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martes, 16 de junio de 2009

Homilía y Recursos para la Homilía (San Marcos 4,35-40): XII Domingo del T.O - Ciclo B


Publicado por Agustinos España
"¿AÚN NO TENÉIS FE?"

1.- "El Señor habló a Job desde la tormenta" (Job 38,1)
Dios es el dueño de cuanto existe, como es dueño el artífice de la obra que realizan sus manos. Sí, Dios es el Creador del Orbe infinito. Pero nos hemos acostumbrado a su existencia y hablamos de él con una superficialidad escalofriante. Sin tener en cuenta su grandeza y su poder. Sí, cuando oímos noticias de terremotos que hunden pueblos enteros en el lodo y en la desesperación, nos impresionamos. Más aún si un pequeño movimiento sísmico nos afecta un poco más de cerca. Entonces nos acordamos de ti, te miramos suplicantes, atemorizados, nos damos cuenta de que tú eres el Todo, y nosotros la nada. Y nos convertimos por unos días en buenos creyentes, y cumplimos con diligencia tus mandatos.

Así, con la violencia casi, conquistaste a su pueblo, así lo redujiste. Tu presencia era siempre tremenda, impetuosa, arrolladora. El libro del Éxodo nos narra un momento de tus apariciones ante el pueblo: Todos escuchaban aterrorizados los truenos y los relámpagos, el sonido de las trompetas y el humear de la montaña. El pueblo, al ver esto, temblaba y se mantenía a distancia... Pero al venir los tiempos del Mesías, cambiaste de táctica. Tu presencia no fue entre rayos y truenos, temblor de tierra y bramar del viento. Llegaste calladamente, hecho hombre verdadero, con los ojos de mirada amable y penetrante, la palabra clara y persuasiva. Querías reconquistar a los tuyos con una nueva fuerza, la del amor, que convence y vence queriendo de verdad.

Señor, gracias por el cambio de táctica en la comunicación. Sin embargo, sigue mostrando tu brazo fuerte y extendido. Para que nosotros, los que tú ganaste a precio de sangre, nos sometamos totalmente a tu voluntad. Por amor a Ti, pero también con un santo temor de Ti.

"¿Quién cerró el mar con una puerta, cuando salía impetuoso del seno materno...?” (Job 38, 8)
Es inevitable, Señor. A veces no vemos con claridad. Es más, lo vemos todo muy oscuro. Nos parece que te portas mal con nosotros, que no eres justo, incluso pasa por nuestra mente la idea de una crueldad inconcebible. Y es que somos muy torpes, débiles, flacos y enfermos. Pero es así. Hay situaciones en las que uno se hace mil preguntas, sin encontrar ninguna respuesta. Y entonces surgen nuestras hipótesis, nuestras cábalas, nuestras absurdas teorías. Que si nos lo habremos merecido, que si esta vida no tiene sentido, que si no vale la pena vivir, que si la única salida que hay es la indiferencia, la apatía, la náusea.

Y la voz de Dios llega hasta nuestro rincón de tinieblas: ¿Quién es ese que enturbia mi consejo con palabras insensatas? Ciñe tus lomos como un héroe. ¡Yo te interrogaré y tú me instruirás! ¿Dónde estabas tú cuando fundaba yo la tierra?”... Y Job se hunde ante la grandeza de Dios, ante la profundidad de su divino misterio: Heme aquí, mezquino soy. ¿Qué puedo yo responderte? ¡Pongo la mano en mi boca!... Yo también callaré, Señor. Aceptaré cuanto dispongas, seguro de tu gran sabiduría y de tu infinito poder, confiado y sereno ante tu inmenso amor.

2.- "Entraron en naves por el mar" (Sal 106, 23)
El salmista recuerda la salida al mar de los hijos de Israel, aquellas largas travesías en busca de nuevas tierras donde vivir, de nuevos mercados para sus productos. Contempla la llanura de las aguas en los momentos maravillosos del océano en bonanza, la paz de los atardeceres marinos, la suave brisa bañada en yodo y sal. También recuerda los días de tempestad, aquellos en los que el viento impetuoso bate las velas hasta hacer crujir los mástiles. Aguas turbulentas de olas gigantescas, sacudiendo con violencia la nave.

Desde que nace cada hombre es un navegante; nada más llegar ya se hace a la mar en esa frágil barquichuela que es una cuna. Así, pues, la vida entera no es más que una travesía, larga o corta, por las aguas de la vida. Vamos surcando, día a día, las olas serenas o encrespadas de nuestra existencia. Cada uno tiene su propia barca y su propia ruta que ha de recorrer inevitablemente, cada uno ha de enfrentarse con los vientos y sostener su propia vela. Ojalá que no perdamos el rumbo y lleguemos a puerto seguro, y ojalá que en los momentos difíciles recurramos a quien puede apaciguar las aguas.

