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jueves, 11 de diciembre de 2008

Vida religiosa 2. Profetas y contemplativos, testigos y terapeutas

Publicado por El Blog de X. Pikaza

Introduje ayer esta pequeña serie sobre la vida religiosa, retomando un trabajo publicado en la revista de la Confer. Mi colaboración va unida a la de otros que ayer cité (a los que añado Josune Arregui, Emilio J. Martínez, Amedeo Cencini, J. Cristo Rey G. Paredes, que siguen siendo conocidos o amigos...). Ofrezco hoy la segunda parte, presentando a Cristo como pozo fresco de agua buena para religiosos terapeutas o sanadores, amigos de la vida. Una vez más, quiero daros a vosotros religiosos de ayer y de hoy, muchas gracias por lo que habéis sido y sois. Enferma está la sociedad. Unidos a Jesús, los religiosos pueden ayudar a sanarla.

4. Beber de Jesús, pozo de la Palabra. Profetas, sabios, testigos

Siendo contemplativo (hombre de Dios), sanador (hombre de los demás) y hermano (creador de comunidad) él es amor en sentido pleno, en un mundo que parece dominado por estructuras de seguridad que quieren imponer su ley y decirnos así lo que debemos ser y hacer en cada instante. Nos sobran planes, tenemos muchas normas y, sin embargo, estamos solos y no sabemos cómo vivir. Pero él viene, nos dice la Palabra y camina con nosotros, para que podamos seguirle y dialogar con él en la frontera de la vida. No viene a imponer nada; nos acepta en nuestra propia humanidad de seres capaces de vivir, amar y esperar, iniciando desde el centro de este mundo (Galilea, en los años de Poncio Pilatos) un camino de humanidad que los religiosos siguen asumiendo y recorriendo como propio.

Por eso, antes que nada, los religiosos escuchan la Palabra. No se salvan por sus obras, sino por gracia de Dios. No están llamados a realizar grandes acciones, sino a dejarse querer por Dios en Cristo y a querer intensamente “pues no guardan ganado, ni tienen ya otro oficio, pues ya sólo en amar es su ejercicio” (San Juan de la Cruz, Cántico Espiritual). Por encima de la razón pura (conocimiento) y la razón práctica (acción transformadora), ellos descubren la verdad amante, que es sentimiento y gozo gratuito y compartido de la vida. Aquí nos sitúa Cristo, aquí beben los religiosos del agua de su Palabra.

1. Religiosos profetas, Biblia encarnada. Profeta es quien expresa y proclama la Palabra con su vida. Así los religiosos quieren ser profetas, llevando la Palabra, pero no en un libro que pueden tomar en la mano o dejarlo después, sino con el libro de la propia vida. La Palabra de Jesús dice ¡llega el Reino, convertíos! (cf. Mc 1, 14-15). De manera consecuente, la raíz de la vida religiosa no es el miedo ante el furor de Dios, sino el gozo ante su anuncio. Escuchando y asumiendo esa Palabra, los religiosos quieren ser profetas.

El profeta Jesús no fue alguien que sabía detalles de cosas futuras que otros ignoran, sino aquel que se dejó llenar de Dios, dejando que Dios mismo dijera por él su Palabra a los hombres. Los verdaderos profetas no tienen más poder que esa Palabra. Por eso suelen ser perseguidos por aquellos que apelan a otras fuerzas y poderes (cf. Mc 12, 1-12).
Otros hablaban con imposiciones, imponiéndose a la fuera, sin auténticas palabras. Jesús, en cambio, hablaba desde el mismo corazón de Dios, conviviendo con los pobres y sembrando entre ellos la Palabra, el grano de trigo del Reino que germina allí donde alguien lo acoge (cf. Mc 4, 14). Sembró Jesús Palabra de Dios, se sembró a sí mismo, ofreciendo su vida entre los hombres y mujeres de la tierra.
Ésta es la novedad del evangelio. Jesús mismo se entrega y se siembra, como profeta y semilla de Reino, encarnando en su vida (no en otro libro) la palabra del libro de Escritura de Dios. De esa forma ofrece su Palabra, da su vida, sabiendo que el Reino llega en su persona. Así deben seguirle los cristianos (los religiosos), encarnados en su tierra, fieles a su tiempo, como portadores de la Palabra de Dios, una “Biblia andante”. Ciertamente, seguirán siendo necesarias las biblias-libro (para el estudio y el recuerdo, para la profundización y la búsqueda). Pero los religiosos quieren ser y son biblias encarnadas.

