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lunes, 3 de mayo de 2010

Y el cielo se cerró…

Santi Torres

En la Biblia no es nada extraño encontrar la expresión “cerrado” o “abierto” referente al cielo. Cuando el cielo se cerraba era signo de mal presagio. Uno podía entender que el cielo se había cerrado en épocas de sequía que llevaban a situaciones de hambre y pobreza extremas. Pero también el cielo se cerraba cuando los profetas callaban, y se echaba de menos aquella palabra (inspiración) que guiase la acción de los hombres y las mujeres durante un periodo siempre indefinido. Se trataba, pues, de tiempos duros, donde había que sumar a la pobreza, una falta de liderazgo y una sensación de injusticia y de sálvese quien pueda generalizados. Me ha chocado, pues, encontrar escrita esta expresión en alguno de los artículos dedicados al problema del tráfico aéreo provocado por las cenizas del volcán islandés.

Ahora los cielos se han abierto de nuevo, pero pensaba que quizás la metáfora debería de continuar vigente, y que más allá de la “anécdota” de estos días, tengamos que reconocer que efectivamente vivimos tiempos de cielos cerrados. En los tiempos bíblicos la injusticia y las desigualdades se daban en el interior de comunidades muy pequeñas y locales. Ciertamente no se puede decir hoy que no exista una preocupación creciente por las desigualdades en el interior de las naciones, e incluso, en el caso europeo, en el interior de aquello que aspira a convertirse en una comunidad de naciones. Una preocupación a veces más fruto de la inseguridad que generan las desigualdades y las sociedades poco cohesionadas, que por una voluntad explícita a la hora de desarrollar políticas efectivas en el reconocimiento de derechos básicos (alimentación, vivienda, educación…). No obstante esta preocupación acaba por diluirse del todo cuando pensamos en una escala más global. Se hace difícil encontrar otra época donde la injusticia a nivel de comunidad humana haya llegado a los niveles actuales. Y lo peor es que el abismo no deja de hacerse cada vez mayor. Ante esto, los cielos parecen ciertamente cerrados. Las declaraciones a veces bien intencionadas están tocadas de muerte desde su origen, y su vuelo, no es un vuelo celeste sino más bien gallináceo. Se suceden las declaraciones, los planes de reforma, las cumbres inútiles, los voluntarismos del “ahora sí”, pero la realidad es que vivimos atrapados en la impotencia y en una especie de fracaso desgastador.

Da miedo que en esta época surjan los falsos profetas, aquellos que dicen que los cielos se han abierto, pero que, en nombre de vete a saber que dios, reivindican toda clase de fundamentalismos, de agravios, de violencia y de venganza; asustan, también, los que ya hace tiempo que dan por perdida la llave del cielo, y que “eso es lo que hay”, “o lo toma o la deja, y no moleste más”, los defensores de la mera supervivencia y del que cada “palo aguante su vela”; dan miedo los voluntaristas y los bien intencionados, confiados solamente sus fuerzas y que acaban engullidos o quemados… A veces pienso que los cielos se han cerrado porque es el ser humano el que ha acabado cerrándose sobre si mismo, en una especie de egoísmo estéril donde solamente resuenan el propio miedo y los propios instintos.

Es curioso, sin embargo, que ante todo esto también se empiecen a escuchar algunas voces que indican algunas grietas. Son voces aún dispersas, poco articuladas, dubitativas, pero que provienen de una verdad que en nada se parece a aquello que estamos acostumbrados a escuchar. Hablan de justicia y de responsabilidad, hablan de comunidad y de compromiso con el otro, hablan de compasión y de austeridad. Algunas lo hacen en nombre de dioses diversos, otras en nombre de una sabiduría humana vieja y antigua que expresa lo mejor de la naturaleza humana. Quien sabe si algún día no muy lejano los cielos volverán a abrirse, como se han abierto de nuevo para los aviones, y la inspiración volverá al corazón de una humanidad cada vez más herida y cansada. Veni sancte spiritus!

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