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miércoles, 25 de febrero de 2009

Carta de Buenafuente, Cuaresma 2009



Querido amigo de Buenafuente:

La Cuaresma toma nombre del tiempo que transcurre desde el Miércoles de Ceniza al Domingo de Ramos, cuarenta días, y a la vez hace referencia a la travesía de Israel por el desierto, durante cuarenta años, y a la estancia de Jesús, quien, por obediencia al Espíritu, permaneció durante cuarenta días y cuarenta noches en el lugar de la tentación.

La cuarentena puede ser un tiempo propicio en el proceso de maduración personal y espiritual, según sea el crecimiento de la libertad interior ante los poderes idolátricos que nos rodean y también en la posible experiencia de intimidad en el trato con Dios.

Hace falta distanciarse del contexto habitual para descubrir las dependencias e idolatrías que nos amenazan, si es que no hemos sucumbido ante ellas. Jesús, alejado del Jordán, padece la tentación, y se convierte en testigo de la victoria sobre el mal. El Pueblo de Israel, en la noche pascual, sale de la esclavitud de Faraón, y durante la larga travesía del Éxodo purifica sus errores, hasta alcanzar la tierra de la promesa, de la mano de Moisés y con el auxilio de Dios.

La Cuaresma existe en razón de la Pascua. Es un tiempo en el que se nos invita a salir, a romper con toda esclavitud, dependencia, falta de libertad interior, idolatría, que pueden anidar en lo más profundo de nuestro ser, y por ello hace falta la terapia de la cuarentena, para extirpar de raíz todo germen de mal -como sucede en la estrategia médica, cuando se pone al enfermo en estrecha vigilancia- y renovar las promesas bautismales en la Vigilia Pascual.

En este tiempo, la Iglesia nos ofrece especialmente el acompañamiento de la Palabra de Dios, el sacramento de la reconciliación, la participación en la mesa del Señor. Nos invita a practicar la caridad con la limosna, a ejercitar el dominio propio con el ayuno, y a descubrir la revelación del amor de Dios y su llamada en la oración.

Este año estoy viviendo el cuarenta aniversario de mi ordenación sacerdotal y de mi estancia en Buenafuente. Con estas resonancias, la Cuaresma toma especial significado para mí. Pido a Dios que me conceda su misericordia y que sea un tiempo de gracia definitivo, para librarme de toda atadura que no sea mi pertenencia absoluta a Él, en servicio a los que se me han confiado. Después de cuarenta años en el deseo de fidelidad, descubro que yo solo no puedo. Ni la edad, ni los acontecimientos providenciales, ni el esfuerzo son suficientes para arrancar de raíz el mal. Se necesita la gracia, el don del Espíritu, la mano tendida del Señor, que derriben el obstáculo que impide pisar la tierra de la promesa, gozar de la libertad filial, sentir la pertenencia absoluta a Dios para superar todas las dificultades.

Durante este tiempo, camino de la Pascua, me pregunto: ¿Qué me esclaviza? ¿Qué dependencia me hace tropezar? ¿Acaso sigue en mí el afán de riqueza, de poder, de poseer? ¿Dios es mi único Dios? ¿Qué afán me distrae de poner los ojos sólo en Cristo? ¿Soy de Él?

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