Los fundadores de la vida religiosa pueden entenderse también como Biblia encarnada carne para sus seguidores y hermanos, conforme a una lectura posible de Jn 7, 37-38: «Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. El que cree en mí, como dice la Escritura, ríos de agua viva correrán de su seno». Los verdaderos creyentes aparecen así como “pozos de agua viva”, fuentes de la Palabra; entre ellos están los fundadores de la vida religiosa; es normal que ellos aparezcan con la Biblia-Libro en la mano, aunque no hayan escrito muchos, pues ellos mismos se han vuelto Escritura viva para sus seguidores.

2. Religiosos contemplativos, conocimiento de Dios. Como profeta final, portador de la palabra de Dios, Jesús es sabio, Sophia de Dios que le ha hecho “sabiduría, justificación, santificación y redención” (1 Cor 1, 30). Lo que este mundo llama sabiduría sirve muchas veces para velar la verdad, mintiendo con más impunidad, sacralizando incluso las mentiras. Pues bien, Jesús ha sido y es sabiduría divina, que es sabiduría de la vida. No ha sido filósofo como de Aristóteles, ni geómetra como Euclides... No ha resuelto de manera abstracta unos problemas de astronomía o física. Su tarea es más valiosa: nos ha capacitado para entender la realidad (el camino de la historia, el sentido de la vida) y lo ha hecho con su vida, entre los pobres del mundo, de manera que podemos vivir ante (desde) el Reino de Dios, superando el nivel de las seguridades legales y las opresiones (distinciones) que establece el poder instituido. Jesús no deja que se impongan los letrados sobre los analfabetos, los sacerdotes sobre los laicos, ni los judíos sobre los gentiles, ni los varones sobre las mujeres, sino que expresa, para todos por igual, la verdad de Dios, la gracia de la sabiduría de la vida, que quieren cultivar los religiosos.

Ésta es la sabiduría de la Palabra que se dice en parábolas abiertas para todos, que nos introducen en aquello que parece más conocido (siembra o viña, pesca o tesoro del campo...), para llevarnos desde allí a lo desconocido y fundamental: la presencia gratuita y creadora de Dios, que invierte y transfigura lo que existe, para abrirnos así un camino de Reino. Las parábolas nos hablan desde el lugar donde gracia de Dios y tarea de la vida se vinculan, haciendo pasar ante nosotros una serie de figuras paradójicas (samaritano, publicano, pródigo, mendigo...), para mostrarnos así la “extrañeza” creadora del Reino, que se hace Palabra que debemos acoger y traducir con nuestra vida.
Esta sabiduría constituye la raíz de la contemplación y sitúa a los religiosos más allá de todo saber, “toda ciencia transcendiendo” (cf. Juan de la Cruz, Entréme donde no supe...), para llevarles así en el saber verdadero. Se dice desde antiguo que la vida religiosa es portadora de un inmenso tesoro cultural: ella ha conservado las obras clásicas de griegos y latinos, ha cultivado a lo largo de siglos las ciencias más hondas de la vida (literatura, filosofía, medicina...); en esa línea, se añade que ella debe ser un “seminario” de conocimientos, una especie de gran biblioteca de sabiduría universal. Eso es cierto y, sin embargo, la sabiduría de la que quiere ser portadora la vida religiosa no es la ciencia de una cultura particular, sino la experiencia de una universal vida hecha gracia. Ésa es la sabiduría radical de la Palabra que los antiguos religiosos/as destacaron al poner de relieve (más allá de la pura “letra”) el sentido espiritual (alegórico, anagógico) de la lectura de la Biblia. Así lo han cultivado los religiosos a través de la “lectio divina” (que no va en contra de la lectura científica, pero que la trasciende).

