Hambre de Pan, Hambre de Vida
Llevamos ya unos cuantos años de camino por esta vida y, mal nos iría, si no hubiésemos aprendido algunas cosas fundamentales. Y, sin duda, la más básica de ellas es que las personas necesitamos alimentarnos todos los días. Parece una verdad de perogrullo pero no lo es. Sin pan no hay vida. Sin arroz no hay vida. Sin algo que echarnos a la boca no hay vida.
Pero la vida no es sólo pan y arroz y lo que queramos poner acompañándolo. La vida es mucho más. Ya le dijo Jesús al demonio que le tentaba en el desierto que “No sólo de pan vive el hombre sino de toda palabra que sale de la boca de Dios.” Quizá alguno termine pensando que al decir eso Jesús dejaba fuera el pan y hablaba sólo de la Palabra de Dios. Pero no. La Palabra de Dios no basta para la vida. Nos hace falta también el pan. Pablo VI lo expresó muy bien cuando dijo en la Populorum Progressio, 14 que “el desarrollo no se reduce al simple crecimiento económico. Para ser auténtico debe ser integral, es decir, promover a todos los hombres y a todo el hombre.” No podía estar mejor dicho. Dios quiere la vida de la persona en todos los sentidos. Dios quiere que vivamos y por eso nos da el pan de la vida.
Más allá de la celebración litúrgica
La Eucaristía es mucho más que la celebración ritual de cada domingo. Para el cristiano la Eucaristía es una forma de vivir y compartir, de vivir en comunión con Dios y con los hermanos y hermanas, con la humanidad entera. En la celebración eucarística, mejor o peor preparada, en una gran catedral o en una pequeña choza en medio de la selva, con cantos o sin ellos, nos asomamos gozosos a la más profunda verdad de nuestra existencia: que somos hijos e hijas de Dios, que nuestro Padre-Abbá es el que nos da la vida. Y que sólo cuando compartimos el pan y la vida y el amor es cuando hacemos realidad esa verdad de nuestra existencia.
La Eucaristía nos recuerda que no sólo vivimos del pan material pero, al haberse hecho Jesús pan, también nos dice que el pan material es vida, parte esencial de ella. La Eucaristía se hace tan grande como la vida. En la medida en que damos y recibimos, en que compartimos lo que somos y hacemos fraternidad, celebramos una Eucaristía tan honda y real como la litúrgica. La Eucaristía se escapa de los límites de la celebración para llegar hasta los rincones más oscuros de la vida.
Los vecinos que se reúnen para tratar de solucionar juntos sus problemas y mejorar la vida en el barrio, los que organizan un comedor para los que no tienen nada para comer, los que renuncian a sus bienes para compartirlos con los que carecen de ellos, los que dedican una parte de su tiempo para acompañar a los que están sólo, los que luchan por la justicia, el médico que, más allá de la técnica, trata de atender y servir a la persona del enfermo, todos ellos hacen Eucaristía. Todos ellos recrean la vida.
De la celebración a la vida
No hay que dudar de que, cuando las personas actuamos así somos verdaderos sacerdotes que distribuimos el pan de la vida entre nuestros hermanos, que celebramos la fraternidad y hacemos de este mundo un lugar más parecido al Reino que anunció Jesús. No podemos participar en la celebración de la Eucaristía y pensar que Jesús viene a nuestro corazón al comulgar y volvernos sobre nosotros mismos para sentirnos felices con él. Jesús hecho Eucaristía nos fuerza a levantar la vista, a encontrarnos con la mirada de nuestros hermanos y hermanas, a compartir el pan recibido, a darnos las manos y construir fraternidad de todas las maneras que estén a nuestro alcance.
El Evangelio de este domingo es totalmente eucarístico. La bendición sobre el pan, la actitud de Jesús que mira al cielo, se transforma en reparto del pan de vida hasta que todos se sacian. Sobra pan, sobra mucho pan, porque Dios es la mejor bendición imaginable para la vida de hombres y mujeres. Donde los discípulos no veían más que cinco panes y dos peces, Jesús vio la generosidad y el don de Dios que actúa siempre sorprendiéndonos y yendo más allá de nuestras posibilidades. Más allá del rito, Jesús atendió realmente a las necesidades de aquel gentío que tenía ante él. Necesitaban comer y les dio de comer. Esa fue su Eucaristía de aquel día. Y de paso los convirtió en una familia capaz de compartir el pan y los peces regalados y compartidos.
No hay diferencia entre el Evangelio y la segunda lectura en la que Pablo nos relata la tradición que se ha convertido en celebración para las comunidades de los seguidores de Jesús. Nosotros hoy seguimos celebrando la Eucaristía. Seguimos bendiciendo el pan como Jesús lo hizo. No queremos perder su memoria. Es un recuerdo que multiplica la vida, que nos invita a vivir y actuar de una manera diferente, que corta con la historia de violencia y egoísmo y nos abre a una relación nueva con los demás: una relación de fraternidad, de justicia, de amor. Una relación que se levanta sobre la Eucaristía, sobre la Eucaristía-celebración y sobre la Eucaristía-vida.