"... gritaron al Señor en su angustia" (Sal 106, 28)
Dicen que si quieres aprender a rezar examínate o hazte a la mar. A esto se refiere el salmista cuando nos sigue relatando la aventura de esos navegantes, que bien pueden ser símbolo y figura de nosotros mismos. Se levantó un viento impetuoso que alzaba las olas a lo alto, que subían al cielo y bajaban al abismo. Se veían ya perdidos, hundidos en el agua. Pero gritaron al Señor en su angustia y los arrancó de la tribulación. Apaciguó la tormenta en suave brisa y enmudecieron las olas del mar.

Es cierto que en la mayoría de los casos la ruta transcurre sin grandes percances. Y también que abunda más el tiempo bueno que el tormentoso, más la bonanza que la tempestad, más los momentos felices que los amargos. Aunque cuando estamos hundidos nos parezca lo contrario, yo pienso que la vida, esta nuestra travesía, tiene más de crucero de placer que de barco mercante o buque de guerra.

De todos modos, cuando el mar se agite, cuando la tempestad se levante, por dentro o por fuera, que clamemos confiados a Dios nuestro Señor. Aunque parezca ausente, aunque esté dormido como lo estuvo un día en la barca, acudamos a él. Nos ocurrirá como a los navegantes del salmo: Se alegraron de aquella bonanza y él los condujo al ansiado puerto.

3.- "Hermanos: nos apremia el amor de Cristo" (2 Co 5, 14)
Pablo escribe con tono de urgencia, con tono de apremio, como quien tiene prisa por ser atendido en su petición. Y es que de atender o no a sus palabras, dependen cosas muy importantes y decisivas. Depende, nada menos, la salvación eterna de quienes le escuchan... Y son palabras que siguen resonando con la misma fuerza, con el mismo ritmo de urgencia y de apremio. Sí, también hoy, también a ti te apremia el amor de Cristo, te urge a que acabes de una vez con esa actitud indolente y aburguesada en que habitualmente vives.

Cristo murió por todos, sigue el Apóstol, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos... Morir a nosotros mismos, derrumbar nuestra propia vida y dar paso a la vida de Dios. Pues el deseo de Cristo no es abandonarnos para dejarnos muertos, vacíos y secos. El deseo, la voluntad decidida de Dios, es transmitirnos su vida, transformarnos en criaturas nuevas. Y como nos ama, nos urge, nos da prisa, nos apremia para que seamos consecuentes, hasta lo último, con nuestra condición de cristianos.

"Lo viejo ha pasado, ha llegado lo nuevo" (2 Co 5, 17)
Somos amigos de lo nuevo. Es como una ley que el hombre lleva consigo desde que tiene uso de razón. Por muy valioso que sea aquello que se tiene, es preciso renovarlo, cambiarlo por algo distinto... San Pablo nos dice hoy que lo viejo ha pasado y que ha llegado lo nuevo. Lo nuevo definitivo, lo que nunca será viejo, lo que satisfará de tal modo al hombre que ya no tendrá deseo de otro cambio.

Y esto nuevo a que se refiere el Apóstol es la vida que Cristo nos ha conseguido con su muerte. Por la participación en esa vida, el hombre viejo desaparece para dar paso al hombre nuevo... Y, sin embargo, ese hombre viejo no se resigna a morir del todo, y de hecho no muere definitivamente, hasta después de pasar la frontera de la muerte. No, no muere del todo ese hombre viejo que cada uno lleva dentro de sí. Y por eso tampoco acaba de nacer plenamente el hombre nuevo. No obstante es preciso ser conscientes de que lo viejo, el pecado, ha pasado, tiene que pasar. Hemos de amar lo nuevo, hemos de anhelar lo que no cambiará, lo que es perenne, eterno.

4.- "¡Hasta el viento y las aguas le obedecen!" (Mc 4, 41)
Las aguas del lago de Genesaret fueron testigos mudos de grandes prodigios realizados por Jesús de Nazaret. En el pasaje de hoy se nos narra el mayor de todos. Después de una intensa jornada, los apóstoles con el Señor pasan en barca a la otra orilla del lago. Jesús estaba tan rendido que se queda dormido en la proa de la embarcación. De pronto las aguas comenzaron a encresparse, se levantó un fuerte huracán y la frágil nave comenzó a cabecear peligrosamente. Las olas eran tan fuertes que el terror hizo presa en aquellos curtidos pescadores.