Esta sabiduría de Jesús no sirve para organizar el mundo de manera victoriosa, y así triunfar y ascender en la escala social, sino para admirar la realidad en su Verdad (por gracia de Dios), descubriendo el gozo originario de la Vida y el riesgo (peligro) de aquellos que dicen saber impidiendo que otros sepan y vivan. Jesús eleva su mensaje sobre (contra) la verdad oficial de su entorno (muestra su falsedad), pero no para criticarla con envidia o destruirla con odio, sino para ofrecer a los hombres y mujeres el manantial más hondo de su saber, a fin de que ellos puedan mirar hacia las cosas y personas desde la ribera de la gratuidad, con el corazón limpio, que contempla a Dios (cf. Mt 5, 8).Precisamente allí donde parece que todo está bien, donde los jerarcas de aquel tiempo elaboraban su sistema de seguridades, expulsando a los pobres o pequeños, ha proclamado Jesús su protesta creadora, en favor de ellos:

Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas de los sabios y entendidos, y las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así te agradó…Venid a mí, todos los que estáis fatigados y cargados, y yo os daré descanso. Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga» (Mt 11, 25-30).

Jesús se opone así a la interpretación especializada (¡aparentemente más sabia!) de algunos “rabinos y escribas” de Israel, que convertían la Palabra de Dios en Ley y Seguridad impositiva. Jesús, en cambio, ha querido revelar el secreto de la Palabra a los “pequeños”.

3. Religiosos mártires, testigos de la Palabra. La interpretación bíblica de los religiosos es portadora de una sabiduría que no se enseña ni aprende en las universidades, ni sirve para triunfar, porque es palabra de testimonio. En ese sentido hablamos de sabiduría de los pobres y ese término debe mantenerse, siempre que los pobres se dejen iluminar por el conocimiento superior de Jesucristo, descubriendo el sentido de la realidad, el lado oculto que el sistema oculta. En contra de la ideología, que miente u oculta de forma “inteligente” la verdad, la sabiduría evangélica es Palabra transparente de amor y de vida, al servicio de los más pobres.
El sistema tiende a expulsar a los pobres y a sus defensores. Por eso, es normal que ellos sigan excluidos y expulsados de los grandes organismo de este mundo, como lo fue Jesús. Es normal que deban ser mártires, testigos, con su propia vida. En esa línea, los religiosos/as han cultivado y ofrecido la sabiduría humanizadora de su testimonio, como “mártires” de un Cristo a quien han rechazado aquellos que no quieren que se diga la palabra (cf. Jn 1, 10-11).
Los religiosos no pueden proclamar una palabra ajena (separada de su propia vida), pues ellos sólo pueden ser testigos de aquello que encarnan en su propia vida. Por eso, han sido (deben ser) personas de sabiduría experiencial, expertas en humanidad. Lógicamente, ellos han podido dedicar su esfuerzo a la educación, interpretada como servicio cultural: los monjes han sido transmisores de cultura, muchos institutos religiosos de varones y mujeres se dedican a la educación de la juventud en colegios y universidades etc. Pero la mera transmisión de saberes no les basta. Ellos han de enseñar con la Palabra encarnada de sus vida, como hacía Jesús en las parábolas. Tienen que enseñar la Palabra de Jesús (de la Escritura), ofreciendo la Palabra de su propia fuente, transmitiendo su evangelio. Ellos mismos han de hacerse así Palabra, de manera que Dios hable por su vida.

5. Religiosos terapeutas. La salud por la Palabra.

La Palabra de Jesús es el “milagro”, pues que ayuda y anima a los demás, en línea de curación. Desde ese fondo evocaremos el esfuerzo de muchos religiosos y religiosas, que dedican su vida a cuidar, acompañar y curar a los enfermos, entendiéndolos como signo de Dios, lugar donde empieza a revelarse su Reino. Lógicamente, ese esfuerzo debe situarse en el contexto de la acción sanadora de Jesús, abierta a los necesitados de su entorno.

