
Cuando el pueblo escogido se siente fuerte y seguro incurre en rebeldía, se emancipa de Dios y llega a desviar de Él su corazón, dando culto a otros dioses. Su orgullo le llevará a la perdición.
Jesús, que ha vivido como uno más de sus vecinos en Nazaret, predica la Buena Nueva con la autoridad de su palabra. Los suyos lo rechazaron, fundados en que lo conocían muy bien: “¿No es éste el carpintero?” Y se encerraron en su incredulidad.
Los nazaretanos, que tuvieron el privilegio de convivir con el hijo de María, fueron víctimas de su seguridad y rechazaron al Señor. Jesús “se extrañó de su falta de fe” (Mc 6, 6).
En este contexto, es iluminadora la enseñanza de San Pablo, que en medio de toda su lucha por causa de la “espina que lleva clavada en su carne”, suplica al Señor verse libre, y recibe como respuesta el axioma más esperanzador: “Te basta mi gracia; la fuerza se realiza en la debilidad” (2Co 12,9).
Ante estos ejemplos de los israelitas y nazarenos, con la resonancia del texto paulino en la propia historia, en la que tantas veces desearíamos que las cosas fueran de otra manera, sin pagar el diezmo de la vulnerabilidad, redescubro la bendición de la debilidad convertida en relación humilde, como los ojos del esclavo o de la esclava fijos en las manos de sus señores (cf. Sal 122).
Como lluvia que absorbe la tierra reseca, como agua para el caminante sediento que encuentra una fuente al borde del sendero; como sombra de árbol que cobija al peregrino a la hora en que arrecia el calor; como casa abierta que acoge al huésped en un momento de intemperie, como cuidados amorosos que agradece, en su debilidad, el enfermo; como la orientación oportuna para el viajero en encrucijada o como luz en el horizonte que descubre el extraviado en la noche, así es en mis entrañas la Palabra: “Te basta mi gracia”. “La fuerza se realiza en la debilidad”. “Cuando soy débil, entonces soy fuerte”. Y me abro a la confianza, esperando la misericordia continua del Señor.
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