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miércoles, 17 de junio de 2009

XII Domingo del T. O. (San Marcos 4,35-40) - Ciclo B: El viento y el mar obedecen sólo a Dios

Por Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo Residencial de Santa María de Los Angeles (Chile)

El Evangelio de hoy nos presenta la conclusión del capítulo IV de Marcos. El episodio narrado ocurre en la travesía del mar de Galilea. El evangelista Marcos había introducido el capítulo IV, que contiene la enseñanza de Jesús en parábolas, ubicando la escena a la orilla del mar: "Otra vez Jesús se puso a enseñar a orillas del mar. Y se reunió tanta gente junto a él que hubo de subir a una barca y, ya en el mar, se sentó; toda la gente estaba en tierra a la orilla del mar. Les enseñaba muchas cosas por medio de parábolas" (Mc 4,1-2). Sigue una serie de cinco parábolas, la más larga y la más conocida es la parábola del sembrador.

La enseñanza debió durar todo el día. La lectura de hoy lo insinúa con estas palabras de introducción: "Al atardecer, Jesús les dijo: 'Pasemos a la otra orilla'. Despidieron a la gente y lo llevaron en la barca, como estaba". Para que Jesús hubiera podido usar la barca como cátedra, mientras la multitud permanecía en la orilla, el mar tenía que estar muy calmado. Asimismo, cuando Jesús dijo: "Pasemos a la otra orilla", no se prevé algún peligro en esa travesía. Por eso los discípulos parten sin objetar nada. Pero, de pronto -dice el Evangelio-, "se levantó una fuerte borrasca y las olas irrumpían en la barca, de suerte que ya se anegaba la barca".

Los discípulos eran pescadores de profesión. Habían nacido sobre la barca y conocían ese mar de Galilea como la palma de la mano. Ellos estaban en eso cuando Jesús los llamó, pasando por la orilla de ese mismo mar, y dejando redes y barcas, lo siguieron. Pero ante una tormenta de tal violencia comprendieron que toda su experiencia y sus conocimientos de la navegación eran insuficientes, y comenzaron a temer por su vida. Ante las fuerzas desatadas de la naturaleza el hombre experimenta su limitación y su pequeñez, sobre todo, cuando percibe la proximidad de la muerte. ¿Qué hacía Jesús en ese momento? ¿Cómo podía estar ajeno a este problema? ¿Él no teme?

El Evangelio lo describe en la actitud más alejada posible del temor: "Jesús estaba en popa, durmiendo sobre un cabezal". Para dormir es necesario gozar de absoluta tranquilidad. A nosotros nos extraña que alguien pueda dormir apaciblemente en esa situación. Es como si alguien pudiera dormir tranquilamente cuando en medio de un vuelo aéreo el piloto anunciara que han fallando los comandos y el avión va a la deriva. También los discípulos se extrañaron de que Jesús dormiera y lo despertaron gritando: "Maestro, ¿no te importa que perezcamos?"

En su intención de responder a la pregunta: ¿Quién es Jesús de Nazaret?, aquí Marcos, sin decirlo explícitamente, nos revela un rasgo esencial: Jesús no conoce el temor; Jesús es siempre dueño de la situación, nada lo puede hacer perder la paz. Y en esto difiere de los demás seres humanos limitados. El antiguo profeta Amós, para expresar la compulsión en que se encontraba de profetizar usa una comparación: "Ruge el león, ¿quién no temerá? Habla el Señor Dios, ¿quién no profetizará?" (Amos 3,8). Es propio del hombre temer ante el peligro y perder el dominio de sí; pero Jesús es tal que nunca teme ni pierde el control. El temor es el signo de la criatura limitada. Jesús no teme; Jesús es el Señor.

Lo que sigue del relato confirma esa conclusión: "Habiendose despertado, Jesús increpó al viento y dijo al mar: ¡Calla, enmudece! El viento se calmó y sobrevino una gran bonanza". Jesús se revela así como el Señor de todo el uni-verso; todo obedece a su palabra. Es verdad lo que canta el himno cristológico de la carta a los colosenses: "Todo fue creado por él y para él; él existe con anterioridad a todo y todo tiene en él su consistencia" (Col 1,16-17). Ante lo ocurrido los discípulos se decían unos a otros: "¿Quién es éste que hasta el viento y el mar le obedecen?" Aquí pone Marcos en boca de ellos, la misma pregunta que atraviesa todo el Evangelio. La pregunta que hacen aquí los discípulos, es ya una respuesta. El viento y el mar no obedecen sino a su creador y Señor.

La lectura de este Evangelio recuerda un hecho de la vida de San Luis Gonzaga, cuya fiesta celebraba la Iglesia ayer, 21 de junio. San Luis era el hijo primogénito y heredero del marqués de Castiglione y, como parte de su formación, fue enviado a la corte de Madrid, donde debía servir como paje al infante Don Diego, hijo del Rey de España, Felipe II. Era el año 1582. En cierta ocasión en que arreciaba una fuerte tormenta de viento, el príncipe fastidiado, grito: "¡Viento, te mando que te detengas!". Ante esto San Luis no pudo contenerse y replicó: "Su Alteza puede mandar a los hombres, pero el viento obedece sólo a Dios, al cual también Su Alteza ha de obedecer".

Todos sabemos que no ha nacido al hombre al cual obedezcan el viento y el mar. El viento y el mar obedecen sólo a Dios. El Evangelio de hoy nos revela que Jesús no teme a los elementos, ni siquiera cuando éstos desatan su furia; que él los manda y ellos le obedecen. Si hasta el viento y el mar, esos elementos irracionales, cuando son interpelados por Jesús, reconocen a su Dios y le obedecen, ¡con cuánta mayor razón el ser humano, que es racional, al considerar a Jesús, debe reconocer en él a su Dios y obedecer a su palabra!

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