No le va a ser fácil a la Iglesia aprender a «vivir en minoría», en medio de una sociedad secularizada y pluralista. Después de haber sido la religión oficial del Imperio romano y haber ejercido durante siglos un poder hegemónico en occidente, no acierta a caminar sin el apoyo de algún «poder» que le permita actuar desde un nivel de superioridad.
Sin embargo, es bueno para la Iglesia ir perdiendo poder económico y político pues ese despojamiento la va acercando de nuevo hacia el movimiento que puso en marcha Jesús cuando envió a sus discípulos de dos en dos, sin alforjas, sin dinero ni túnica de repuesto, y con una sola misión: «predicar la conversión».
La intención original de Jesús es clara. No necesita de ricos que sostengan su proyecto. Basta con gente sencilla que sabe vivir con pocas cosas pues ha descubierto lo esencial: la importancia de construir una sociedad más humana y digna acogiendo a un Padre de todos.
Jesús no quiso dejar el Evangelio en manos del dinero. Le horrorizaba «acumular tesoros en la tierra». Tarde o temprano, el dinero se convierte en signo de poder, de seguridad, de ambición y dominio sobre los demás. El dinero le resta credibilidad al evangelio. Desde el poder económico no se puede predicar la conversión que necesita nuestra sociedad ni crear un espacio de solidaridad para todos.
Por otra parte, Jesús no necesita de poderosos que protejan la misión de sus discípulos. No cree en el poder como fuerza transformadora. El poder suele ir acompañado de autoritarismo impositivo y no es capaz de cambiar los corazones. Jesús cree en el servicio humilde de los que buscan una sociedad mejor para todos.
Por eso, no quiso dejar el evangelio en manos del poder. Él mismo nunca se impone por la fuerza, no gobierna, no controla, no vigila. En su comunidad, «quien quiera ser el mayor se ha de hacer servidor». Jesús no encumbra a sus discípulos dándoles un poder sobre los demás. Desde el poder no se puede impulsar la transformación evangélica que necesitamos entre nosotros.
Sin embargo, es bueno para la Iglesia ir perdiendo poder económico y político pues ese despojamiento la va acercando de nuevo hacia el movimiento que puso en marcha Jesús cuando envió a sus discípulos de dos en dos, sin alforjas, sin dinero ni túnica de repuesto, y con una sola misión: «predicar la conversión».
La intención original de Jesús es clara. No necesita de ricos que sostengan su proyecto. Basta con gente sencilla que sabe vivir con pocas cosas pues ha descubierto lo esencial: la importancia de construir una sociedad más humana y digna acogiendo a un Padre de todos.
Jesús no quiso dejar el Evangelio en manos del dinero. Le horrorizaba «acumular tesoros en la tierra». Tarde o temprano, el dinero se convierte en signo de poder, de seguridad, de ambición y dominio sobre los demás. El dinero le resta credibilidad al evangelio. Desde el poder económico no se puede predicar la conversión que necesita nuestra sociedad ni crear un espacio de solidaridad para todos.
Por otra parte, Jesús no necesita de poderosos que protejan la misión de sus discípulos. No cree en el poder como fuerza transformadora. El poder suele ir acompañado de autoritarismo impositivo y no es capaz de cambiar los corazones. Jesús cree en el servicio humilde de los que buscan una sociedad mejor para todos.
Por eso, no quiso dejar el evangelio en manos del poder. Él mismo nunca se impone por la fuerza, no gobierna, no controla, no vigila. En su comunidad, «quien quiera ser el mayor se ha de hacer servidor». Jesús no encumbra a sus discípulos dándoles un poder sobre los demás. Desde el poder no se puede impulsar la transformación evangélica que necesitamos entre nosotros.
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