Mientras, Jesús dormía. Hay quien ha pensado que el Señor simulaba dormir para poner a prueba la fe de sus discípulos. El texto no dice nada. Por eso podemos pensar que el cansancio de Jesús era tan grande que se duerme profundamente, sin que el vaivén de la barca le despierte. Este dato es altamente significativo en orden a descubrir la humanidad santísima del Señor que se cansa y se fatiga hasta quedar rendido. En otros momentos se dejará sentir también la fragilidad de esa naturaleza, semejante a la nuestra excepto en el pecado, que pasa sed, que se acongoja, que siente angustia y tedio de muerte.

El mar se agita cada vez más y el peligro crece por momentos. Sin saber ciertamente para qué, despiertan al Maestro; no para que calme la tempestad, lo cual les parecería imposible, sino para recriminarle que siga dormido, sin importarle que estén a punto de sucumbir a las embestidas del oleaje. Por eso le preguntan, consternados, si no le importa que se hundan. Jesús no les contesta. Se pone en pie sobre la proa e increpa a las aguas con voz potente y dominadora: ¡Silencio, cállate!

Una primera reacción sería la de pensar que Jesús estaba loco. Cómo podía un hombre mandar sobre las aguas y los vientos. Sólo de Yahvé se dice en uno de los salmos que domina la soberbia del mar y contiene la bravura de las aguas. Sólo Dios podía calmar la tempestad. Pero paulatinamente van contemplando, tras la intervención de Jesús, cómo el mar se tranquiliza y el viento amaina. Pronto reina la bonanza y las barcas siguen, serenas y ágiles, su ruta hacia la ribera.

No salen de su asombro. Estupefactos se preguntan entre sí quién era este, capaz de dominar el furor del mar y del huracán. No acababan de comprender la grandeza de Jesucristo. Todavía eran hombres de poca fe, cobardes y tímidos. Pero el Señor sigue junto a ellos, esperando paciente al Espíritu que los transformaría. Entonces no volverían a tener miedo. Aun cuando la tempestad se desencadenara con más fuerza todavía, aun cuando el Señor pareciera dormido, sin importarle el peligro que corría la barca en la que navegaban. Siempre permanecieron serenos y valientes, apretando con fuerza el timón, seguros de que nada ni nadie podría hundir aquella barca, la Iglesia de Cristo, en la que generosos y esperanzados navegarían a través de todos los siglos.


RECURSOS PARA LA HOMILÍA


“El huracán y la barca”

Hoy soplan vientos contrarios para la fe y para la vida de la Iglesia; pero es una buena prueba para despertar de la mediocridad y superficialidad a tantos creyentes. Unos se desalientan otros se escandalizan y hay quien pretende amainar la tempestad por sus propios medios. Yahvé salva a Job de la tempestad de la duda mostrándose como el Señor del mar y del universo (1ª lectura). Jesús increpa a los vientos y estos le obedecen, pero reprocha a los discípulos su cobardía y poca fe (Evangelio). ¿Cuál es nuestra actitud cuando sentimos que nos hundimos? El que no es de Cristo valora a las personas y las circunstancias con criterios humanos; pero el que vive con Cristo es criatura nueva, sabiendo que Él murió y resucitó por todos. (2ª lectura)


Mensaje doctrinal

1) ¿Quién puede dormir en la tormenta? La escena nocturna de doce hombres encorvados sobre sus remos, que luchan hasta el límite de sus fuerzas contra el furor de la naturaleza, nos hacen ver la gravedad del momento. Pero su simbolismo va más allá de la narración. La tormenta es imagen de las persecuciones que sufre la Iglesia y las luchas que cada alma tiene que librar contra las tentaciones y dificultades. Pequeñas y grandes tempestades: inquietudes, proyectos que no llegan a realizarse, dificultades en las relaciones con los demás, desgracias inesperadas. Puede sobrevenir la duda de que Dios se ha olvidado de nosotros; que “Jesús duerme”. Entonces nuestra fe comienza a vacilar y llega la desesperación. Pero podemos preguntarnos: ¿Con qué ojos vemos los acontecimientos de nuestra vida? ¿Con los de la fe, con los de la mentalidad que nos rodea, o con los de nuestro propio orgullo? “Cada vez que Cristo se duerme en la barca de nuestra vida, se desencadena la tempestad con todas las fuerzas del viento”. (San Pedro Crisólogo) ¿No será nuestra falta de fe que interpreta las adversidades como una conjura de todas las fuerzas naturales y sobrenaturales contra nosotros? Algunas situaciones nos llegan con tal violencia que humanamente parecen insoportables, pero entonces ¿Con cuánta fe hacemos oración como los apóstoles: “Señor, sálvanos que perecemos”?

