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viernes, 2 de enero de 2009

Domingo II después de Navidad: ¿Pero qué es la sabiduría?

Por A. Pronzato
Eclesiástico 24, 1-4.12-16 Efesios 1, 3-6.15-18. Juan 1, 1-18

Cuando un hijo pierde el juicio...

Y luego los predicadores se lamentan de que el efecto del sermón se desvanece rápidamente, las más de las veces a la salida de la iglesia... Yo, sin embargo, me quedé en la predicación de la fiesta de la Sagrada Familia, sobre todo porque todavía no había logrado desatar un pequeño nudo. He tenido conciencia de ello, este domingo, apenas he oído hablar de sabiduría. Entonces he vuelto hacia atrás, al capítulo anterior, a aquel nudo no resuelto.

El Eclesiástico, en la bellísima y muy actual página donde habla del honor debido a los padres (un texto importante en el asilo de ancianos que frecuento), advierte: «Hijo mío, sé constante en honrar a tu padre, no lo abandones mientras vivas; aunque pierda el juicio, ten indulgencia».

Me pregunto: Y cuando sucede que es el hijo el que pierde el sentido, un pobre padre ¿qué debe hacer? ¿limitarse a compadecerlo?... Me parece poco, y muy cómodo. Ya no se trata de casos aislados, sino de un fenómeno bastante difundido.

Hijos que tiran por el aire todo el bagaje de la educación recibida; pisotean ostentosamente valores que hasta ahora se consideraban sagrados; rechazan todo lo que pertenece al pasado liquidándolo con un displicente juicio, «antiguallas», sin ni siquiera preguntarse, si, por casualidad, hay algo válido que salvar; usan el cerebro —ciertamente no tocado por los años, como desgraciadamente ocurre a ciertos viejos— para discurrir cosas no razonables; piensan con las cabezas de los demás («todos hacen lo mismo...»). Y podría continuar con el tema para largo...

Entonces, si los padres no pueden limitarse a «compadecer», ¿qué deben hacer?

Las soluciones adoptadas oscilan entre las maneras fuertes, el autoritarismo, el recurso a la disciplina (con escasos resultados), y el llamado permisivismo, la retirada, el dejar correr todo, «desgraciadamente no podemos hacer nada...» (con resultados nulos).

En una palabra: ¿oponer un dique de firmeza, un muro de intransigencia, o echarse atrás y permitir que todo vaya al garete?

Sí, hace falta sabiduría para decidir y encontrar la solución justa. ¿Pero qué es la sabiduría? ¿dónde encontrarla? ¿a quién pedirla?

Respuestas insuficientes

Como era el tema de la liturgia de la palabra de hoy, he afinado el oído más de lo acostumbrado. Si había un tema que me intrigaba, era precisamente éste.

El cura, partiendo de nuevo del Eclesiástico, ha divagado un poco, se ha colocado en lo alto, allá donde la Sabiduría estaba junto al Altísimo y había puesto su morada «en las alturas», y después había terminado por fijar su heredad en Israel. Ha hablado de Cristo, Verbo de Dios, Sabiduría personificada, agotando en poco tiempo el prólogo de Juan.

Refiriéndose a la carta escrita por Pablo a los cristianos de Efeso, ha aludido a la necesidad de poseer un «espíritu de sabiduría», sin más especificaciones. Pero eran revoloteos. El sermón nunca tocaba tierra.

El sacerdote ha precisado que nunca hay que confundir sabiduría con ciencia, no tiene nada que ver con los títulos académicos, y menos aún con los libros leídos o los textos estudiados en la escuela. Ha asegurado también que la sabiduría que viene de Dios, es más, que sale directamente de su boca, se ofrece a todos sin ninguna discriminación. Pero yo mentalmente objetaba que la oferta, de primerísima cualidad, no corresponde a la demanda, que es casi nula, porque todos afirman que tienen suficiente de ese producto, y no saben qué hacer con él.

El predicador ha esbozado una definición de la sabiduría como «arte de vivir». Yo, sin embargo, pensaba que muchos creen que es el arte de arreglárselas uno, y entonces la confunden con la astucia.

Si tengo que decir la verdad, he quedado insatisfecho de las explicaciones dadas desde el púlpito (que ahora es el ambón). Hubiera deseado alguna clarificación suplementaria sobre lo que es la sabiduría y sobre lo que no lo es. Nada que hacer, o mejor, nada que decir por parte de quien, por definición, debería ser maestro de sabiduría, y por tanto experto en la materia.

Mesa redonda en familia

He intentado remediarlo interpelando a la familia al completo. He planteado allí el tema, mientras llegaba la comida. Hemos hecho lo que hoy se llama una mesa redonda, y que está de moda. No importa que nuestra mesa sea rectangular.

