"Dichosos los llamados a la cena del Señor". Así dice el sacerdote mientras muestra a todo el pueblo el pan eucarístico antes de comenzar su distribución. ¿Qué eco tienen hoy estas palabras en quienes las escuchan?
Son muchos, sin duda, los que se sienten dichosos de poder acercarse a comulgar para encontrarse con Cristo y alimentar en él su vida y su fe. No pocos se levantan automáticamente para realizar una vez más un gesto rutinario y vacío de vida. Un número importante de personas no se sienten llamadas a participar y tampoco experimentan por ello insatisfacción ni pena alguna.
Y, sin embargo, comulgar puede ser para el cristiano el gesto más importante y central de toda la semana, si se hace con toda su expresividad y dinamismo.
La preparación comienza con el canto o recitación del Padre nuestro. No nos preparamos cada uno por su cuenta para comulgar individualmente. Comulgamos formando todos una familia que, por encima de tensiones y diferencias, quiere vivir fraternalmente invocando al mismo Padre y encontrándonos todo en el mismo Cristo.
No se trata de rezar un "Padre nuestro" dentro de la misa. Esta oración adquiere una profundidad especial en este momento. El gesto del sacerdote con las manos abiertas y alzadas es una invitación a adoptar una actitud confiada de invocación.
Las peticiones resuenan de una manera diferente al ir a comulgar: "danos el pan" y alimenta nuestra vida en esta comunión; "venga tu Reino" y venga Cristo a esta comunidad; "perdona nuestras ofensas" y prepáranos a recibir a tu Hijo...
La preparación continúa con el abrazo de paz, gesto sugestivo y lleno de fuerza que nos invita a romper los aislamientos, las distancias y la insolidaridad egoísta. El rito, precedido por una doble oración en que se pide la paz, no es simplemente un gesto de amistad. Expresa el compromiso de vivir contagiando "la paz del Señor", restañando heridas, eliminando odios, reavivando el sentido de fraternidad, despertando la solidaridad.
La invocación "Señor, no soy digno", dicha con fe humilde y con el deseo de vivir de manera más sana es el último gesto antes de acercarse cantando a recibir al Señor. La mano extendida y abierta expresa la actitud de quien, pobre e indigente, se abre a recibir el pan de la vida.
El silencio agradecido y confiado que nos hace conscientes de la cercanía de Cristo y de su presencia viva en nosotros, la oración de toda la comunidad cristiana y la última bendición ponen fin a la comunión.
Una pregunta en esta festividad del "Corpus Christi". ¿No se reafirmaría nuestra fe si acertáramos a comulgar con más hondura?
Son muchos, sin duda, los que se sienten dichosos de poder acercarse a comulgar para encontrarse con Cristo y alimentar en él su vida y su fe. No pocos se levantan automáticamente para realizar una vez más un gesto rutinario y vacío de vida. Un número importante de personas no se sienten llamadas a participar y tampoco experimentan por ello insatisfacción ni pena alguna.
Y, sin embargo, comulgar puede ser para el cristiano el gesto más importante y central de toda la semana, si se hace con toda su expresividad y dinamismo.
La preparación comienza con el canto o recitación del Padre nuestro. No nos preparamos cada uno por su cuenta para comulgar individualmente. Comulgamos formando todos una familia que, por encima de tensiones y diferencias, quiere vivir fraternalmente invocando al mismo Padre y encontrándonos todo en el mismo Cristo.
No se trata de rezar un "Padre nuestro" dentro de la misa. Esta oración adquiere una profundidad especial en este momento. El gesto del sacerdote con las manos abiertas y alzadas es una invitación a adoptar una actitud confiada de invocación.
Las peticiones resuenan de una manera diferente al ir a comulgar: "danos el pan" y alimenta nuestra vida en esta comunión; "venga tu Reino" y venga Cristo a esta comunidad; "perdona nuestras ofensas" y prepáranos a recibir a tu Hijo...
La preparación continúa con el abrazo de paz, gesto sugestivo y lleno de fuerza que nos invita a romper los aislamientos, las distancias y la insolidaridad egoísta. El rito, precedido por una doble oración en que se pide la paz, no es simplemente un gesto de amistad. Expresa el compromiso de vivir contagiando "la paz del Señor", restañando heridas, eliminando odios, reavivando el sentido de fraternidad, despertando la solidaridad.
La invocación "Señor, no soy digno", dicha con fe humilde y con el deseo de vivir de manera más sana es el último gesto antes de acercarse cantando a recibir al Señor. La mano extendida y abierta expresa la actitud de quien, pobre e indigente, se abre a recibir el pan de la vida.
El silencio agradecido y confiado que nos hace conscientes de la cercanía de Cristo y de su presencia viva en nosotros, la oración de toda la comunidad cristiana y la última bendición ponen fin a la comunión.
Una pregunta en esta festividad del "Corpus Christi". ¿No se reafirmaría nuestra fe si acertáramos a comulgar con más hondura?
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