Llevamos ya unos cuantos años de camino por esta vida y, mal nos iría, si no hubiésemos aprendido algunas cosas fundamentales. Y, sin duda, la más básica de ellas es que las personas necesitamos alimentarnos todos los días. Parece una verdad de perogrullo pero no lo es. Sin pan no hay vida. Sin arroz no hay vida. Sin algo que echarnos a la boca no hay vida.
Pero la vida no es sólo pan y arroz y lo que queramos poner acompañándolo. La vida es mucho más. Ya le dijo Jesús al demonio que le tentaba en el desierto que “No sólo de pan vive el hombre sino de toda palabra que sale de la boca de Dios.” Quizá alguno termine pensando que al decir eso Jesús dejaba fuera el pan y hablaba sólo de la Palabra de Dios. Pero no. La Palabra de Dios no basta para la vida. Nos hace falta también el pan. Pablo VI lo expresó muy bien cuando dijo en la Populorum Progressio, 14 que “el desarrollo no se reduce al simple crecimiento económico. Para ser auténtico debe ser integral, es decir, promover a todos los hombres y a todo el hombre.” No podía estar mejor dicho. Dios quiere la vida de la persona en todos los sentidos. Dios quiere que vivamos y por eso nos da el pan de la vida.
Más allá de la celebración litúrgica
La Eucaristía es mucho más que la celebración ritual de cada domingo. Para el cristiano la Eucaristía es una forma de vivir y compartir, de vivir en comunión con Dios y con los hermanos y hermanas, con la humanidad entera. En la celebración eucarística, mejor o peor preparada, en una gran catedral o en una pequeña choza en medio de la selva, con cantos o sin ellos, nos asomamos gozosos a la más profunda verdad de nuestra existencia: que somos hijos e hijas de Dios, que nuestro Padre-Abbá es el que nos da la vida. Y que sólo cuando compartimos el pan y la vida y el amor es cuando hacemos realidad esa verdad de nuestra existencia.
La Eucaristía nos recuerda que no sólo vivimos del pan material pero, al haberse hecho Jesús pan, también nos dice que el pan material es vida, parte esencial de ella. La Eucaristía se hace tan grande como la vida. En la medida en que damos y recibimos, en que compartimos lo que somos y hacemos fraternidad, celebramos una Eucaristía tan honda y real como la litúrgica. La Eucaristía se escapa de los límites de la celebración para llegar hasta los rincones más oscuros de la vida.
Los vecinos que se reúnen para tratar de solucionar juntos sus problemas y mejorar la vida en el barrio, los que organizan un comedor para los que no tienen nada para comer, los que renuncian a sus bienes para compartirlos con los que carecen de ellos, los que dedican una parte de su tiempo para acompañar a los que están sólo, los que luchan por la justicia, el médico que, más allá de la técnica, trata de atender y servir a la persona del enfermo, todos ellos hacen Eucaristía. Todos ellos recrean la vida.
De la celebración a la vida
No hay que dudar de que, cuando las personas actuamos así somos verdaderos sacerdotes que distribuimos el pan de la vida entre nuestros hermanos, que celebramos la fraternidad y hacemos de este mundo un lugar más parecido al Reino que anunció Jesús. No podemos participar en la celebración de la Eucaristía y pensar que Jesús viene a nuestro corazón al comulgar y volvernos sobre nosotros mismos para sentirnos felices con él. Jesús hecho Eucaristía nos fuerza a levantar la vista, a encontrarnos con la mirada de nuestros hermanos y hermanas, a compartir el pan recibido, a darnos las manos y construir fraternidad de todas las maneras que estén a nuestro alcance.
El Evangelio de este domingo es totalmente eucarístico. La bendición sobre el pan, la actitud de Jesús que mira al cielo, se transforma en reparto del pan de vida hasta que todos se sacian. Sobra pan, sobra mucho pan, porque Dios es la mejor bendición imaginable para la vida de hombres y mujeres. Donde los discípulos no veían más que cinco panes y dos peces, Jesús vio la generosidad y el don de Dios que actúa siempre sorprendiéndonos y yendo más allá de nuestras posibilidades. Más allá del rito, Jesús atendió realmente a las necesidades de aquel gentío que tenía ante él. Necesitaban comer y les dio de comer. Esa fue su Eucaristía de aquel día. Y de paso los convirtió en una familia capaz de compartir el pan y los peces regalados y compartidos.
No hay diferencia entre el Evangelio y la segunda lectura en la que Pablo nos relata la tradición que se ha convertido en celebración para las comunidades de los seguidores de Jesús. Nosotros hoy seguimos celebrando la Eucaristía. Seguimos bendiciendo el pan como Jesús lo hizo. No queremos perder su memoria. Es un recuerdo que multiplica la vida, que nos invita a vivir y actuar de una manera diferente, que corta con la historia de violencia y egoísmo y nos abre a una relación nueva con los demás: una relación de fraternidad, de justicia, de amor. Una relación que se levanta sobre la Eucaristía, sobre la Eucaristía-celebración y sobre la Eucaristía-vida.
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