a. El hombre, un ser enfermo. La Palabra del Cristo no se expande como sistema de conocimiento abstracto (que pudiera separarse de la vida), sino como fuente de salud, pues el hombre sin Palabra es un enfermo. La enfermedad del hombre proviene de causas físicas y biológicas, bacteriológicas y ambientales, y debe ser tratada con terapias adecuadas. Pero ella deriva también de otras dolencias y deformaciones de tipo antropológico, relacionadas con la vida y conducta, y de un modo especial con la Palabra, pues sin Palabra el hombre muere. En ese contexto Jesús vino a presentarse como “sanador”, acogiendo y curando desde su propia experiencia de Dios, hecha Palabra de sabiduría curadora. Así podemos presentarle como logo-terapeuta, alguien que cura por la palabra, y de un modo especial como agapo-terapeuta, médico de amor que sana amando, pues sólo el amor cura y rehabilita, anima y transforma a los humanos.
Sólo puede sanar quien vive en paz personal y así ofrece a los demás su vida hecha Palabra de impulso y compañía. Ciertamente, el sistema social y sanitario puede curar a los enfermos, pero lo hace en un nivel de integración social (que es valioso, pero insuficiente), pues en esa línea, al final, lo que importa es el orden del sistema. En ese contexto, muchos judíos de antaño (como muchos cristianos de la actualidad) tienden a pensar que los enfermos son impuros (en el sentido extenso de la palabra), separándolos del cuerpo social, construido a la medida de los fuertes, limpios, sanos (es decir, separándolos de la fuente de la Palabra). En contra de eso, en nombre del Dios creador (Dios amor), Jesús ha roto esas fronteras de pureza e impureza, ofreciendo Palabra a los enfermos y excluidos del sistema social.

Ciertamente, no se opone a la medicina técnica (con paliativos y boticas, con intervenciones quirúrgicas y medios químicos), pero busca una curación más honda, hecha de presencia humana. Por eso, los evangelios dicen que él cura a través de la Palabra (en esa línea podemos decir que la Biblia no es una Palabra que enseña teorías, sino que así a los hombres y mujeres, haciéndoles capaces de vivir en plenitud). Así lo han sentido y lo siguen sintiendo miles de religiosos terapeutas, al servicio de la salud que proviene del Cristo (de la salud por la Palabra).
En esa línea, dar de beber de la fuente de la Palabra es curar desde la raíz, es limpiar para la Palabra. Así, por ejemplo, curar a un “leproso” es más que limpiar externamente un tipo de soriasis o de contagio causado por el vacilo de Hansen. Ciertamente, habrá que actuar contra ese vacilo, con los métodos de la ciencia. Pero curar implica también (y en sentido muy profundo) acoger a los enfermos y/o expulsados en la comunión que brota de la Palabra, compartiendo con ellas la vida, de tal forma que cada uno pueda crecer de manera auténtica, desde sí mismo, viviendo en el espacio de amor y palabra que le ofrecen los otros

b. Las curaciones de Jesús. En ese contexto se entienden los “milagros” de Jesús, como elementos centrales de su mensaje de Reino. Ciertamente, nosotros, hombres y mujeres de finales del segundo milenio, debemos aceptar, en un nivel, el orden racional del mundo, fundado en divisiones y estructuras de tipo cultural, económico y social. Pero, si somos cristianos, no podemos quedarnos ahí, sino que debemos buscar una comunicación más honda, desde la Palabra que Dios nos revelado en Jesús. Ella, la Palabra, es el poder fundamental de la comunicación humana, de la salud personal y social.

Por eso decimos que “beber en la fuente de la Palabra” no es interpretar la Biblia con los métodos de la crítica histórico-literaria del siglo XXI (cosa que debe hacerse en las universidades). Sin negar ese nivel histórico-literario, los religiosos deben “beber la Palabra” con su propia vida, haciéndose así fuentes de agua, capaces de saciar y curar también a otros, como supone una lectura de Jn 7, 37: “los que beben del agua de Jesús y creen se vuelven fuentes de agua/palabra para los demás”.
Ciertamente, una buena ley del mundo puede estar al servicio de la libertad, como sabían los judíos antiguos y los nuevos religiosos cristianos, comprometidos a cumplir las normas de vida de este mundo (viviendo en el mundo, sin ir al desierto). Pero, cerrada en sí misma, esa ley, que debía garantizar la justicia e igualdad para todos, se acaba convirtiendo en norma que aprisiona a unos y otros (en causa de enfermedad). Por eso, superando el nivel de una ley de mundo, los religiosos quieren presentarse como testigos de la Palabra de libertad sanadora de Jesús, abriendo así una puerta en el camino de la libertad y de la vida. Ellos podrán “curar”, como Jesús curaba, pues son portadores de su misma Palabra.

