como ha hecho por Cristo. La muerte misma en cuanto destrucción: eso es el infierno. Pues bien, el credo afirma que Jesús "ha descendido" al lugar o estado de ese infierno, para liberar a los humanos de la muerte, ofreciéndoles su resurrección.

Diciendo que bajó a los infiernos el credo destaca el abismo de dureza, destrucción y muerte donde Cristo culminó su gesto solidaridad a favor de los hombres. Quien no muere del todo no ha vivido plenamente todavía: no ha experimentado la finitud radical de la vida humana. En ese contexto hay que entender algunas palabras fundamentales de la tradición cristiana. (a) Jesús fue enterrado (cf. Mc 15, 42-47 y par; l Cor 15, 4). Sólo quien muere de verdad puede resucitar "de entre los muertos": Jesús ha bajado al lugar de no retorno, para iniciar allí el retorno verdadero. (b) Como Jonás "que estuvo en el vientre del cetáceo tres días y tres noches..." (Mt 12, 40), así estuvo Jesús en el abismo de la muerte, para resucitar de entre los muertos (Rom 10, 7-9). (c) «Sufrió la muer¬te en su cuerpo, pero recibió vida por el Espíritu. Fue entonces cuando proclamó la victoria incluso a los espíritus encarcela¬dos que fueron rebeldes, cuando antiguamente, en tiempos de Noé...» (1 Pe 3, 18-19). Estos espíritus encarcelados eran no sólo los hombres condenados a la muerte, sino, de un modo especial, los ángeles perversos de la tradición de Henoc. Como hemos visto, Henoc no podía liberarles, pero Jesús puede hacerlo; por eso ha muerto, por eso ha bajado al infierno, para vencer así a la muerte.

2. ¿Se puede hablar de varios infiernos? Tomado en un sentido literal, este texto del credo (¡descendió a los infierno) parece resto mítico, que a veces causa asombro o rechazo entre los fieles. Sin embargo, tomado en su sentido más profundo, es el culmen y clave del evangelio cristiano. Jesús sólo puede ser verdadero Cristo si ha vencido a la muerte, si ha ofrecido comunión de Dios y vida eterna a todos los que han muerto. Sólo a partir de aquí se podría hablar, quizá, de dos infiernos. Hay un primer infierno, al que Jesús ha descendido por su muerte para salvar a todos. Había sobre el mundo otros infiernos de injusticia, soledad y sufrimiento; pero sólo el de la muerte era total y decisivo. Pero Jesús ha derribado sus puertas, abriendo así un camino de resurrección total; a ese nivel se puede hablar de "apocatástasis": reconstrucción de la realidad, destrucción del infierno.

Pero podría quizá haber un segundo infierno o condena irremediable para aquellos que rechazando el don de Cristo y oponiéndose de forma voluntaria a la gracia de su vida, caen en la oscuridad y muerte por siempre (por su voluntad y obstinación definitiva). El infierno sería, sin más, la no existencia, porque toda existencia es positiva. El invierno sería la nada. Pero ¿es posible la nada para aquellos que han sido? ¿No será Dios capaz de hacer que sea al final bueno todo lo que ha sido? Dejemos el tema así, en forma de pregunta.

Salvación y condena no son posibilidades simétricas, dos caminos igualmente abiertos para el ser humano. Estrictamente hablando sólo existe salvación, pues Cristo ha muerto para liberar a los humanos de su infierno; sólo si algunos rechazan su amor y perdón para siempre puede hablarse de un mal definitivo, de aquello que Ap 2, 11; 20, 6.14; 21, 8 ha llamado muerte segunda, expresada en un infierno infernal o condena sin remedio (sin esperanza de otro Cristo). En ese infierno segundo quedarían aquellos que prefieren cerrarse en su violencia, de manera que no aceptan, ni en este mundo ni el nuevo de la pascua, la gracia mesiánica y el amor universal de Dios.

Jesús no ha venido a condenar a nadie; pero si alguien se empeñara en mantenerse en su egoísmo y violencia para siempre podría convertirse él mismo (a pesar de la gracia de Jesús) en infierno perdurable. Ha penetrado Jesús en el infierno de la muerte que recoge la angustia de los campos de concentración, las guerras pavorosas, el hambre torturante, las cárceles horrendas... Ha allí para liberar a los humanos. Con él deben penetrar sus seguidores en los viejos y nuevos infiernos del mundo, regalando vida (esperanza de cielo) a los abandonados, perdidos, destruidos. La confesión de fe se vuelve así palabra de solidaridad humana, cristología al servicio la vida.

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