Mi mujer se ha limitado a decir que hace falta «intentar comprender», después ha corrido a la cocina porque algo estaba a punto de quemarse, y nosotros hemos manifestado una justa e interesada comprensión hacia ella.

El hijo que estudia en la universidad y que se prepara con esfuerzo para obtener el doctorado y luego el desempleo, ha especificado que la ciencia responde a la pregunta «¿qué?», mientras que la sabiduría se refiere al «porqué». La ciencia te dice «cómo», mientras la sabiduría te indica los fines. La ciencia te da un cúmulo de nociones e informaciones. La sabiduría debería ayudarte a encontrar el cabo de la madeja, el hilo conductor.

El hijo casi doctorado-desocupado ha terminado sentenciando que estar informados no quiere decir necesariamente entender el sentido de los acontecimientos, saber interpretar los hechos que se desarrollan ante nuestros ojos.

La abuela, cuando ha llegado su turno, ha dicho que en sus tiempos había más sabiduría que hoy, y por tanto entonces no se necesitaba ponerse a discutir qué era la sabiduría, desde el momento en que muchos se contentaban con poseerla sin necesidad de explicaciones.

Le he advertido que hoy, desgraciadamente, ese producto escasea, y que por consiguiente era oportuno que nos facilitase alguna receta para poder fabricarlo, pero ella se ha limitado a murmurar: «Se necesita tiempo... Hace falta paciencia...». Y yo he intentado interpretar su pensamiento explicando que la sabiduría excluye la prisa, pero exige acostumbrarse a observar los hechos, pide reflexión. Y la abuela ha añadido: «...y también oración».

Después, todavía no satisfecha, ha amonestado: «Y además no es necesario saber demasiadas cosas...». Como diciendo que la sabiduría es la búsqueda de lo esencial.

Ya la abuela había encontrado gusto en la conversación, y ha intervenido de nuevo: «Haría falta hablar un poco menos...».

Terminada la lección de la abuela, la hija veinteañera, que hace un curso de teología para laicos, nos ha informado de que la Biblia habla de la «sabiduría del corazón», dejando entender que la sabiduría exige que se establezca una conexión entre mente y corazón, entre ideas y sentimientos. Y ha intentado explicarnos que la espiritualidad del oriente cristiano... Pero mi mujer, que de nuevo ha entrado en el salón, no ha podido contenerse y ha comentado: «Eso precisamente es lo que yo quería decir, aunque no he estudiado». A lo que el hijo más pequeño ha replicado con viveza: «Siempre dices lo mismo. Tú eres de esas personas que ya lo sabían...». Y la madre, evidentemente cortada, le ha hecho callar perentoriamente: «¡Cierra el pico, mal criado, que todavía tienes que aprender todo!» (que no era precisamente la expresión más convincente de la sabiduría doméstica).

El abuelo se ha limitado a dejar sobre la mesa una frase seca: «Todo es cuestión de sal. Hay que tener sal en la calabaza».

Y, naturalmente, él también tenía razón. En efecto, la sabiduría también tiene que ver con la sal, con el sabor (atención: ¡no con el saber!), y por consiguiente con el gusto. De hecho, el ama de casa ha anunciado que la comida estaba casi lista, y hacía falta disponer la mesa (rectangular)...

No hemos llegado a una solución. No hemos descubierto la receta de la sabiduría, ni siquiera con las aportaciones decisivas de los abuelos. Ni nos hemos hecho la ilusión de haber descubierto el secreto para fabricarla, o incluso para acumularla.

Quizás hemos logrado solamente hacer algún ejercicio de sabiduría, o algo semejante.

Me olvidaba. En la asamblea familiar participaba también la vieja tía, quien, habiéndose quedado sola, ha sido acogida en nuestra casa. Pero su aportación a la discusión fue el silencio.

Sin embargo también aquel silencio ha constituido un elemento decisivo de clarificación para el tema que nos apasionaba.

Frente a ciertos maestros de sabiduría, que se las echan de doctos continuamente, embutidos en elegantes clergyman, quienes dan a entender que saben de todo y que poseen la solución para cualquier problema (especialmente para esos que ellos no se ven obligados a afrontar en la vida concreta), y se exhiben en todas las pantallas televisivas y periodísticas, con una presunción y una frecuencia que fastidian, la tía taciturna nos ha recordado que la sabiduría es modestia, discreción, humildad, reconocimiento de la propia ignorancia. Sabiduría es honestidad al admitir que «no sabe». Sabiduría es coraje para dejar entender: «No tengo nada que decir».

En una palabra, sabiduría no es sólo reflexionar antes de hablar. Es también callar. Y quizás, después de haber hecho silencio, continuar callando...

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