Des esa forma, como testigos de la Palabra que cura, los religiosos pueden resultar sospechosos para aquellos que desean dominarlo todo con sus normas sociales y sacrales, como fue sospechoso Jesús, que no quería manejar a Dios, ni controlar a los humanos, sino que deseaba que Dios fuera divino y los hombres humanos, en libertad, en salud, por encima de todos los sistemas. En esa línea, sus milagros eran y siguen siendo “peligrosos”, pues abren ante los hombres por encima del orden social establecido, un espacio de amor y libertad, que desborda el nivel de las leyes del mundo..

Así se manifiesta la Palabra, que nos ponen ante la libertad creadora de Dios, ante la sorpresa de un amor, que es siempre más que todo lo que podemos hacer o decir. No se trata de quedar a merced de la simple fantasía o de un deseo de evasión, en línea de magia o de revelaciones de “secretitos” o de signos exteriores espectaculares. Se trata de algo totalmente distinto: de dejar que la Palabra resuene por nosotros (en nosotros), como milagro creador, presencia de un Dios, que es fuente la vida y salud para los hombres. Mostrar a los hombres y mujeres que pueden vivir en plenitud, animándoles a ello; ese es el auténtico milagro.

c. La vida religiosa, un milagro de la Palabra. Así queremos verla como terapia de vida, portadora de una Palabra que sana como fue Jesús (cf. Mc 1, 27), que penetró hasta la hondura sufriente de muchos hombres y mujeres de su tiempo, no para domarles o encerrarles en la buena razón de un sistema sagrado, sino para ponerles en contacto con la fuerza creadora más profunda de su vida, en apertura de amor. Pues bien, eso es lo que puede y debe hacer también la vida religiosa y por eso la podemos llamarla milagro. Ella no está al servicio de unas normas racionales, de un institución social o de una estructura de dominio cultural, sino de la Palabra de vida y libertad de Dios para los hombres y mujeres, empezando desde los más pobres. Por eso, una y otra vez a lo largo de la historia, religiosos y religiosas se han separado de los lugares instituidos donde triunfa el sistema, para ir con los pobres y excluidos al desierto de la marginación y el dolor humano, para beber allí del pozo de la Palabra; así han ido más allá de las fronteras de la buena sociedad, a los límites de más riesgo, ofreciendo allí el “milagro” de su vida liberada.
En este contexto se inscribe la acción liberadora y sanitaria de muchos religiosos/as, que se han dedicado a liberar cautivos, curar enfermos, animar a los desanimados, haciendo que resuene la Palabra que es Cristo. No se ponen al servicio de un nuevo sistema, que debe mantenerse a base de imposiciones legaless, sino que mantenerse siempre al lado de los más necesitados (a quienes pertenece la Palabra de Dios). Esa actitud y acción ha de entenderse como milagro, una terapia humana, por la Palabra. Por eso, el verdadero milagro, la auténtica salud, es la fe: que los hombres y mujeres (en este caso los religiosos) sean capaces de vivir en gesto de libertad interior, comunicando su palabra a los demás, diciendo a cada hombre y/o mujer sea él mismo, capaz de crecer y comunicarse en libertad. Este es el milagro, esta la terapia contemplativa más honda de la vida religiosa.

Según eso, los religiosos/as han de ser expertos en salud integral, terapeutas de la Palabra, que acompañan a los enfermos, abriendo ante ellos (con ellos) un camino de maduración personal; han de ser sanadores contemplativos, que viven internamente pacificados y pueden sanar a los demás al relacionarse con ellos, impulsándoles a recorrer un camino de humanización liberadora. La salud más honda y más humana del alma (y del cuerpo) brota y se expresa en el encuentro personal con el misterio de Dios, que es Palabra que libera y humaniza a los humanos. Por eso, todos los religiosos (y especialmente los vinculados a la sanidad) han de saber humanizar, poniéndose al servicio de la gracia y libertad humana, en hospitales o escuelas, casas o caminos. Sólo desde el encuentro carismático con Jesús, en libertad intensa, puede realizarse esta tarea.

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