2) ¿Qué milagros esperamos? Los milagros entusiasmaban a nuestros mayores y sus creencias se basaban en estas pruebas irrebatibles de la omnipotencia de Dios. Sin embargo Jesús se muestra renuente a dar pruebas. Los milagros que realizó, los hizo casi a disgusto, por piedad, por bondad, en secreto, recomendando silencio, sintiendo siempre que corría el riesgo de distraer la atención de otras cosas más importantes que quería revelar. Los judíos exigían señales en el cielo, el aplastamiento de los enemigos, la dominación universal. Nosotros también queremos milagros y estaríamos tranquilos con esa fácil solución. ¿Cuáles serían los motivos por los que Jesús seguía dormido en la tormenta? ¿No era acaso Él, el dueño del viento y de las aguas? El primer motivo de esta negativa es que una religión de milagros pondría a Dios al servicio de nuestros intereses y de nuestros caprichos. El papel de la religión es ayudarnos a despegarnos del mundo; pero las curaciones que esperamos, los éxitos temporales, el alivio en los sufrimientos harían que nos apegáramos más a esta vida que algún día tenemos que dejar. “Vosotros me seguís, decía Jesús, porque habéis comido pan y os habéis saciado”. El segundo motivo es que Jesús sabía que los milagros que realizaba sobre las cosas, distraían la atención sobre su persona. Las almas sinceras descubrían al Mesías a través de sus palabras, sus gestos, sus miradas. Las almas groseras y superficiales no se interesaban más que por los resultados obtenidos. El tercer motivo, el más importante es que el milagro físico es una revelación de poder. Pero Jesús no quería revelar de Dios más que el amor. El milagro que realizaba a través de los milagros era el de la revelación del amor de Dios hasta el punto de entregar a su Hijo único para salvar al mundo. Este milagro no lo entendemos cuando reclamamos: “Sálvanos que perecemos”. Jesús está ahí como dormido, tranquilo, silencioso, paciente. El motivo de nuestra fe está en ponernos en contacto real con aquel que está ahí dormido. Debemos ser capaces de creer en Él sin necesitar otros milagros que no sean el de su amor. En otras palabras: No buscar los milagros del Señor, sino al Señor de los milagros.

3) ¿Morir de miedo o vivir de fe? “¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?”. Este reproche nos sorprende, cuando creíamos que esa reacción ante el peligro era signo de confianza. Todos acudimos al Señor cuando nos sentimos amenazados por un mal. Jesús reprende lo que nosotros hubiéramos alabado. El nos revela que la oración de los apóstoles era, en realidad, una oración desconfiada, de inquietud, de duda, Si Él estaba allí no tenían nada que temer. No se puede perecer en compañía de Jesús porque Él puede salvarnos, aún durmiendo. Nos da miedo tomar en serio nuestra vida; es más fácil “instalarse y seguir tirando” sin atreverse a afrontar el sentido de la existencia. ¡Cuántos retroceden y se repliegan cómodamente en la pasividad cuando descubren las exigencias y luchas de cada día! Pero no se puede vivir a la deriva. Deberíamos escuchar con sinceridad las palabras de Jesús: “¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?”. El miedo es el mayor enemigo de las personas, de la familia, de las comunidades. El miedo ha hecho mucho daño en la Iglesia porque paraliza, impide la creatividad, la aventura evangélica. Alguien ha dicho atinadamente: “Hay que tenerle miedo al miedo”.

El mayor pecado contra la fe es la cobardía; no nos atrevemos a tomar en serio todo lo que el Evangelio significa. Ballet hablaba de “la herejía disfrazada” de los que defienden el cristianismo, incluso con agresividad, pero no se abren nunca a las exigencias más fundamentales del Evangelio. A veces parece que Jesús duerme; son las noches de la fe. Es el silencio desgarrador y desesperante del Señor. También Jesús sufrió esa noche con respecto al Padre: “Dios mío, Dios mío, ¿Por qué me has abandonado?” (Mt. 27,46) Este es el momento culminante de la fe, cuando a pesar de que nos envuelven las tinieblas confiamos en Él. Es el momento de la fe desnuda.


Para llevarlo a la vida

Haz una lista de tus “tormentas personales”. No te creas más débil o más pecador que los demás; más bien recuerda que “Él hace llover y salir el sol sobre buenos y malos” (Mt. 5,45) y que Él murió por todos. Sabemos que va en nuestra barca y nos dice: “Atrévete, llevas dentro de ti una reserva de energías divinas. Yo estaré contigo hasta el fin del mundo”. Tener fe es ser audaz y valiente y rezar con Santa. Teresa: “Nada te turbe, nada te espante… Quien a Dios tiene, nada le falta. Sólo Dios basta”.

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